Obra de Edwar Hopper |
Marie-France Hirigoyen (autora del muy recomendable y elocuente
ensayo El abuso de debilidad) confirma en Las nuevas
soledades un paralelismo sorprendente. El amor ha ido perdiendo perennidad y curiosamente ha ido
clonando las características de los contratos laborales. Del mismo modo que el trabajo para siempre ha menguado hasta su condición residual , la psicóloga francesa constata que el amor
eterno es ahora la copia exacta de un contrato temporal. Este nuevo escenario aloja situaciones novedosas. Ante el riesgo de
que una relación se dé por
terminada súbitamente por una de las partes, pero el amor perviva en el corazón de
la otra, las parejas realizan solo pequeñas inversiones emocionales.
Se colige que si el monto destinado
a la empresa sentimental es grande, los posibles costes no reembolsables también. El sesgo de la aversión a la pérdida instaura una lógica infausta para la longevidad de la pareja. El miedo
a padecer una relación transitoria depauperiza el amor y simultáneamente provoca la acumulación de las relaciones pasajeras. Al igual que sucede con el contrato temporal, el compromiso sentimental fluctúa
entre lo renovable y lo revocable, y se acepta que uno puede ser despedido en
cualquier momento sin necesidad de que nadie tenga que presentar alegaciones. El incremento de las delirantes rupturas comunicadas por email o por mensajes de wassap delata la fragilización del
compromiso, pero por extensión la del propio amor, cada vez más ligado a una gratificación individual que a la construcción de un proyecto compartido.
La provisionalidad que revolotea alrededor de la relación la despoja de
lazos profundos. La desentimentaliza. Se lee como temerario comprometerse en un curso de acción,
si ese curso de acción se puede quebrantar unilateralmente en cualquier instante.
Se propician así relaciones paradójicas que persiguen una cosa pero simultáneamente
también la contraria. Relaciones que anhelan un compromiso sin implicaciones, afecto
pero independencia afectiva, estar juntos pero separados, vínculo pero autonomía, compartir todo el cuerpo pero sólo algunos jirones del alma. Zygmunt Bauman utilizó su feliz hallazgo
lingüístico «mundo líquido» y lo versionó para aplicarlo a esta nueva realidad
sentimental. El amor en el siglo de la tecnociencia, la digitalización, el espacio on line, las multipantallas, el individualismo, la competición como manera de habitar el mundo y sufrir sus efectos emocionales (desconfianza, rivalidad, pugna, miedo, interpretación de la vida como un juego de suma cero), es un «amor líquido». En la bibliografía de J. A. Marina este tipo de amor débil y fluctuante aparece bautizado como «amor mercurial». Su mecánica entraña un bucle
que confabula contra el florecimiento del propio amor. Como la relación se
puede romper inopinadamente, invertiré en ella lo mínimo, al invertir lo
mínimo para que los posibles costes no sean muy elevados, la relación se torna así empobrecedora, lo que invita a cancelarla para
acaso iniciar una nueva que resulte más sustancial, que tomaré con más cautela
y desapego todavía, puesto que la experiencia preconiza que las relaciones son efímeras, y así evito padecer los sinsabores del desamor y el abandono. Bienvenidos a la profecía
autocumplida. Bienvenidos a la obsolescencia programada instalada no en objetos si no en sujetos. El amor eterno que increíblemente se siguen profesando algunas parejas ahora puede durar algo más de dos meses. La eternidad cada vez es más breve.
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