Mostrando entradas con la etiqueta ética. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta ética. Mostrar todas las entradas

martes, julio 01, 2025

Diálogo, cooperación y responsabilidad

Cada persona es una subjetividad irremplazable, una mirada sobre el mundo, una posición desde la cual las cosas se ven y se escrutan de manera distinta a como las ve y las relee cualquier otra persona. Quienquiera que sea esa persona es una persona única e incanjeable por un sinfín de dimensiones, entre las cuales destaca el hecho de que ocupa una posición singular en el mundo y por ello diferente a todas las demás posiciones que tienen todas las demás personas. Cuando decimos que no hay dos personas iguales en el planeta Tierra no solo nos referimos a disparidades físicas, sino a las diferencias que se establecen en los contenidos cognitivos, afectivos y desiderativos que granularizan a una persona. Nietzsche nos dejó dicho que no existen los hechos, existen las interpretaciones, pero no es exactamente así. Existen los hechos que se pueden demostrar, y existen las opiniones sobre esos hechos, que se deben argumentar. Siempre que opinamos sobre cualquier hecho lo hacemos desde la posición en la que se ubica nuestra persona. Somos presa del posicionamiento de nuestra subjetividad que no podemos eludir. Cuando intercambiamos pareceres resulta patente esta cautividad, que sin embargo tendemos a subestimar, o a hacer un caso casi omiso. Kant escribió que vemos lo que somos, apotegma que se puede parafrasear conviniendo que vemos aquello que nuestra posición nos permite ver. A esta obviedad habría que añadir que, además de lo que vemos, no vemos nada de todos los puntos ciegos consustanciales a esa misma posición.   

Sabiendo todo esto, ¿por qué nos abrazamos tenazmente a nuestros argumentos en vez de entablar diálogos que nos cojan de la mano y nos lleven a otras ideas y a otras visiones que puedan enriquecer con angulares impensados los argumentos de los que partíamos?  Creo que uno de los motivos de esta especie de cerrazón discursiva radica en que empleamos la palabra diálogo en vano. Hay un uso inflacionario de la palabra diálogo para nombrar prácticas que no mantienen parentesco alguno con él. El significante se mantiene intacto (diálogo), pero su significado troca sustantivamente. Teorizamos que dialogar es debatir y asumimos al instante la índole agonal de todo debate. Debatir proviene del prefijo de, que señala el movimiento de arriba abajo, y battuere, golpear. Debatir es golpear los argumentos del adversario o del oponente con el propósito de fracturarlos. En esta racionalidad estratégica los participantes se anclan en el descompromiso por lo mutuo. Ocurre algo análogo con discutir. Su origen léxico es dis, separar, y quatere, sacudir. Discutir es sacudir con argumentos a las personas que defienden otros argumentos con el fin de separarnos de ellas. Sin embargo, en el diálogo no hay oponentes ni adversarios, hay cooperantes. Dialogar no es golpear argumentos, no es sacudir para separarse, es ponerlos en disposición de encontrar una razón común. En cualquier diálogo participan como mínimo dos personas, así que dialogar es una empresa cooperativa destinada a la capacitación del aparataje discursivo de quienes dejan que sus pensamientos se toquen mientras se exponen. 

