Vivimos en la econonomía de la
atención. Millones y millones de estímulos rivalizan encarnizadamente por
atrapar nuestra atención, el recurso más valioso en una sociedad de consumo que
ha hecho de la venta de un bien o un servicio el principio rector de la vida. Parece
que hemos venido a este mundo a vender o a comprar algo, y todo lo demás que se
adosa a la experiencia de existir es una mera nota a pie de página. La ubicua pulsión
de vender para extraer un beneficio necesita la inexorable participación de
nuestra atención para conocer la existencia de lo que nos ofertan, evaluarlo, compararlo,
aceptarlo o desdeñarlo. Esta dialéctica venta-compra nos asetea permanentemente
en un ecosistema que se sostiene si consumimos y genera desesperación social encarnada
en desempleo si impedimos que nuestro dinero circule con alegría ejecuntando macroscópicos
círculos concétricos. A mí me gusta decir que una persona es autónoma cuando
tiene la capacidad de colocar su atención donde quiere y no donde le sugiere
cualquier otro que no sea él. Con su lenguaje árido la jerga aulal denomina a
esta circunstancia el foco de control. Cuando nuestra atención nos desobedece y
se posa allí donde son otros los que
dictan ese mandato entonces nos convertirmos en personas subordinadas. Sujetos
que perdemos autonomía. Son muchos los entes heterónomos que pastorean nuestra atención y hacen que se vuelva díscola a nuestras órdenes. Las circunstancias, el medio ambiente, las
personas de algunos círculos de convivencia, las estrategias de
marketing, los
silentes discursos del inconsciente colectivo, el mercado y su permanente afan por transfigurar deseos en necesidades, los relatos publicitarios, el comportamiento de los demás que señalan unos valores para la cotización social y deprecian otros, el ejemplo de los líderes, la información que seleccionan los recipientes mediáticos. Todo confabulando para que nuestra atención no sea nuestra.
Despojada de su misticismo y de
su abstracción, la felicidad comparece cuando la realidad coopera con nuestros intereses,
sí, pero sobre todo cuando construimos intereses verosímiles que mantengan simetría
con nuestras capacidades para que permitan al menos en teoría su conquista. Para una tarea
tan compleja y muchas veces arbitraria necesitamos el monopolio de nuestra atención
y la voluntad férrea de no permitir la entrada a nada que nos la desestabilice
con comparaciones nocivas, expectativas desemesuradamente ilógicas y absurdas, con la exacerbación
de deseos tremendamente exigentes, con quimeras que nos desnorten y nos borren la referencia de nuestro grupo de iguales, con narrativas sociales que espolvoreadas de un modo aparantemente inocuo asignan a lo venal
atributos de felicidad y se los despojan a las cosas sencillas y gratuitas. Encontramos
aquí una nueva paradoja. El sistema de consumo necesita hurtarnos la atención y
polucionárnosla con relatos que procuren su perpetuación, pero al hacerlo
perdemos autonomía. Dicho de otro modo. Para ser felices nos conviene ser inteligentemente
autónomos, pero no para mantener en equilibrio la organización social que hemos
urdido en torno al mercadeo de bienes y servicios. Otra tensión más que añadir
a la colección.