martes, marzo 20, 2018

La mejor manera de mejorar el mundo



Obra de Nigel Cox
Este pasado fin de semana participé en la Feria del Libro de Tomares (Sevilla) que inauguró Antonio Muñoz Molina y clausuró Almudena Grandes. Allí traté de explicar el título de mi nuevo ensayo (ver), en qué consiste el triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Sintetizadamente defendí que el diálogo es un deber humano en tanto que cada uno de nosotros somos existencias adyacentes obligadas a coordinar intereses y proyectos en el espacio de una gigantesca red que llamamos el mundo de la vida. El diálogo debería elevarse a autoexigencia para adentrarse en el otro con el que compartimos la misteriosa palpitación de existir. El diálogo es el procedimiento que empleamos en la capital del mundo, que es Nosotros (ver), para poder conocernos y entendernos, pero es muchísimo más que esa reduccionista visión. El diálogo no es solo un recurso comunicativo, es ante todo una disposición ética en tanto que al dialogar siempre aparece la figura del otro, la existencia o existencias con las que la nuestra se despliega al unísono. Pero no se trata de una otredad cualquiera, sino de una dotada de la misma consideración que solicitamos para nosotros y los seres que conforman nuestro círculo afectivo. Aquí radica la explicación de que hablando no siempre se entiende la gente, pero dialogando sí, porque el diálogo parte de unos presupuestos sin los cuales la palabra ecológica y argumentada no circula eficazmente entre los interlocutores. Este hecho convierte las expresiones diálogo pacífico o diálogo civilizado en una innecesaria redundancia. El diálogo en su sentido más prístino es una manera de habitar una vida que irrevocablemente desemboca al lado de otras vidas a las que tiene en consideración y respeto. El diálogo es tratar al otro como una entidad incanjeable, y lo tratamos así por la sencillísima razón de que sabemos muy bien que cualquiera de nosotros también somos esa entidad singular e insustituible. Hete aquí la lógica de la reciprocidad. La fundamentación de la Regla de Oro.

Al acabar mi intervención la presentadora me comentó que mi visión era hermosa, pero utópica, ofrecía un fresco del mundo que apenas tenía que ver algo con el mundo. Como estoy acostumbrado a esta refutación en la que directa o veladamente se me acusa de un exceso de buenismo, sonreí y agregué que sé bien cómo es el mundo en el que vivo, pero también sé en qué mundo me gustaría vivir y qué se puede hacer para aproximarnos a él. En su último ensayo, El bosque pedagógico, Marina nos recuerda que «un principio del arte de la educación es que no se debe educar a los niños conforme al presente, sino conforme a un estado mejor». Nietzsche postuló que los humanos somos una especie aún no fijada en busca de definición. Foucault susurró que el ser humano es un hallazgo muy reciente. Emilio Lledó escribió con su hipnótica y elegante prosa que el ser humano es un ser en tránsito. Este afán de autodomesticación transitoria es un afán ético. Aunque muchos no lo saben, la ética es una disciplina con una misión tremendamente peculiar. Tiene encomendado un desempeño exclusivo, una tarea que no comparte con ninguna otra disciplina. En vez de fijar su atención sobre el comportamiento existente, la ética coloca el gran angular sobre aquel que sería bueno que existiera. Los tan difundidos valores proclaman en esencia algo muy similar. Hace poco leí una fantástica definición firmada por Etkin: «Los valores son una concepción acerca de lo deseable». Asocio esta afirmación a la de Platón cuando en una descripción insuperable defendía que la educación es enseñar a desear lo deseable. Hace unos años yo me atreví a permutar el verbo enseñar por el de aprender y el de desear por el de admirar para concluir que no hay tarea más civilizatoria que admirar lo admirable, que es la mejor manera de educarnos sentimental y socialmente bien. (Por cierto, en breve daré una conferencia en la Universidad de Barcelona que he titulado La admiración de lo admirable).  

Hay mucha controversia sobre cuál es la mejor manera de mejorar el mundo, pero la discrepancia se difumina cuando dilucidamos qué sentimientos deberíamos cultivar para mejorarlo. El ser humano es una abigarrada mixtura de actuaciones buenas y malas (no somos ni el buen salvaje de Rousseau ni un lobo como señalaba Hobbes para justificar la existencia de un Leviatán), pero sabemos que cuando en nuestra arquitectura afectiva prevalecen los sentimientos de apertura al otro la convivencia se torna mucho más habitable e idónea para la satisfacción de necesidades e intereses dispares que cuando se voltea la situación y nuestra conducta obedece a los sentimientos de clausura  (que siempre irrumpen contra la vida, la propia o la ajena, y a veces contra ambas).  Existe acervo evolutivo y cultural para deducir que las interacciones presididas por los sentimientos nobles hacen más habitable el entorno y posibilitan la adquisición de felicidad privada que aquellas otras capitaneadas por los sentimientos mezquinos, que la convivencia es más amable y menos abrasiva si tratamos al otro con la dignidad que todo ser humano posee por el hecho de serlo que si se la talamos, lo cosificamos y lo instrumentalizamos en nuestro beneficio. Popper popularizó la sentencia que anunciaba que vivimos en el mejor de los mundos posibles. No es cierto. El mundo siempre es susceptible de ser mejorado, aunque también lo es de ser empeorado. En la predominancia de unos sentimientos sobre otros descansa la dirección que finalmente tomará nuestra conducta. Como la construcción sentimental es una tarea comunitaria, el diálogo se torna protagonista estelar para que argumentemos bien, pensemos bien, sintamos bien, deseemos bien, elijamos bien, vivamos y convivamos mejor. No hay meta más elevada para esa existencia al unísono que somos cualquiera de nosotros.



