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martes, abril 01, 2025

Disfrutar del proceso

Obra de Maria Svarbova

Escribe el neurocientífico Francisco Mora que solo se puede aprender lo que se ama. Es fácil agregar que con lo que se ama no se puede entablar una relación utilitarista ni por supuesto mercantilista. Lo que se ama puede albergar utilidad, pero esa utilidad no es un propósito, sino una consecuencia. En su libro Neuroeducación y lectura, Mora puntualiza: «Ningún proceso conducente a aprender, memorizar y alcanzar conocimiento consciente se puede realizar sin el paso previo de la activación de los procesos neuronales de la atención. Sin ella no hay aprendizaje, ni memoria explícita, ni conocimiento». María Zambrano nos enseñó que la contemplación es el tributo que nos exige la belleza si queremos disfrutar de ella, pero algo similar solicitan los sentimientos asociados a la fruición y al gozo. Sin atención no hay delectación. A las alumnas y alumnos con los que comparto conocimiento les he propuesto un criterio para que su atención en clase no sea vampirizada por ningún dispositivo digital. «Que tu cuerpo y tu atención estén a la vez y al mismo tiempo en el mismo lugar». 

Cuento todo esto porque sin el concurso de la atención y del placer los procesos se marchitan y son brutalmente desposeídos de la posibilidad de acarrear aprendizaje. Por supuesto que en ocasiones resulta insorteable transitar momentáneamente por situaciones de displacer, o de cualquiera de sus gradientes, pero este vasallaje es el ineludible pago para tratar de coronar las metas con las que vamos adjudicando sentido al evento de existir. Para que haya delectación es fundamental adjudicarle un sentido a la tarea misma. Remedios Zafra se refiere a estas tareas como un hacer auténtico. Nietzsche estableció un criterio de elección fantástico para discernir qué tareas son las que nos apasionan y desperezan las zonas del cerebro vinculadas con la motivación intrínseca: «Elige aquello que una vez elegido tuvieras que realizarlo durante toda la eternidad». Cualquier otro criterio de elección supondría enterrarse en vida. De aquí el diagnóstico social que anuncia que son multitud las personas que mueren a los veintitantos años, pero no las entierran definitivamente hasta varios decenios después.

Como la tendencia biológica del capitalismo es producir más cantidad en el menor tiempo y con la mayor reducción de costes posible, los procesos que requieren las tareas quedan desasistidos de sentido y disfrute. No importa el proceso, sólo importa el resultado, cuando sabemos sin embargo que las personas no aprendemos por el resultado, sino por el proceso. El capitalismo pone todo su foco en producir, y neglige por completo la relación afectiva del sujeto con el proceso de la producción. Aquí podemos rotular el centro generativo de la alienación. La gravedad de esta tendencia se exacerba en las prácticas creativas o en los trabajos intelectuales. ¿Para qué crear si se usurpa el deleite del lance creativo, para ensanchar los currícula, para agregar más texto en la nota biográfica que aparecerá al lado de nuestra foto en congresos, cursos o libros? ¿Qué sentido tiene crear con desapego, pensar con desafección, hacer con automatismos y monotonías propias de las dinámicas de la rentabilidad y la extensión del margen, o con la energía marchitada por la cadencia productiva que siempre exige más apresuramiento y velocidad? 

Me sorprende cómo se ha trivializado la expresión hacerlo por gusto. ¿Acaso hay algo más hermoso que hacer algo porque nos gusta hacerlo? Le ocurre lo mismo a esa frase coloquial que es hacer algo por amor al arte. ¿Hay algo  más estimulante que hacer algo mediado por el amor? Hacer como forma de autoafirmación, con implicación y vínculo del ser que somos, frente al hacer por hacer, o al hacer por ampliar la obtención de ingresos (que son primordiales cuando el dinero escasea, pero se tornan accesorios cuando se obtienen con regularidad y en una cantidad que dé acceso a una vida digna). En hacer por el placer de hacer encontramos de repente atracción de disfrute que metamorfosea la vida en deseo de existir, en asentimiento de la propia existencia que pronuncia un sí a la celebración de estar vivo a través de un hacer que al hacerse nos hace. La exquisita prosa de Remedios Zafra define estas prácticas como las que proporcionan empuje a la existencia, o las que reconciliaban la vida cotidiana con la sensación de vida de veras. En Gozo, Azahara Alonso comenta que para este tipo de prácticas (ella las denomina paréntesis) «son necesarias dos circunstancias: la enfermedad o el dinero. Por fortuna, yo no suelo tener demasiado de ninguna de las dos. Hay una tercera opción: hacer de la vida una suerte de tiempo libre con pequeñas interrupciones». Para la cultura neoliberal esta forma de habitarse es inconcebible y no merece consideración, puesto que solo presta mirada a aquellas actividades teñidas con economización y afán de lucro. Aquí conviene recordar algo que rara vez se cita en el credo del capital. El dinero es nuclear para el bienestar, pero resulta inoperante para el bienser. 

