martes, diciembre 19, 2023

La polarización: o conmigo o contra mí

Obra de Christophe Hohler

La polarización política consiste en la existencia de dos polos diametralmente opuestos, cada uno de los cuales se considera en posesión de la opinión correcta en torno a un tema en disputa y cataloga como disparatada la de su opositor.  La disyunción es categórica y los aspectos de convergencia no existen puesto que entre los extremos no se levanta ningún campo de intersección. Al volatizarse cualquier aspecto común no hay posibilidad para la negociación y el acuerdo. Es una imprudente degradación de la calidad de la democracia. Los agentes políticos compiten por el voto y esa competición ininterrumpida les obliga a hiperbolizar sus diferencias y a teatralizar descarnadamente sus desprecios, incluso en menoscabo de una convivencia democrática con la que sus cargos contraen una elevadísimada responsabilidad. Aunque creamos que esta polarización solo afecta a la arena política, su tribalismo discursivo permea subsiguientemente en la manera de procesar la información y formar la opinión de la ciudadanía. Cada vez es más usual detectar en las personas gigantescas devaluaciones retrospectivas. La devaluación retrospectiva es un sesgo consistente en aprobar o desaprobar una idea en función de quién la disemina.  Un argumento que considerábamos encomiable deviene despreciable al enterarnos de que proviene de una persona o grupo con el que no compartimos ni simpatía política ni afinidades electivas. Y al revés, una ocurrencia que nos parecía errática la releemos como perspicua al advertir que la postula alguien de nuestro signo político. Resulta irrelevante el contenido de la idea, lo cardinal es quién la trae a colación y la defiende. Juzgamos en función de la ideología, no a través de una evaluación deliberativa.  Los que azuzan la polarización como estrategia electoral lo saben muy bien.

La polarización perpetúa el sistema de creencias de tal modo que es sencillo imaginar lo que pensará una persona con una creencia concreta con respeto a otra creencia sin relación argumentativa alguna. La polarización alista en las filas de unas ideas que jamás permitirán la más mínima concesión a las ideas provenientes del bando contrario. Esta dicotomización de la realidad imanta las posturas hacia una rigidez que insurge contra el pluralismo, el cambio, la ambivalencia, los clarosocuros deliberativos, la variedad de ideas, el poder transformador de los argumentos, la capacidad del conocimiento de falsarse a sí mismo, la admisión de opiniones nuevas y diferentes que mejoran a las que se albergaban. Dicho de otro modo, la polarización contradice lo que quienquiera puede verificar en su vida y en la de las personas con las que se relacione. A veces se habla de radicalización entendida como polarización y no como un ir a la raíz de las cosas. Aunque parezca contraintuitivo, en esta segunda acepción la agenda política cada vez está menos radicalizada, porque en vez de acudir a la genealogía de los asuntos se complace en construir eslóganes superficiales, descontextualizados y polarizantes. Quienes los enarbolan saben que ir al tuétano de los asuntos conllevaría la deserción de esos votantes que se movilizan con soflamas viscerales y propenden al bostezo y la desafección cuando se les presentan argumentos detallados. Los mensajes emocionales no aportan nada al pensamiento crítico, pero son perfectos para reforzar las ideas preconcebidas y activar los sesgos de confirmación de quienes en vez de como ciudadanía actúan como miembros de un club de fans.

En el esclarecedor ensayo Pensar la polarización, el profesor Gonzalo Velasco Arias sostiene que «la mediación digital ha modificado la forma de relacionarnos con el conocimiento y con nuestra identidad». Su tesis es que la polarización se nutre no de la incapacidad epistémica de las personas, sino de las estructuras en las que se comparte la información y la interacción con esa misma información. Las redes sociales son lugares que facilitan la expresión emocional, pero no la cavilación reposada y tranquila que requiere el conocimiento y la mirada analítica. En el ágora pantallizado no anida el saber experto, sino el de quienes ignoran el tamaño de su ignorancia, lo que les hace sobreestimar su conocimiento y atreverse a participar activamente con comentarios simplistas cargados de animosidad. De este modo las redes se pueblan de las opiniones de agentes epistémicos que adolecen de falta de saberes contrastados (efecto Dunning-Kruger). Pero es que incluso quien posee saber experto y se embarca en redes se ve obligado por la estructura de la intermediación digital a exponerlo de una manera que lo devalúa. Es fácil volverse un hooligan en la cosmópolis digital porque la mayoría de la información y la opinión es acelerada, sucinta y superficial, aunque verse sobre temas profundos, sofisticados y de lenta deliberación. Son reductos ideales para a través de un lenguaje moral y beligerante inducir emociones animosas e inculcar sentimientos de aversión al otro. La ausencia de evaluación crítica, el enojo y una manera sencilla de responder reactivamente con la misma beligerancia recibida pivotan estos lugares en donde el diálogo se antoja una entelequia. Todo se reduce a aceptar o rechazar ideas. Nunca a matizarlas, pormenorizarlas, contemplarlas desde otras perspectivas. O sea, pensarlas.

