miércoles, mayo 13, 2015

Cambiar de opinión, ¿herejía o lucidez?



Sol de la mañana, 1952. Edward Hoper (1882-1967)
Hace unos días me enviaron un texto de Humberto Maturana. El biólogo del conocer y el amar solicitaba que el derecho a cambiar de opinión se incluyera en el repertorio de los Derechos Humanos. Una de las mayores imputaciones de la que puede ser acusado cualquiera de nosotros es de que «cambiamos de opinión». Lo contemplamos descarnadamente estos días de reclamos electorales. A mí me asombra comprobar cómo se abomina de todo aquel que ha mutado su cosmovisión y ahora ya no enarbola una idéntica a la que le identificaba hace treinta o cuarenta años. Se alaba el estatismo mental, se execra su ductilidad. ¿Es bueno  o malo cambiar de opinión? No contesten todavía. Se trata de una pregunta tramposa que no despeja ningún interrogante. Ocurre lo mismo con la disyunción que acompaña al título de este texto, un señuelo para captar la atención pero que deviene en huero si no se pormenoriza. Cambiar de opinión es plausible si la opinión es argumentativamente pobre y está mal confeccionada como sanciona aquella a la que ahora nos mudamos. Es un desacierto si abandonamos un argumento bien avalado porque alguien nos ha abducido emocionalmente, nos ha manipulado, nos ha persuadido a pesar de que su argumento era más endeble, nos ha engolosinado con falacias que no fuimos capaces de desenmascarar. Aquí podemos definir en qué estriba cambiar de opinión en su proyección positiva. Cambiar de opinión consiste en alistarse al lado de una evidencia que es mejor que la evidencia que uno defendía antes de conocer la nueva. Así se impide la peligrosa momificación del pensamiento. Esta adhesión no denota ausencia de personalidad, denota inteligencia. Otra cosa bien distinta es que nuestros deseos inmediatos tengan potestad sobre nuestros deseos pensados y convirtamos nuestra conducta en pura compulsión, siempre al albur de las apetencias del instante, siempre festejando disonancias y acuchillando compromisos, siempre impredecible. No. No me refiero a eso. 

La opinión nace del poder transformador de la interacción. Realmente cualquier proyecto de la índole que sea es una construcción interactiva. Nuestra opinión mantiene relaciones promiscuas con otras opiniones tanto en contextos de consenso como de disenso, degusta o contrasta al otro, convive con una pluralidad de ángulos de observación al confluir con otras alteridades, nuestro cerebro es un órgano plástico ideado para la variabilidad y la flexibilidad, y de todo este magma operando en red surge una opinión inédita, renovada o una opinión apuntalada. Para que la mutación en sus dos vertientes (o incubación de una opinión novedosa o cimentar la que ya se posee) sea posible, es indefectible la aceptación de ciertos requisitos protocolarios: predisposición al cambio, mantener bien tonificada la capacidad de inferir, no padecer déficits de nutrición argumentativa, aceptar una estratificación de argumentos, reconocer autoridades en la materia sobre la que se delibera, asentir que el estudio y la investigación de un tema otorgan prevalencia, no sentir lastimada nuestra autoestima porque alguien refute nuestra opinión, discernir entre el derecho a opinar y el contenido de nuestra opinión (que puede ser patibularia por mucho que el derecho a expresarla sea inalienable). Toda esta panoplia que ha de prologar la fundamentación de la opinión es estéril si no agregamos algo tremendamente doloroso, pero que transparenta honestidad y decencia intelectual. La construcción de la mayoría de nuestros juicios se sostiene sobre deducciones de escasa o nula solidez, sobre irracionalidades validadas alegremente por nuestro pensamiento perezoso y gregario, que sin embargo las necesita para sentirse cómodo y seguro. No sabemos nada de lo muchísimo que no sabemos, pero es que sabemos muy poco de lo que creemos saber algo. Las dos palabras que más veces deberíamos depositar en nuestros labios son «no sé». A partir de ahí empecemos a inferir.