Obra de Silvio Porzionato |
En la
presentación de La penúltima bondad, le
escuché a Josep María Esquirol comentar que el verbo en el que se sustancia la
filosofía es pensar. Husserl escribió
la maravillosa afirmación de que «en el pensar todos somos principiantes».
Es una frase preciosa que además
ratifica mi defendida condición de diletante. Frente a muchos saberes
que
convierten a quienes los absorben, y demuestran acreditación oficial de
esa
absorción, en profesionales en tanto que los amerita a realizar una
profesión u oficio, en el pensar nadie alcanza la profesionalidad.
Pensar no es ni nunca podrá ser una profesión. Su cometido desborda
salvajemente esa función gremial. Pensar es la ininterrumpible
elaboración de ideas que dan inteligibilidad y forma a nuestro carácter,
nuestros hábitos, nuestra
personalidad, la geografía sentimental y cognitiva de nuestra vida. La
tarea siempre
inconclusa de pensar es la única que puede metabolizarse en aprendizaje
para la existencia a la que nos arrojaron el día en que fuimos
engendradros y meses más tarde nacidos. Pensar transmuta en acción
porque el ser humano está
siempre en actitud de elegir y de construir un sentido para su vida. La
vida no alberga un sentido intrínseco y nos corresponde a cada uno de
nosotros la responsabilidad de brindárselo tanto en su dimensión privada
(felicidad) como en su dimensión compartida (política). Todo lo demás
está muy bien para las industrias de la meritocracia, la inteligencia
productiva, la
competición por la corona de laurel de la empleabilidad, o por la
cotización social.
Pensar
es sentirnos concernidos y es por ello que deviene en tarea que no
termina nunca. Se piensa para seguir pensando. La propia condición de
infinitivo delata esta
cualidad. Todo verbo presentado en su forma infinitiva connota la
inexistencia
de un final. Pensar por tanto no tiene fin, y precisamente la
imposibilidad de
conclusión es lo que nos hace a todos principiantes y amateurs. En su
potente ensayo Filosofía inacabada, la admirable Marina Garcés comparte
una definición de filosofía que explica esta radical singularidad y a su vez esclarece el título de su obra: «Quizá el principal compromiso de la
filosofía, hoy, sea inacabar el mundo». Como infinitivo que es, pensar se
alza en actividad que no periclita jamás, y al no concluir inacaba todo lo que
empieza. Somos una especie no fijada porque podemos pensar,
que es precisamente lo que nos permite autodeterminarnos en un proceso en el que
no existe punto final. Por eso me llama
poderosamente la atención la frecuente incapacidad que vislumbro en las personas para
elaborar pensamiento destinado a dibujar otras formas de vivir y sentir. Han desalojado de su argumentario que pensar
es un infinitivo, al igual que vivir, y que, frente a la estandarización y los credos dogmáticos, son infinitas las
formas de pensarse e imaginarse ese vivir. Uno de los vectores políticos más
significativos de las últimas décadas es la colonización de la imaginación. Se
ha homogeneizado una idea de vida que ha convertido en anatema o en
marginal cualquier otra. Desde este prisma pensar es descolonizar la
imaginación.
Hace no mucho le leí al profesor Fernando Broncano que acaso el mayor
acto de disidencia es pensar en lo que podría ser. Pensar se yergue en la acción
más insurrecta que tenemos a nuestra disposición. Quien piensa, imagina;
quien imagina, ve alternativas; quien ve alternativas ensancha el
mundo; quien ensancha el mundo, piensa. Pensar entraña arrancar este proceso de
rotaciones sabiendo que ya nunca se va a detener.