La actividad dialogal es además una disposición bondadosa a mostrar cuidado por el juzgar y entender a la otredad que, en tanto que indefectiblemente mira el mundo desde la singularidad de su posición, verá inevitablemente las cosas de una manera también singular. Conceptualizo como bondad discursiva a esta inclinación afectiva sin la cual el diálogo no puede emerger. Esta bondad discursiva desaprueba por completo el uso de la mala educación para divergir o impugnar razones que entran en conflicto, el irrespeto ante una opinión disconforme, o esa tendencia tan perniciosa para la conversación en el espacio democrático de moralizar como mala persona a quien no comparte nuestras ideas. El disenso en cualquier interlocución no es mala voluntad, es buena salud discursiva, y se erige en el gozne con el que las democracias abren la puerta a la diversidad y a la polifonía de voces. Dialogar no es solo elegir entre unos argumentos y sus réplicas, es sobre todo deliberar en torno a qué sería bueno elegir y dirimir por qué, tener el deber epistémico de explicar la opción elegida y asumir la responsabilidad que conlleva el uso público de tomar la palabra y hacernos voz controvertida y aumentativa a la vez. Dialogar es matizar (más aún en un mundo en que los matices mueren yugulados por maximalismos y clichés), puntualizar, apostillar, rebatir, asentir, dudar, afirmar, y hacerlo de un modo que no está predeterminado. Cuando deliberamos no sabemos de antemano qué nos van a decir las personas interlocutoras, pero nuestra persona tampoco sabe a priori cómo y qué va a responder, o qué argumentos desgranará, puesto que depende de cuál sea el contenido y la deriva de la palabra puesta en circulación. Dialogar es adentrarse en la aventura de escuchar lo que no sabemos que nos van a compartir hasta que no lo escuchamos. La imprevisibilidad de no conocer con antelación lo que nos van a decir hace que ignoremos qué vamos a contestar. He aquí la condición viva de la palabra que circula entre quienes la habitan al pronunciarla. Una palabra que performa y transforma.


Artículos relacionados:
El diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro.
Ser tolerante es aceptar que nos refuten.
Opinión, hecho y derecho a opinar. 

martes, junio 10, 2025

La vergüenza constructiva

Obra de Tim Etiel

La vergüenza es el sentimiento que brota cuando alguien nos descubre realizando una acción que deprecia el valor de nuestra persona, o cuando esa acción ya ha sido ejecutada y de pronto resulta revelada. La vergüenza es el temor a ser sorprendido en falta por la mirada ajena. En su cartografía de las emociones políticas, Martha Nussbaum sostiene que «la respuesta refleja natural de la culpa es la disculpa y la reparación; la respuesta refleja natural de la vergüenza es el ocultamiento». La vergüenza es muy paradójica. No es una virtud, pero sentirla es bueno. Emerge de algo que consideramos no habla bien de nuestra persona, pero cobijarla y que se despabile en determinados momentos sí habla bien de quien somos. Significa que estamos conectados a un marco moral mancomunado. Como sentimiento, la vergüenza guarda funciones profilácticas y cívicas. Nos protege de las demás personas y de la volubilidad de la nuestra. Aquí conviene apuntar de inmediato que según qué dirección tome la vergüenza puede erigirse en disuasoria y muy operativa o discriminatoria y muy devastadora. Existe una vergüenza constructiva dirigida a la propia persona y a la de formar parte de un proyecto ético. Esta vergüenza opera como disuasor, pero también como una palanca transformadora. Quien siente vergüenza teme que el mundo descubra la acción que está a punto de perpetrar y cuyo desvelamiento le acarrearía una devaluación personal. En contraposición, hay otra vergüenza mórbida y destructiva que se nutre de las muchas morfologías de la violencia. Ocurre con el avergonzamiento hostil y crónico impuesto desde fuera con la finalidad de producir estigmatización, daño social o un repertorio de categorizaciones urdidas para marginalizar y discriminar identidades y reforzar jerarquías de poder. No es lo mismo sentir vergüenza por un comportamiento que  te la hagan sentir instrumentalmente por cualquier otra cuestión ajena al trato.

Como se apuntaba antes al citar a Nussbaum, la vergüenza es un sentimiento político. Sobre esta constatación se asienta la zozobra que despierta  afirmar de alguien que es un sinvergüenza. Se trata de una expresión coloquial muy manida, pero en su suelo semántico significa que esa persona está desprovista de uno de los sentimientos más contribuyentes a que se ponga límites a sí misma para no fracturar el espacio compartido. A la persona sinvergüenza le genera indiferencia la mirada de quien representa la dignidad que toda persona se debe a sí misma y a la comunidad con la que está entrelazada en una tupida retícula de valores, normas, principios e ideales. Cuando transgredir aquellos Derechos Humanos que dilucidamos irrefragables para la buena convivencia no entraña vergüenza, entonces nos adentramos apresuradamente en un declive civilizatorio. Esto no significa punir los actos de desobediencia o aquellos en los que se manifiesta la disconformidad a través de la acción política de la protesta, sino aceptar que sin los mínimos que encarna la Declaración Universal la vida digna para todas y todos se torna ensoñación quimérica. 

