Obra de Harding Meyer |
En el muy recomendable y humanista ensayo Inteligencia
relacional y negociación, sus autores, Jaime García y Carlos
Sanhueza de la universidad Adolfo Ibañez de Santiago de Chile, sí explican y además muy
diáfanamente los tipos de afirmaciones que podemos esgrimir. Esta clasificación es primordial para manejarnos correctamente en los diferentes estadios comunicativos. Todos los idiomas disponen de cuatro distinciones lingüísticas que determinan profundamente el contenido de la conversación y la predisposición de sus participantes: afirmaciones,
juicios, declaraciones y promesas. Me ceñiré a las dos primeras distinciones. Mi tesis es que un elevado porcentaje de conflictos erupciona primero y se
cronifica después debido al extravío sentimental que fomenta este desconocimiento del lenguaje. No es lo mismo una afirmación que un juicio
deliberativo. Cuando los litigantes se obcecan en reclamar la razón («yo
tengo razón») y denegársela a su interlocutor («tú no tienes razón»), cometen la torpeza de
reivindicar un imposible en el campo de la deliberación. Las afirmaciones
pueden ser verdaderas o falsas, y se pueden verificar, pero los juicios
deliberativos pueden ser de muchas maneras y escapan a su demostración empírica. Por eso
son deliberativos y no demostrativos. Los juicios deliberativos no se pueden demostrar con el rigor que solicita la ciencia, pero sí argumentar. Aristóteles definía la deliberación como
todo aquello que puede ser de otras muchas maneras. Si no pudiera ser así, no tendría sentido «deliberar». En su Tratado de argumentación Perelman tampoco deja lugar a la duda.
A pesar de lo sustancioso de esta diferencia, no suele tenerse en cuenta ni en el lenguaje profano ni en gremios que se dedican profesionalmente al análisis de las cosas.Yo trabajé en prensa escrita durante diez años y comprobé cómo muchos periodistas y columnistas tendían a confundir afirmaciones demostrativas con juicios deliberativos, o los mezclaban formando misceláneas incendiarias. En mis clases subrayo mucho esta distinción que considero cardinal para entender por qué dos verdades antagónicas pueden convivir en un mismo enunciado deliberativo sin que provoquen ninguna contradicción. La aporía sí tendría sentido en una afirmación, porque si una afirmación demostrativa es cierta, es imposible que su contraria también lo sea. Pero no estamos en el mundo demostrativo, sino en el deliberativo, y al no distinguirlos nos cuesta mucho aceptar que los enunciados contradictorios broten en las conversaciones sin que haya contradicción en ellos. Ese es el motivo de que en la deliberación si uno aspira a que su argumento sea aceptado por su interlocutor, simultáneamente ha de asumir que también pueda ser refutado por otro argumento, sin que ninguno de los dos devenga ilógico.
Nos hallamos en el epicentro de la mayoría de los conflictos y en la quintaesencia de la cultura del acuerdo. Si esta premisa se vulnera, es imposible concertar nada. Existe un muy ameno libro de Xavier Amador titulado de un modo imbatible: Yo tengo razón, tú no, ¿y ahora qué? En un conflicto no se trata de dilucidar quién tiene razón, porque en el territorio de la deliberación ambas partes la poseen. Se trata de encontrar una intersección para que los argumentos de los protagonistas den con una evidencia mejor que les permita convivir en el espacio y los propósitos en los que ambos se necesitan mutuamente. Eso sólo se alcanza con el diálogo como estructura de la razón comunicativa, con la argumentación como competencia y con una predisposición ética que Aristótes bautizó como «amistad cívica». Como estos tres aspectos no pueden concurrir aisladamente, los conflictos que no se solucionan siempre empiezan guillotinando uno de ellos. La defunción de los dos restantes es cuestión de esperar unos minutos.
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Diálogo, la palabra que circula.
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