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El sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos. 
Admirar lo admirable.



martes, marzo 13, 2018

«El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza»



Hoy martes 13 ve por fin la luz El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo (ver tienda). Se trata del libro que sostengo en mis manos. Este ensayo cierra la trilogía Existencias al unísono iniciada con La capital del mundo es nosotros. Un viaje multidisciplinar al lugar más poblado del planeta (2016) y La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (2017).  Si el primer ensayo orbitaba en torno a la magnitud social (ética política) y el segundo colocaba la luz del proyector en la construcción de la afectividad (ética sentimental), este tercero se centra en el concienzudo análisis del procedimiento que el rebaño humano de mujeres y hombres hemos ideado para poder entendernos sin hacernos daño en nuestra condición de entidades reticulares que comparten espacio, recursos e intereses (ética discursiva). Somos existencias anudadas redárquicamente a otras existencias en el mundo de la vida, y este acontecimiento, que nos permite plenificarnos, también provoca fricciones que debemos articular de un modo educado y pacífico.

Freud señaló que la civilización se inauguró el día en que un ser humano en vez de atacar a su enemigo con la punta afilada de un sílex le profirió un insulto. Utilizó la palabra en vez de la fuerza. Sin embargo, lo contrario de la fuerza no es el despliegue de la palabra, lo contrario de la violencia no consiste en la eventualidad del habla. El ideal que perseguimos en la tarea de humanizarnos necesita un tipo de palabra concreto en una estructura que nos predisponga éticamente a entender a la otredad con la que existimos al unísono. Cuando esa palabra y esa estructura protagonizan las interacciones, la inteligencia vence a la fuerza y el ser humano se aproxima al ser que sería bueno que fuéramos. Tras la experiencia inaugural de la palabra, este nuevo régimen necesita indefectiblemente una ecología de la palabra educada para maximizar su desempeño civilizatorio, una tecnología para hacernos visibles y unos recursos para compatibilizar la discrepancia. He aquí citados los títulos de los cuatro capítulos que conforman El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza.

La larga investigación en este particular ecosistema me hace ahora asentir sin apenas asomo de duda que lo más medular de la experiencia del diálogo depende de elementos que no vinculan con el diálogo en su visión más estereotipada. Una  observación reduccionista relee el diálogo como competencia para la comunicación eficaz, pero esta acepción miniaturiza e incluso en ocasiones ningunea el logo que el diálogo porta en su etimología y en su quintaesencia.  Dos no se entienden si uno no quiere, pero para entenderse es necesario que los agentes discursivos anhelen entenderse. Ese deseo es anterior al evento comunicativo. El diálogo demanda una inclinación ética que dé paso al concurso de los sentimientos de apertura y atenúe los sentimientos de clausura, el único modo en el que la inteligencia puede triunfar sobre la fuerza. Diálogo y ética acaban siendo una misma magnitud afanada en incluir al otro en nosotros. Es en esta geografía radicalmente humana donde este ensayo fija su atención. Y lo hace desde la plena conciencia de que este triunfo, cuando acontece, que no es siempre, vive en una permanente transitoriedad. O se renueva a cada instante, o se retrocede a cada momento. 


(·) El libro se puede adquirir clikeando aquí.



Artículos relacionados:
La capital del mundo es nosotros.
La bondad convierte el diálogo en un verdadero diálogo.
La trilogía "Existencias al unísono" en la editorial CulBuks.