Todo lo que he compartido hasta aquí es lo que pienso cuando leo una entrevista a la pensadora estadounidense Susan Neiman en la que comenta que «los padres fundadores daban por supuesto que para adherirte al Estado de derecho necesitabas una brújula moral, un sentimiento de vergüenza que haría que alguien te señalaría si decías: A mí me da igual el Estado de derecho»En el ensayo Cómo perder un país, la periodista y escritora turca Ece Temelkuran prescribe la tercera de las reglas para devastar un lugar (y que admite la extrapolación al mundo entero) con una afirmación unívoca: Elimima la vergüenza, en el mundo de la posverdad la inmoralidad mola. En otras palabras, quien anhele demoler un entramado cívico y democrático encontrará el terreno más allanado si sustrae del paisaje social el sentimiento de la vergüenza en su acepción constructiva. 

Llevamos unos lustros en los que no solo no se enmascaran propuestas que deberían implicar vergüenza por promover posturas de odio, ni se recurre a la hipocresía para disfrazarlas, sino que se romantiza la  falta de vergüenza sabiendo que su exhibición en el escaparate público inspirará el alistamiento de multitud de correligionarios. Es el malismo que con tanta sagacidad desglosa Mario Entrialgo en su ensayo de título homónimo. El mal se ha transmutado en un valor reputacional, electoral, comercial, publicitario. Es desalentador observar cómo reciben mayor plausibilidad quienes despliegan posturas antihumanistas en el trato político con las personas más vulnerables y desfavorecidas. En las redes sociales quienes acaparan un número abrumador de seguidores se pavonean de mal comportamiento y se muestran orgullosamente irrespetuosos y maleducados en sus publicaciones. Se exhibe lo desvergonzado como gesto de autenticidad, poder o desafío. ¿Y qué es aquello por lo que deberíamos sentir vergüenza y que está en alza? Prestemos atención a lo que Joan-Carles Mèlich nos susurra en su último ensayo El escenario de la existencia«Ahora el mundo está tan abierto, es tan indiferente a los gritos y está tan acostumbrado al dolor que los actores son incapaces de sentir repugnancia o asco. Es cada vez más difícil establecer relaciones de verticalidad, de respeto, de admiración y de autoridad. Ni siquiera el sufrimiento tiene autoridad». Involucionamos cuando no sentimos vergüenza ante el dolor de los demás, o no nos da vergüenza adherirnos a quienes lo infligen.


martes, junio 03, 2025

Pensar lo humano cuando escasea

Obra de Svetlana Arefiev

Hace unas semanas me hicieron una entrevista en la que se abordaban cuestiones relacionadas con la bondad. Cualquier persona que pose críticamente su mirada en el mundo verá que son tiempos deflacionarios para la bondad y la compasión, así que el periodista me lanzó un interrogante muy acorde con el curso de los acontecimientos que vivimos estos días: ¿Cómo se puede reflexionar sobre la bondad en el ser humano teniendo dirigentes mundiales con tan pocos escrúpulos? La respuesta está subsumida en la propia pregunta. Precisamente la existencia de personas mandatarias indolentes ante el dolor o el sufrimiento que causan, o de instituciones impertérritas ante el daño que infligen a los menos aventajados, nos urge a deliberar en la plaza pública qué vida en común es más conveniente y cómo queremos vivirla sabiéndonos entidades irreversiblemente interdependientes. Que el ser humano haya creado la noción del mal, o de pocos escrúpulos, como se indica en la pregunta, habla muy bien de él. Todos los comportamientos que presumimos reprobables solo se explican desde una idea de bien que vinculamos con lo más humano del ser humano. Lo humano como adjetivo con el que calificamos el comportamiento se debe a la plausibilidad que le otorgamos a lo humano como sustantivo, lo que debería ser la base para cualquier teorización acerca de la vida compartida. Conviene tenerlo siempre presente.

