Obra de Malcolm Liepke |
Del mismo modo que no podemos detener los latidos de nuestro
corazón por mucho denuedo que pongamos en la tarea (salvo que nos suicidemos), tampoco podemos levantar un dique de separación entre el caudal de cosas que nos ocurren y el caudal de cosas que hacemos. Da igual si suministramos grandes cantidades o cantidades ínfimas de esfuerzo para evitarlo, las relaciones promiscuas que mantienen lo involuntario que acontece y lo deliberado que tratamos de que
ocurra seguirán dando forma al contorno de nuestra vida. Releyendo esta mañana el ensayo Las
experiencias del deseo de Jesús Ferrero, me topo con la explicación de la
palabra pathos. El autor comenta que uno de los significados adscritos a este término
en la antigua Grecia era «el que hacía referencia a lo que le ocurre a uno, a
veces sin buscarlo, y que estaría relacionado con el accidente, con lo
inesperado para el sujeto y que rompe la línea de lo previsible». La abundante aparición de elementos imprevistos e indeliberados en el decurso de una vida es el motivo por el que yo suelo señalar
que no somos los únicos autores de nuestra biografía. Nuestra egolatría se revuelve
ante esta constatación que rebaja nuestra soberanía, que nos hace
tomar conciencia de que hemos cofirmado con otros el relato en el que se
va redactando nuestra existencia. No somos los únicos autores de nuestra biografía,
somos coautores, aunque el individualismo contemporáneo insista con tono inquisitivo que haciendo
acopio de méritos alcanzaremos unilateralmente lo que nos propongamos, y soslayaremos con éxito aquello que obstruya esta tarea.
La gramática de vivir consiste
en aceptar con estoicismo tres presupuestos constitutivos del ser que se despliega en la inmediatez permanentemente inaugural del aquí y ahora. El primero
de los presupuestos radica en los hechos que se solidifican en nuestro quehacer
cotidiano tras el ejercicio de nuestra autodeterminación. Se trata de un
itinerario que se inicia en la deliberación, surca la decisión y desemboca en la acción. El segundo
presupuesto, que afecta al acontecimiento de la persona que estamos siendo en la plenitud de cada instante, se
tipifica en las decisiones que adoptan los demás en una práctica de su autonomía análoga a la
nuestra, pero que, al ser todos existencias al unísono, impactan
en nuestro pequeño mundo sin que podamos soslayar ni la colisión
ni sus efectos salutíferos o malévolos. Y por último, el tercer vector, el
más desconsiderado pero quizá el más sustancial de todos: la radiación azarosa
de la vida que se abraza a nuestra cotidianidad con sus combinaciones imprevisibles. Mi frase favorita, y que repito muy a menudo en las clases y
en las ponencias, hace alusión a esta aleatoriedad que nos envuelve en su
placenta macroscópica: «Si quieres que Dios se parta de la risa, cuéntale tus
planes». Esta esencia arbitraria nos
transporta a territorios que la capacidad predictora de nuestro siempre
vaticinador cerebro no había contemplado. Prorrumpe el asombro, la perplejidad, la
sorpresa, la corroboración de que lo inesperado se presenta cuando
menos te lo esperas. Nos cuesta
aceptarlo, pero casi todo lo que ahora posee centralidad en nuestra vida no es sino
el resultado de una detonación del azar. Ocurrió como perfectamente pudo no
ocurrir. O no ocurrió como perfectamente pudo llegar a ocurrir.
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