Obra de Marc Figueras |
Hace unas semanas me provocó una gran alegría comenzar a leer el nuevo ensayo de Marina Garcés, Escuela de aprendices, y toparme en su introducción con una reflexión en la que sostenía que nunca el tiempo es perdido. La filósofa y activista citaba la canción de Manolo García, un tema que se popularizó recién desprecintado el primer año del siglo XXI. Me alegré porque en muchas conversaciones he citado el título de esta tonada para argumentar que el resultado de la evaluación que realizamos sobre nuestro tiempo no depende tan solo del logro de nuestros propósitos, sino de lo que aprendimos mientras pretendíamos colmarlos. De hecho, se suele afirmar coloquialmente que el tiempo nunca es perdido, sino aprendido. Me cuesta admitir tanto optimismo, porque el aprendizaje es un proceso transformador con capacidad de articular nuestra conducta y regular nuestro orbe afectivo, y no siempre aprendemos a pesar de que la vida no interrumpe jamás su empeño en enseñarnos. La inmersión en el tiempo no necesariamente adjunta pedagogía. Lo que sí la proporciona es lo que hagamos con nuestra gobernabilidad mientras transcurre el tiempo.
Existir proviene de existere, que
significa salir fuera de nosotros. Es un dirigirse al exterior que requiere
pormenorizarse, porque salimos fuera para nutrirnos por dentro. Es un salir a
la posibilidad, a la proyección que hace que cualquier animal humano sea una
hibridación de memoria y porvenir, un curioso ser eslabonado de pasado,
presente y futuro, un cazador-recolector de tácticas y prácticas para alcanzar
aquello que inscriba sentido a esa existencia con la que se encontró cuando lo
nacieron sin que nadie le solicitara anuencia. Con una retórica de libro de cuentas corporativo subtitulamos como fracaso aquellas posibilidades que nunca alcanzaron la realidad. Hace muchos años me
encontré en mitad de mis investigaciones sobre las leyes de la persuasión con
un sesgo llamado la trampa abstrusa. Otros autores la llaman la tozudez del
inversionista. Consiste en continuar un proyecto de la índole que sea en el que
se ha invertido tiempo, esfuerzo y conocimiento. El sesgo estriba en persistir
con tenacidad porque el agente engatusado por la propia trampa se niega a abandonar el
proyecto sin haberlo amortizado, aunque los indicadores animen a
clausurarlo cuanto antes puesto que todo apunta a su irrevocable disolución. Sin embargo, el
inversionista no capitula en su afán de equilibrar gastos y beneficios, y no
relee como ganancia todo el bagaje aprendido en el tránsito que va del
propósito a su ejecución. Para la métrica económica ese tiempo supone un coste
sin tasa de retorno. Acarrea pérdidas. Para las lógicas del aprendizaje ese tiempo no tiene
precio.
Termino ya. La
depauperización del tiempo no es no hacer nada, sino tener que hacer tanto que
es imposible disponer de él sin que a uno no le arponee la sensación de estar despilfarrándolo. Es un gran triunfo de la sentimentalidad neoliberal y su obsesión productivista. A veces es fácil tropezar en teorías
conspiratorias y creer que existe un complot planetario para que nadie se ensimisme, que
es el momento en el que a pesar de que uno está aquietado no para de merodearse
por dentro. Recuerdo que en una ocasión me reprocharon
que vivía muy ensimismado. Mi repuesta fue un suspiro melancólico: «¡Ya me gustaría!». Vivimos
tan centrifugados por el torbellino de la actividad productora que la mayoría
de las veces nos hallamos expropiados de nuestros tiempos, nuestros espacios,
nuestros intereses genuinos. La imputación de creer
que el tiempo se malogra si no adjunta compensación monetaria alguna ha
convertido al ser humano en un ser nostálgico por no poder habitarse a sí
mismo de un modo más confortable y sosegado. La celeridad indisoluble de la rentabilidad impide parsimoniar
los días para establecer con el tiempo una relación más amable, más tranquila, más nutricial. Dentro de este paisaje un tanto negruzco hay una buena noticia. El mismo tiempo que avejenta los cuerpos, no arruga los deseos,
no restringe la capacidad de crear metas sobre las que fabularnos y
proyectarnos como seres siempre en curso. No recuerdo a qué autor le leí que él
ya no era joven, pero sus deseos sí. En la preciosa pieza La estación de los amores, Battiato canta que los deseos no
envejecen a pesar de la edad. Estoy de acuerdo con mi cantante favorito, aunque conviene agregar que la edad intermedia tanto en la selección de
nuestros deseos como en su contenido. Ojalá que cada nuevo deseo, cada nuevo
proyecto, cada nuevo aprendizaje, nos provoque tanta alegría que nos fastidie
tener tan solo una vida por delante. Ese tiempo sí que es un tiempo que nunca será tiempo perdido.
Aprender es admitir que siempre seremos aprendices.