La existencia de dignatarios (lo escribo en masculino porque todos son hombres) que llevan a cabo políticas que originan sufrimiento en las personas más desfavorecidas nos insta a una reflexión mucho más profunda que convendría problematizar más a menudo para no tropezar en el cliché y el lugar común. ¿Qué condiciones sociales, económicas, históricas y psicológicas permiten que surjan, se aplaudan y se mantengan liderazgos que detentan un poder autoritario y plutócrata? Es palmario que estos mandatarios son expresiones de marcos sociales y malestares ciudadanos concretos que no brotan de una nada aséptica y desideologizada. En Biografía de la inhumanidad, José Antonio Marina postula algo cristalino y muy pedagógico. «Hemos comprobado que la inhumanidad comienza por un endurecimiento del corazón, y que este obedece a mecanismos previsibles y manipulables. Por debajo de muchos sentimientos actúan creencias previas, prejuicios, estigmatizaciones categoriales». Unas cuantas páginas más adelante resume que «el deslizamiento hacia la inhumanidad se da en tres etapas: la perversión de los sentimientos, la desconexión moral, la corrupción de las instituciones»Es muy sencillo constatar cómo estas dinámicas operan al unísono desde hace unos lustros en la tenebrosa expansión de ideologías deshumanizantes que nos envilecen como personas, empobrecen las instituciones y fragilizan tanto las democracias que hasta se considera como trivial su posible deceso. Algunos autores conceptualizan esta deriva como neofascismo del siglo XXI. 

Ante este devenir quizá la propuesta filosófica más atinada sea la de pensar posibilidades basadas en una higienización sentimental donde los sentimientos de apertura al otro primen sobre los de clausura (praxis no exenta de profundos exámenes sobre la construcción epistémica de valores y afectos en correspondencia con el cuidado de la dignidad), en la asunción de enfoques proactivos y no solo reactivos que nos vinculen éticamente con quienes conformamos la familia humana, y en exigir a las instituciones comportamientos compasivos en los que la evitación del daño sea el criterio toral por el que se adopte cualquier decisión. No reducir la tarea de pensar solo a la indignación que brota ante lo injusto, sino desplegar la reflexividad también en configurar futuros inspirados por aquello que consideramos admirable y congruente con lo humano en su acepción adjetiva, un ideal en constante evolución desde que una vez un semejante inauguró el pensamiento en plural, y que ahora toca cuidar frente a quienes veneran la regresión a un mundo que infravalora los Derechos Humanos o aspira a desembarazarse de ellos. Es una pretensión que requiere perseverancia porque el sesgo de la negatividad nos hace recrearnos mucho en señalar lo aciago de nuestro alrededor y nos coarta la imaginación para dedicarla a la ficción ética de encontrar horizontes de ruptura y mejora. Como resulta muy fácil que un ser humano resbale por la pendiente de la inhumanidad, y que lo que damos por sentado se degrade de forma acelerada, todas y todos como agentes activos tenemos el deber de seguir dilucidando qué entendemos por humano y qué por inhumano. Y luego explicar cuál de las dos categorías nos embellece y cuál nos envilece. Y finalmente actuar en consecuencia.


Artículos relacionados:
La bondad convierte el diálogo en verdadero diálogo.
Sentirse poca cosa.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.



martes, mayo 27, 2025

Sentirse poca cosa

Obra de Tim Etiel

En mitad de la lectura de una novela me encuentro con la coloquial expresión «sentirse poca cosa». Hacía mucho tiempo que no la veía escrita, así que al instante la rodeé con un llamativo círculo para resaltar su presencia en la página. Es  una enunciación sumamente expresiva con un hondo trasfondo. Creo que si pidiera opinión a quienes ahora leen este artículo, sería fácil y rápido consensuar que lo que más daño nos inflige a las personas es que otras personas no nos traten como personas, y lo hagan sin embargo como si encarnáramos cosas. Este sufrimiento podría esclarecer nuestros análisis sobre muchos comportamientos cuya causa no logramos comprender en un primer momento. «Sentirse poca cosa» es una expresión que llama muchísimo mi curiosidad porque no tiene antagonista, nadie afirma «sentirse mucha cosa» cuando alguien muestra respeto y deferencia a su persona. Cuando no nos sentimos bien tratados tendemos a recurrir a expresiones terriblemente lacerantes para manifestar un dolor que necesita metáforas para ser fidedigno: «me trataron como a un perro», «me trataron como a un trapo»«me trataron como basura». Son expresiones que simbolizan humillación y maltrato. 