martes, marzo 06, 2018

No todas las conductas valen lo mismo




Obra de Michele del Campo
Las líneas maestras para que la convivencia sea la casa natal en la que la existencia de cualquiera de nosotros pueda aspirar a una vida digna no se deben franquear, o su vulneración no se puede tolerar. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski cuenta que «si Dios no existe, todo está permitido». Al margen de la existencia o inexistencia de Dios, hay muchas cosas que no se pueden permitir, y muchas tantas que uno no debe permitirse. No es otra la finalidad prescriptiva del derecho, y también de la conducta ética cuando incluye a los demás en las deliberaciones y las decisiones que sin embargo poseen genealogía personal. Para una buena dirección del comportamiento me parece mucho más relevante esta segunda dimensión, porque la primera convertiría la vida humana en un imposible estado de permanente vigilancia inquisitorial. Si alguien menoscaba los principios mínimos para que puedan plegarse los máximos, no queda más remedio que recurrir a la sanción o a la restauración, aunque es innegable que lo ideal sería la autorregulación. No se puede dialogar con quien niega la igualdad jurídica de los ciudadanos, aplaude el homicidio, justifica la violencia como un medio lícito para instituir ideas o coronar fines, alienta la explotación y el sometimiento, o considera que en función del sexo, la raza, la nacionalidad o la religión unas personas poseen supremacía sobre otras. Dicho de otro modo. No se puede tolerar aquello que pone en jaque la vida que nos gustaría vivir a todos tras un escrutinio racional de lo que sería bueno vivir. Adela Cortina nos evita muchas discusiones bizantinas en torno a este tema. En Razón comunicativa y responsabilidad solidaria enumera lo que habría que poner en la primera línea de salida para establecer criterios de verificación de lo que debería cumplirse en la textura social: la satisfacción de las necesidades humanas, el cumplimiento de los derechos humanos, la eliminación del sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones humanas intrasubjetivas e intersubjetivas.

En el extenso arco de las conductas unas son más compatibles que otras para lograr estos objetivos. No estoy diciendo nada extraordinario porque toda la anhelada educación en valores parte de esta premisa. En el luminoso Invitación a la ética, Savater escribe que «la ética significa búsqueda de la mejor manera posible de vivir, búsqueda de la mejor vida posible, pero vida humana, es decir, compartida». Esta búsqueda nos obliga a discriminar, a juzgar, a deliberar, a pensar, a inteligir, a discernir, a valorar, a elegir. No es lo mismo relacionarse con el otro como si fuera un objeto en vez de como si fuera un equivalente dotado de la misma dignidad que solicito para mí. No es lo mismo contestar con antipática sequedad a quien discrepa que tratarlo amistosamente a pesar de no coincidir en la visión del orden de las cosas. No es lo mismo responder con una agresión física que con un crítica argumentada cuando alguien nos lleva la contraria. No es lo mismo ser un querulante que un conciliador. No es lo mismo ser equitativo que déspota. No es lo mismo acceder al espacio interpersonal con vocación colaboradora y pensar también en los intereses de los otros que adentrarse allí con apetito competitivo y solo pensar en la satisfacción de lo propio a costa de que los demás no puedan satisfacer nada de lo suyo. No es lo mismo rapiñar lo común que protegerlo para beneficio de la colectividad de la que también uno forma parte. No es lo mismo ser negligente que ser diligente. No es lo mismo ser un desalmado que hospedar sentimientos de apertura (por proseguir con la nomenclatura que empleo en La razón también tiene sentimientos -ver-). No es lo mismo ser empático que contraempático. Nunca nada se equivale. Si no fuera posible ponderar los comportamientos, no habría espacio para la deliberación ni las evaluaciones éticas. Deslindar estos territorios parece una labor que demanda años de estudio e investigación, pero la experiencia del obrar coadyuva más a discernir cuestiones éticas que cualquier tratado del comportamiento humano. 

Es muy fácil detectar qué conductas benefician y qué conductas perjudican la vida en común. Basta con ver cuáles esgrimimos en las interacciones con aquellos que nos quieren y también queremos, y cuáles ni se nos pasa por la cabeza emplear en este escenario presidido por el cuidado, la atención y el afecto. En su último libro, El bosque pedagógico, José Antonio Marina apela al carácter evolutivo de las culturas para comprender mejor estas experiencias humanas y la deseabilidad de unas conductas y unos sentimientos sobre otros. «Todas las sociedades se han enfrentado a los mismos problemas en su intento de alcanzar la felicidad objetiva, la organización justa que facilite a todo el mundo el acceso a su felicidad subjetiva». El autor cifra en nueve los problemas sobre los que hemos reflexionado para acceder a recursos que nos permitan aspirar a la felicidad personal: el valor de la vida propia y ajena; la relación del individuo y la tribu: la gestión política; la producción y distribución de bienes; la resolución de conflictos; la sexualidad, la familia y la procreación; el trato con los débiles, enfermos y ancianos; el trato con los extranjeros; el trato con los dioses y el más allá. Me atrevo a decir que tolerable es toda conducta que tributa valor a la vida y la eleva a acontecimiento significativo en el rastreo de soluciones a estos problemas, e intolerable es aquella que hostiga o directamente usurpa el insuprimible valor de la dignidad a cualquiera de nuestros pares que lo posee por el hecho de existir. Los treinta artículos de los Derechos Humanos pueden erigirse en adecuada guía para elegir bien la orientación de nuestro comportamiento. Todo lo que cabe en ellos o los amplía para fortalecer la tarea de ser un ser humano es tolerable, toda conducta que los rasga es intolerable. Y lo intolerable no se debe tolerar. Es decir, dulcificando la expresión, tolerancia cero a aquella conducta que incumple los mínimos e impide así que los demás puedan aspirar a los máximos.



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