Obra de Malcom Liepke |
A la hora de
la puesta en común del ejercicio, observé con sorpresa que los alumnos habían intentado convertir la expresión «sin
ti no soy nada» con otros enunciados que, lejos de ser
positivos, ofrecían angulares negativos o un tanto asépticos. Me llamó la
atención uno en particular. Alguien había intentado voltear la frase infiltrándose en otra que
aparentemente la mejoraba: «Contigo
me completo». Al leerlo en grupo, rápidamente una
alumna replicó que si ese enunciado fuera cierto, entonces sin el otro uno
habitaba en los imaginarios de la incompletud, lo que inclinaba a una dependencia afectiva mórbida. Acabábamos de desacralizar
el relato platónico de la otra mitad de la que una vez nos separaron los dioses. Yo les comenté que hace muchos años refuté
este dicho con un sencillo pero emancipador «contigo soy más». Parecen enunciados análogos, pero no lo son. En el primero la ausencia del ser que amamos nos jibariza hasta reducirnos a la nada, en el segundo su presencia nos multiplica como nos multiplica todo aquello que nos dona alegría. La alegría es decir sí a
la celebración de la vida, y ese sí suele salir de nosotros cuando nos
encontramos inmersos en situaciones que favorecen nuestros intereses. Pocas experiencias son tan multiplicadoras como compartir la vida con alguien que nos atrae y con
quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la
nuestra y la nuestra con la suya. Si el amor nos multiplica, esta singularidad es incompatible con el argumento que apunta que el amor hace daño. Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que
es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría,
o
cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar
de que
una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser
insondable por
la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más
integral de nuestro ser. El dolor que provoca la cancelación de una relación sigue siendo una de las vivencias por la que más lágrimas derramamos los seres humanos.
Entender que el amor es un huésped que entra hasta lo más
profundo de nosotros sin llamar, y puede irse sin despedir, no es fácil. Aceptar este reto micropolítico es
aceptar que podemos ser rechazados, que podemos sentir las cuchilladas del desamparo. El desamparo
duele tanto que muchas veces se intenta reconstruir la relación (he aquí uno de los momentos en los que se cita reactivamente este «sin ti no soy nada»), motivo por el cual se sabotean los tiempos que el duelo requiere para su solidificación. En este escenario es habitual limosnear haciendo concesiones y
capitulaciones que conllevan anulación y falta de un autorrespeto que en otro contexto sería intocable. Cuando una relación
concluye uno puede sufrir una de las experiencias más sufrientes en la agenda humana, tan dolorosa como la muerte de un ser querido. Los duelos por fallecimiento difieren de
los duelos por una relación finiquitada. En la primera situación no hay
expectativa de reconstrucción, en la segunda, puede que sí. Gracias a la discursividad el disenso que canceló la relación puede voltearse en consenso. La expectativa de
recuperar lo perdido impide que la herida cauterice. En sus ensayos de antropología del amor, Helen Fisher sugiere que para evitar caer ahí
se rompan temporalmente todos los vínculos con la persona amada. La herida no cicatrizará si un miembro del binomio amoroso cree que la relación admite
una segunda oportunidad, y la otra parte está convencida de
que no, o incluso ya habita en otro relato divergente, pero de vez en cuando alimenta esa expectativa con algún acto que es
releído por su expareja como señal de que todo puede volver a recomponerse. Si una persona
quiere a otra, y admite la irreversiblidad de la relación, uno de los grandes
actos de amor puestos a su disposición es intentar sortear cualquier gesto que sea interpretado como un signo de retorno por parte del otro, en un instante en que este otro se dedica a recolectar ansiosamente todos aquellos indicios que le permitan aferrarse a la esperanza. Otro gesto plausible consiste en que cuando nos digan que sin ti no soy nada, al margen de en qué momento de la relación nos lo digan, objetemos que, a pesar de lo halagador y lo acariciante que resulta para los oídos, no es cierto. Mucho mejor señalar que juntos nos multiplicamos.
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