 
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martes, diciembre 12, 2023

La empatía comete muchos errores

Obra de James Coates

Desde hace relativamente poco tiempo el término empatía ha cobrado un poderoso uso cotidiano. Su irrupción en el lenguaje coloquial  ha sustituido a otros términos que ante su fulminante aparición han padecido el menoscabo y el desprestigio. Un ejemplo. A las personas nos encanta que empaticen con nosotras, pero nos enoja y hasta podemos proferir un insulto súbito si alguien comete la procacidad de compadecernos. La empatía porta una aureola de éxito y de solución a la mayoría de los problemas humanos de sorprendente aceptación social. Parece que es el culmen de la humanidad y que la vida compartida con el resto de existencias sería más acogedora y más prósperamente amable si hubiera una mayor presencia de empatía en el interior de nuestros corazones. Esta visión bucólica se desvanece cuando se constata que es factible poseer mucha empatía y ser muy poco empático. Las narrativas estándares de la empatía propugnan que disponer de ella nos hace visionar la realidad desde la posición de la persona prójima, pero columbrar el mundo desde allí no involucra necesariamente otras acciones. Se puede disponer de abundante empatía y utilizarla aviesamente, o quedar congelado en la irresolución. Erróneamente llaman empatía al sentimiento de la compasión.

Hace un par de años el profesor de psicología Paul Bloom escribió un ensayo muy controvertido en que argumentaba que la empatía más que una solución era un problema. Se titulaba Contra la empatía. Le llovieron tantas críticas que tuvo que matizar que no estaba en contra de la empatía, sino en contra de la mala aplicación de la empatía. Sin embargo, la empatía alberga unas particularidades que hacen que sea muy fácil aplicarla mal y que otros se aprovechen maquiavélicamente de ello. Su inadecuación se puede compendiar en que la empatía es parcial, sesga, elige fáciles atajos heurísticos, es extremadamente obtusa en el cálculo aritmético, realiza inferencias absurdas, se embota ante los aludes informativos, se lleva rematadamente mal con la abstracción, es inoperante ante lo que sucede en la lejanía. Paul Bloom sintetiza esta deficiencias en que «la empatía funciona como un reflector que se enfoca en el aquí y ahora». Sabiendo que ese aquí y ahora está intermediado por la demagogia cognitiva (término acuñado por Gerald Brommer para referirse a argumentos aparentemente intuitivos pero capciosos), la empatía es presa fácil de los neopopulismos y de las arengas que propenden a inflamar los sentimientos más viscerales. Es muy sencillo azuzar el odio en una persona empática que escuche una idea inundada de demagogia cognitiva. Instrumentalizar partidistamente la empatía es una operación tan ramplona como efectiva. Este es uno de los motivos para escribir una crítica de la razón empática.

A diferencia de las operaciones deliberativas, la disposición empática se desactiva en el instante en que se ve obligada a trabar relación con el mundo del pensamiento y la abstracción. Toda idea, aseveración o información abstracta está aligerada de información sensorial, lo que oblitera la emergencia de la empatía y propende a la abulia o al bostezo. He aquí la explicación de por qué podemos conmovernos e indignarnos si vemos llorar a una persona que ha sido tratada mal, pero podemos seguir comiendo sin inmutarnos mientras en el informativo de las tres escuchamos que en algún beligerante rincón del planeta han matado a veinte mil personas que no vemos por ninguna parte. El conocimiento popular recoge esta posibilidad sentimental en el célebre «ojos que no ven corazón que no siente». Como la empatía es sierva de lo ocular, nos zarandea lo particular y tangible, aunque lo que sabemos pero no vemos apenas nos turba por muy horripilante que sea.  La empatía se activa ante lo que se ve, pero el alrededor que vemos es una insignificancia ridícula en comparación con la vastedad de lo que no vemos. En ocasiones nos movilizamos para cambiar aquello que nos duele aunque la titularidad de ese dolor no sea nuestra e incluso no lo veamos con nuestros ojos. Para explicar este hecho algunos autores distinguen entre empatía emocional y empatía cognitiva. La primera sería la que nos hace ponernos en el lugar del otro. La segunda es la simpatheia griega o compasión latina. No solo nos hace ponernos en el lugar de un otro injustamente dañado por las circunstancias, sino que lo acompañamos para amortiguar su dolor, y si ese dolor posee raíces sociales, intentamos cambiarlas para eliminar el sufrimiento que provocan. La compasión es la piedra angular de la justicia. La empatía puede apadrinar situaciones tremendamente injustas. 