 

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martes, junio 18, 2024

Vivir entusiasmadamente

Obra de James Coates

Siempre me entristece preguntar a alumnas y alumnos qué es lo que más les apasiona hacer en la vida y por respuesta recibir un encogimiento de hombros. Ignoramos si hay vida después de la muerte, pero sí sabemos que sin entusiasmo y sin pasión se antoja harto difícil que pueda haberla antes, no al menos vida buena. Esta falta de apasionamiento ayuda a comprender por qué hay personas que se mueren y sin embargo no es hasta muchos años después cuando fallecen. En su descargo hay que agregar apresuradamente que no es sencillo tener una pasión, ni por supuesto disponer del tiempo y el sosiego necesarios para cultivarla y mantenerla floreciente. El entusiasmo puede marchitarse enseguida en un mundo centrifugado por la desigualdad, el malestar democrático, el deterioro medioambiental, las sistémicas crisis económicas y financieras, el creciente y nunca satisfecho extractivismo que convierte la realidad en inhabitable para las personas con exigua capacidad adquisitiva, la vida en la que están cancelados los planes estables de vida, la industria de la persuasión azuzando el deseo para instigarlo a consumir compulsivamente y a la vez mantenerlo capitalistamente insatisfecho, los tiempos de producción fagocitando segmentos cada vez más grandes de tiempo, la pérdida de agencia y poder de decisión sobre lo político, la fragilización de los vínculos que atañen a los afectos y confinan a la soledad no deseada o a dolencias del alma ahora catalogadas como problemas de salud mental, el crepúsculo de una atención tiranizada por las pantallas, la sobreexposición a ingentes bloques de información que nos atora primero y nos sume en la abulia después, la precarización, el encarecimiento de todo lo asociado al mantenimiento de la vida y el abaratamiento del precio del trabajo que sin embargo es cada vez más vampirizador y extenuante, en el supuesto de plegarse a la voracidad del mercado y tenerlo. No, no es fácil vivir entusiasmadamente en un lugar y en un tiempo donde sobrevivir requiere tanto.
 
Hace unos días leí una preciosa definición de pasión. Pertenece a José Luis Villacañas y aparece depositada en el libro Doce filosofías para un nuevo mundo. «La pasión es la conciencia de que el ser humano alcanza su energía desde algo que es más grande que él. Cuando la siente, experimenta que un objeto infinito le invade, uno por cuya entrega perenne desea ser inmortal. Eso siente el que ama, el que conoce, el que transforma las cosas, el que crea, el que inventa, el que ayuda, el que acoge». En el pletórico de frases memorables ensayo Una filosofía del miedo, Bernart Castany Prado informa: «Si la alegría era el indicio de que una de nuestras potencias se está ejercitando y aumentando, el entusiasmo es la alegría de sentir que todas nuestras potencias aumentan de forma general». Castany puntualiza que la persona entusiasmada, «hace todo lo que puede, y por eso siempre puede un poco más de lo que podía». La pasión, el entusiasmo, aquello que nos regala deleite y disfrute, hacen con nosotros algo que solo se puede catalogar de portentoso. Estas disposiciones del ánimo movilizan grandes cantidades de energía creadora sin que seamos conscientes de ello, nos hacen denodarnos sin sensación de denuedo, adjuntan un ímpetu que parece emancipado de la voluntad, nos aferran a una atención tan exultantemente ensimismada con la tarea que nada ajeno a ella la puede colonizar, fecundan una imaginación exploratoria en la que no hay cabida ni para el aburrimiento ni la anhedonia. El entusiasmo nos ensambla con lo mejor que posee la persona en la que nos estamos constituyendo a cada instante.
 
En su premiado y poderoso libro El entusiasmo, Remedios Zafra distingue dos formas de entusiasmo: «Una forma de entusiasmo aludiría a la «exaltación derivada de una pasión intelectual y creadora», y la forma más contemporánea surgiría como «apariencia alterada que alimenta la maquinaria y la velocidad productivas» en el marco capitalista. Esa que requiere camuflar la preocupación y el conflicto bajo una coraza de motivación forzada generadora de contagio, mantenedora del ritmo de producción del sistema, sintonizando como procesos análogos: producción intelectual y de mercado». Más adelante Zafra habla de entusiasmo íntimo y entusiasmo inducido (que considera efímero y poco pregnante, algo que Azahara Alonso define en Gozo como comprometernos a obedecer con entusiasmo). Zafra concluye que «el entusiasmo íntimo y creativo señala posiblemente una de nuestras primeras muestras de verdadera libertad». 

Creo que el amor es la fuente de este entusiasmo adjetivado como íntimo. Amamos aquello que nos entusiasma y nos entusiasma porque lo amamos.  El neurocientífico Francisco Mora es autor de un libro con un título hermosísimo: Solo se puede aprender lo que se ama. Solo con la comparecencia de la alegría y su capacidad de extender el poder de vivir se puede aprender lo muchísimo que la vida enseña si prestamos atención. La alegría trae consigo la celebración de la vida, le grita un afirmativo sí a las posibilidades que nos dispensan las circunstancias.  Los seres humanos estamos anudados al principio de placer, y no hay nada más placentero que llevar a cabo aquello que nos entusiasma, sea lo que sea, y que divergirá notablemente de unas personas a otras. El entusiasmo, la pasión, no es ser, es hacer, un hacer que cuando lo hacemos nos hace ser. Nadie cobija la vocación de ser algo, sino de hacer aquello que le procura placer hacerlo. Cuando a una criatura le preguntan qué quiere ser de mayor le están planteando una interrogación impertinente y muy mal formulada. Le obligan a utilizar el verbo ser en detrimento del verbo hacer. Todo lo que consiste en hacer no se puede degradar a mercancía, no es venable, está fuera del mercado. El capital podrá instrumentalizar el entusiasmo, pero nadie podrá adquirirlo a través de un intercambio comercial. El amor es el cuidado que ponemos en aquello que hacemos entusiasmadamente porque lo consideramos valioso para que nuestra vida se encumbre a la categoría de vida buena. Como ciudadanía y como seres entretejidos unos con otros en el tapiz social precisaríamos de muchísimo más tiempo y predisposición para cultivar y fomentar este amor y este cuidado. Cuando este amor se practica hasta devenir hábito, las personas gozan, y cuando gozan en su entramado afectivo destellan los sentimientos de apertura al otro. Los sentimientos que alfombran la convivencia y hacen más apetecible la vida propia y compartida. 


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