Claustro, obra de Carlos Cárdenas |
Definamos qué son los valores para saber de qué estamos
hablando. Los valores son un conjunto de criterios para aproximarnos al
comportamiento ideal entendido como lo más idóneo para una convivencia buena.
Evaluamos y juzgamos todo lo que nos circunda y lo apostamos en categorías que
van desde lo admirable a lo despreciable. Este hecho hace que admirar sea
elegir y elegir sea tomar decisiones (esta es la idea que defenderé este sábado
en mi conferencia en la Universidad de Barcelona). El valor así tipificado
sería un valor como instrumento o forma de conducta. Además de estos valores
instrumentales, en el repertorio humano figuran los valores de competencia o
personales, que son aquellos que guardan relevancia para cada uno de nosotros
según la configuración de nuestra autorrealización. Para evitar largos meandros
conceptuales, considero una convivencia buena aquella que anhela un mínimo
común denominador de justicia y permite que cada cual luego aspire a rellenar
su idea de felicidad según el contenido de sus preferencias y
contrapreferencias.
Como no somos sujetos insulares ni atomizados, guiamos nuestro comportamiento en relación a una ficción gestada desde la capacidad de valorar cuál es la conducta más deseable para armonizarnos en el organismo social. Esta capacidad de vehicularnos por lo imaginado es portentosa. Es la idea que documenta Yuval Noah Harari en su aplaudido y leído ensayo Sapiens. De animales a dioses: «Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que sólo existen en la imaginación de la gente». Unas líneas después, agrega: «No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, no hay derechos humanos, ni leyes, ni justicia, fuera de la imaginación común de los seres humanos». Así es. Lo ficcionado se hace real cuando nuestra conducta se rige por lo imaginado. Resulta contraintuitivo, pero las ficciones que crea nuestra inteligencia nos mejoran en la realidad.
Como no somos sujetos insulares ni atomizados, guiamos nuestro comportamiento en relación a una ficción gestada desde la capacidad de valorar cuál es la conducta más deseable para armonizarnos en el organismo social. Esta capacidad de vehicularnos por lo imaginado es portentosa. Es la idea que documenta Yuval Noah Harari en su aplaudido y leído ensayo Sapiens. De animales a dioses: «Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que sólo existen en la imaginación de la gente». Unas líneas después, agrega: «No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, no hay derechos humanos, ni leyes, ni justicia, fuera de la imaginación común de los seres humanos». Así es. Lo ficcionado se hace real cuando nuestra conducta se rige por lo imaginado. Resulta contraintuitivo, pero las ficciones que crea nuestra inteligencia nos mejoran en la realidad.
Si un valor es una ficción ética
que nos señala la conducta deseable, erramos al hablar de crisis de
valores. Mi tesis es sencilla. No conozco ningún
establecimiento educativo en el que no se enseñen valores plausibles, no conozco
ningún libro académicamente serio en el que no se alabe la conducta encomiable, no conozco ni un solo discurso de ningún mandatario
ni de ningún líder social que atente contra los valores idealizados para la
edificación compartida de un mundo justo. En todos mis encuentros y en la presentación de mis libros, yo todavía no me he encontrado a
níngún asistente que afirme públicamente que la dignidad humana es una necedad que
merece ser finiquitada del imaginario. Aún no me he topado con nadie que desee
que en su vida o en la vida de sus seres queridos no se cumplan los Derechos
Humanos. Esta es la auténtica crisis. Los valores que consideramos
nucleares para el nacimiento de interacciones sociales sanas y emancipadoras
viven escindidos de los valores que vertebran descomplejadamente el mundo en el
que se despliega la experiencia humana. Hay una desarticulación notable entre lo que
consideramos valioso y los mecanismos que el mundo en el que habitamos elige
para fagocitar nuestra vida en el aparato productivo. Lo que aspiramos
a disfrutar entusiasmadamente en el círculo empático es absolutamente fracturado
fuera de él, que es donde sin embargo transita un elevadísimo porcentaje del
tiempo de la vida, si es que la vida no es otra cosa que tiempo. No hay crisis de valores. Hay crisis de implementación de esos valores en la existencia de los animales humanos que somos.
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Un ejemplo vale más que mil palabras.
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