 

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martes, diciembre 05, 2023

Conócete a ti mismo para poder salir de ti

Obra de Ali Cavanaugh

Vivimos tiempos en los que se ensalza la vivencia, pero se desvitaliza la convivencia. Prolifera un agotador énfasis en vindicar ser uno mismo, y mucha desatención cívica y política en proclamar ser con los demás. Sócrates exhortaba al célebre «conócete a ti mismo», que es la vía de acceso para comenzar a discernir que el ser que somos está inervado de seres que no somos nosotros, descubrimiento que abre la puerta a la racionalidad ética. Sabernos existencias al unísono es la resultante de la deliberación íntima y de la conversación pública destinada a comprender mejor nuestra inscripción en un mundo devenido tupidísima malla de personas como la nuestra. En el prólogo a su ensayo La nueva intolerancia religiosa (aunque sirve para entender otros órdenes vitales), Martha Nussbaum da en el clavo: «Todo autoconocimiento digno de llamarse así nos hace ver que todas las demás personas son tan reales como nosotros mismos, y que en la vida de uno no es sólo la propia persona lo que importa: lo importante de verdad es que ésta acepte el hecho de que comparte un mundo con otra, y que emprenda acciones encaminadas a lograr el bien de otras personas». Unas líneas después la filósofa estadounidense remata: «Conócete a ti mismo para que puedas salir de ti, servir a la justicia y fomentar la paz». 

Ser uno mismo (o una) no necesariamente involucra epistemología de la mismidad en que estamos constituidos, a veces incluso son dos polos que colisionan. Quien se conoce conoce a los demás, esto es, sabe que limita con los demás, discernimiento que origina unos límites en su comportamiento que quienes abogan por la liberalización de ser ellos mismos propenden a minusvalorar. Redactado con economía de mensaje digital: Conócete a ti mismo pone límites, ser tú mismo los borra. Resulta ahíto escuchar esa pastoral del neoliberalismo sentimental en que se recalca que tenemos que ser nosotros mismos, cuando en numerosos casos lo más sensato sería dejar de serlo. En más de una ocasión he enmudecido ante personas cuyo comportamiento reprobable merecía una inmediata filípica: «por favor, deja ya de ser tú mismo». El promocionado y publicitado ser tú mismo no es garantía de nada, pero sobre todo no confiere a nadie ni buen comportamiento ni lo aprovisiona de sentimientos buenos para pavimentar el espacio común. Al contrario. Una persona puede ser muy ella misma y esa destilación le haga conducirse con las personas prójimas de una manera despojada de consideración. La mismidad ensalzada en criterio de evaluación puede convertir fácilmente en cosidad a los demás.

Hace unos años Manolo García publicó su cancionero ilustrado en un libro de título ingenioso, Vacaciones de mí mismo. Eso es lo que deberíamos sugerirle a algunas personas afanadas con un denuedo desmedido en sacar al exterior a ese ser quintaesenciado de su propia mismidad: «Por favor, tómate inmediatamente unas vacaciones de ti mismo». Con la determinación que da sabernos portadores de un valor irreal llamado dignidad, pero que funcionalmente mejora nuestra conducta con las personas en el mundo real, podemos formular un renovado imperativo categórico: «Obra de acuerdo no al ser que eres cuando eres tú mismo, sino de acuerdo a la dignidad de la que eres acreedor por ser una persona». Si sacar lustro a ser tú mismo autoriza una temible carta blanca, obrar en consonancia con la dignidad establece deberes con uno mismo y con los demás. La siempre lúcida y de prosa bondadosa Irene Vallejo escribía en uno de sus últimos artículos que «quizás convivir exija atrevernos a descubrir un territorio nuevo: el rostro de quienes no somos nosotros». Es una invitación ética que nos mejora mientras mejoramos el mundo. Y a la inversa. Mejora el mundo mientras nos mejoramos. He aquí un magnífico círculo virtuoso.


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