El relato convencional suele insistir
en que el amor tarde o temprano nos hará daño. Cuando hablo de amor no me
refiero a su sentido primigenio, que lo vinculaba con el cuidado del otro, sino
al deseo de querer compartir la vida con alguien que nos atrae y con
quien nos sentimos tan dichosos que su felicidad coopera con la
nuestra y la nuestra con la suya. El deseo del amor convoca una pluralidad de sentimientos. Cuando ese deseo termina para una parte pero no para la
otra, la experiencia puede saturarse de dolor, tanto para el que se despide
como para el despedido. Conozco ingenuas personas renuentes a enamorarse (como si su
voluntad tuviera soberanía para algo así) porque coleccionan heridas de este
tipo que a pesar de lamerlas todos los días tardaron años en cauterizar. El
amor les resquebrajó por dentro y ahora prefieren mantenerse alejadas de cualquier
posibilidad de padecer de nuevo algo semejante. Yo les suelo mostrar mi asombro, porque esa decisión les hace perderse todo lo sublime que trae adjuntada la vivencia del amor recíproco. Entonces me espetan que si a mí el amor nunca me ha hecho daño. «No, jamás».
El desamor me ha producido
politraumatismos en el alma varias veces en mi vida, pero la comparecencia del
amor siempre me ha plenificado. La socióloga, y experta en analizar la vicisitudes de Cupido, Eva Illouz, tituló uno de sus
colosales estudios con el atractivo interrogante Por qué nos duele el amor. Es un título muy llamativo, pero erróneo.
Los dramas y el dolor no emergen por el amor, sino por el desamor, que
es aquella situación en la que uno no es correspondido como le gustaría, o
cuando dos personas que se han querido toman caminos diferentes a pesar de que
una de ellas querría que no fuese así. Ahí el sufrimiento puede ser insondable por
la muy humana razón de que el amor teje sólidos vínculos con lo más integral del
ser que somos. Resulta paradójico que las relaciones cada vez se banalicen más,
pero el dolor que provoca su defenestración siga siendo uno de los motivos por el que más lágrimas derramamos los seres humanos. Recomiendo los ensayos de la
antropóloga Helen Fisher para pasmarse viendo qué ocurre en el cerebro de una
persona despechada.
La Junta de
Andalucía acaba de lanzar un programa llamado El
amor no duele. Trata de demostrar la desconexión entre el amor y el
dolor que emana de relaciones presididas por cualquier cosa menos por el amor. Recuerdo
un libro de aforismos en el que le leí a Erich Fromm que muchos aspectos que
creemos intrínsecos de las relaciones sexuales no tienen nada que ver con el
sexo. Esta misma regla se puede aplicar al amor. Muchos vectores que vinculamos
con el amor no tienen nada que ver con el amor. El programa El amor no duele rotula cuatro grandes
puntos para desmitificar el relato amoroso y desconectarlo de tópicos muy
venenosos. Cuando una relación está a punto de perecer, el
despechado intenta persuadir a la otra parte declamando hipérboles que no son
ciertas, como por ejemplo «sin ti no soy nada». Es muy fácil refutarla. Yo lo
hice hace diez años en un ensayo dedicado a desmontar frases hechas instaladas
acríticamente en el argumentario social. Frente a la explicación chantajista de
que «sin ti no soy nada», sería mucho más honesto aceptar que «contigo soy más»
(desde hace años es mi estado de wassap). Parece lo mismo, pero
son enunciados antagónicos.
Otro mito que derrumba el programa
es la vinculación de los celos con la hipertrofia del amor. Existe la peligrosa
creencia de que cuanto más celoso es alguien más enamorado está. Los celos son
el miedo a que nos desposean de aquello que posee valor para nosotros, y en el
orbe amoroso es el miedo a que el afecto que nos dispensa nuestra pareja vire
hacia otra persona. Los celos no transparentan amor, sino las tremendas dudas
sobre él. El tercer mito del programa es
ese que anuncia que «el amor todo lo puede», muchas veces pretextado para
guillotinar el autorrespeto que toda persona se debe a sí misma. De nuevo su
refutación es sencilla. El amor no es un sentimiento, es un deseo que activa
muchos sentimientos en el marco de un profundo sistema de motivaciones. Ese
deseo se puede desvanecer si encuentra dificultades severas, o uno de los
miembros advierte que su pareja no hace nada por soslayarlas. El último mito,
fantástico para justificar barbaridades, es que «quien bien te quiere te hará
llorar». El verdadero amor es justo lo contrario: «Quien bien te quiere
respetará tus decisiones, incluidas aquellas que le perjudiquen o que le hagan
llorar a él». Yo siempre recuerdo que frente a un nebuloso «te quiero» es
muchísimo más informativo preguntar «qué quieres hacer conmigo». Esta interrogación
ahorraría mucho desamor. También mucho dolor.
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Del amor eterno al contrato temporal.
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