Nos sentimos poca cosa cuando nos tratan como si no fuéramos titulares de una dignidad frente a la cual toda persona tiene el deber de dispensarle una atención expresada en cuidado. Este deber lo contrae cualquiera en el mismo instante en que admite ser una subjetividad portadora de dignidad. Los mecanismos de cosificación van directos al desmantelamiento de esta dignidad. La cosificación no consiste por tanto en que una persona se transforme en cosa, sino que las demás personas la traten como si lo fuera, esto es, despojándola de agencia y discurso propios. Las personas creamos dinámicas de cosificación cuando nos tratamos como si en vez de sujetos con cuerpo, cognición, entramado afectivo y dignidad, fuéramos objetos (o simples números, como tantas veces sucede en los trámites atestados de burocratización, en el razonamiento estadístico y los macrodatos, en el mundo pantallizado de la racionalidad algorítmica o en la información de las guerras, la miseria y la precariedad). En estos procesos puede ocurrir una objetualización (tratar al otro como un objeto expropiándole su autonomía), deshumanización (retirarle un ser humano la condición de humano, tarea para la que el odio y los prejuicios están perfectamente diseñados), instrumentalización (utilizar a una persona como medio o recurso para colmar intereses, desatendiendo todo lo demás), reducción (encasillar en una diminuta y monocromática característica a una persona marginalizando u opacando todas sus complejidades y particularidades), mercantilización (convertir en mercancía a alguien), y alienación (crear obligadas formas de existencia en las que es usual que las personas se sientan extranjeras en su propia vida). Son muchas las maneras sutiles tanto personales como estructurales que se emplean para que alguien sienta que se le está dispensando trato de cosa.

Nada ni nadie salvo un ser humano nos puede cosificar, y nada ni nadie salvo otro ser humano nos puede humanizar. Los seres humanos nos volvemos humanos en el instante en que otros humanos interactúan con nuestra interioridad. Evidentemente la relación ha de irradiar cordialidad y hospitalidad, porque hay relaciones que ensombrecen la vida de quienes participan de ellas. La relacionalidad nos humaniza. El número básico en el universo humano no es uno, sino dos. Hegel sostenía que para ser un ser humano se necesitan dos seres humanos. En El escenario de la existencia, Joan Carles Mèlich refrenda esta tesis y aporta incisividad: «La alteridad es más importante que el yo. De hecho, es su condición de posibilidad». Creo que no solo necesitamos a otro humano para ser humanos, apremia la configuración de espacios y tiempos para que esos dos humanos se encuentren y se reconozcan en una reciprocidad que los aprovisione de la posibilidad de humanidad. Humano proviene de la palabra humus, tierra, es decir, somos seres ligados a lo terrenal, a lo pequeño, procedencia que cuando se asume con modestia epistémica sedimenta en una conducta que arrebata cualquier atisbo de vanidad y engreimiento. Hay una insignificancia balsámica que nos divorcia de importancia alguna y nos libera de la subyugación de creer que sin nuestra presencia el mundo se desmadejaría. Sentirse poca cosa cuando un tercero nos recuerda nuestra pequeñez para mofarse de ella es muy doloroso. Saberse poca cosa porque advertimos la enigmática inabarcabilidad de todo lo que nos rodea y nos induce al aprendizaje de nuestra fragilidad es muy sensato. El primer acto es una humillación. El segundo es humildad. El primero es una herida, el segundo es un umbral. Aunque parezca antitético, es la humildad la que puede evitar que una persona se sienta humillada porque le hagan  sentir poca cosa. 


Artículos relacionados:
Nadie puede decir que es humilde.
Tiempos y espacios para que los rostros se encuentren.
Cuidar los contextos para cuidar los sentimientos.