Una de las afirmaciones más deshonestas y menos consideradas con su destinatario es la autocomplaciente y dañina «te lo dije». Se pronuncia cuando los resultados de una acción se revelan desafortunadados. Se suele acompañar de un movimiento
acusatorio de cabeza y un marcado tono de voz mitad catequista, mitad declaración
testamentaria. Hace años yo sufrí la presencia semestral de una vecina que poseía
un cerebro superlativo para la tarea de profetizar el
pasado. En cada aterradora reunión de vecinos siempre bramaba lo mismo ante
hechos ya consumados: «ya lo dije yo». Quizá aquella mujer no era
muy consciente de ello, pero su latiguillo encerraba una lógica profunda que
iba más allá de un alarde adivinatorio. Enunciar al principio de cada reunión su
salmódico «ya lo dije yo» era una manera de eximirse tanto de la autoría del
problema como de la responsabilidad de solucionarlo. Hacía buena la táctica que exhorta a acusar
para ser absuelto. Un enunciado tan simple mutaba en una estratagema que al
resto de la comunidad nos empujaba a inferir en su rostro un argumento imbatible: ella ya lo
había advertido, así que nos tocaba apechugar a los demás que no habíamos hecho nada por evitar el anunciado desastre. Pero en realidad las cosas no eran exactamente así. Ella no lo había advertido, creía
que lo había advertido, que es muy distinto.
Los suministradores de
predicciones ya consumadas son fáciles presas de una trampa cognitiva. Cuando
se conoce el resultado de una acción se tiende a creer que ya se sabía lo que
iba a suceder. El andamiaje de esta construcción se sostiene en dos pilares tremendamente
tramposos. Solemos anticipar muchas cosas, pero solo nos acordamos de aquellas
que aciertan, o que se aproximan a lo que finalmente ha sucedido. A veces ni tan siquiera
es así, y se produce un espejismo sobre nuestra capacidad de recordar lo que
pensábamos que iba a suceder. Nos hacemos trampas a nosotros mismos y modificamos inconscientemente nuestros pensamientos pasados. Se
trata de una distorsión retrospectiva. Cuando sabemos algo a posteriori, se
modifica la percepción del hecho que teníamos a priori. Al deducir ahora lo sucedido, al coger el cadáver del pasado y hacerle la autopsia, sesgamos el ayer, porque transfiguramos la
valoración de lo que vemos con lo que sabemos. Con la información que poseemos
ahora inferimos lo ya ocurrido y nos resulta palmario aceptar que ya
lo sabíamos, aunque se nos olvida que en el momento en que las cosas todavía no habían
ocurrido carecíamos de esa información. Analizamos en función del resultado, como
por ejemplo suelen hacer los periodistas deportivos, que coligen no
desde las estimaciones de la probabilidad sino desde el ventajoso conocimiento
de lo que ya ha ocurrido. Esta práctica también es muy frecuente cuando uno se mortifica
escrutando los hitos que ahora ensucian su patrimonio biográfico, o
culpándose de hechos que ahora parecen tan transparentes que no
podemos entender cómo no vimos el advenimiento del desastre (y de esa dolorosa evidencia
se alimenta nuestra mortificación). Resumiendo todo este artículo en una sola
idea. Cuando el futuro se hace presente se cuela en nuestras estimaciones del
pasado. Dicho queda.
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