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Pintura de Marx Ernst |
Cada vez que explico temas
relacionados con la teoría de la argumentación y la resolución
de conflictos me gusta recordar una prescripción de Kant: «Nunca discutas
con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Yo parafraseé esta sabia
advertencia hace unos años: «Ni se te ocurra discutir con un idiota, a los
pocos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Kant explicaba por qué esta
discusión era una inútil batalla perdida: «El tonto te bajará a su nivel y allí
te ganará por experiencia». Recuerdo que en el primer párrafo de
El discurso del método Descartes
mostraba su asombro ante la cantidad de gente que se autodefine como inteligente. Su
argumento era irrefutable. La inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo
puesto que todos aseguramos haber sido provistos de ella en cantidades más que
suficientes. De ahí que Descartes
diferenciara unas líneas más adelante entre la inteligencia y el uso que
se haga de ella, que puede ser muy acertado o un absoluto fiasco, añado yo. Esta distinción es la bóveda de clave de
La inteligencia fracasada de Marina, uno de sus mejores ensayos por su capacidad de síntesis. La anterior certeza cartesiana vincula directamente con la primera de
las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla. En ella su autor constata que «s
iempre e inevitablemente todos
subestiman el número de individuos estúpidos en circulación». Como todos nos autoproclamamos inteligentes, tendemos a otorgar la misma consideración al que interactúa con nosotros, aunque no lo conozcamos de nada. ¿Y qué
podemos hacer para descubrir la presencia de un estólido y así evitar entrar en una desafortunada discusión
con él? La estupidez sólo se puede detectar anclando nuestra atención en los hechos (el estólido, siguiendo las recomendaciones de
Cipolla, es aquel que realiza actos en los que causa pérdidas para los demás y no
obtiene ningún beneficio
a cambio, e
incluso también él puede incurrir en pérdidas) y en las palabras encapsuladas en argumentos.
Puesto que este artículo ha comenzado advirtiendo de los peligros de discutir con un idiota, me interesa mucho esta segunda dimensión.
La forma en que utilicemos los
argumentos es un predictor muy fiable de la inteligencia de cualquiera de nosotros, pero también de su
ausencia. Hace unos días leí
que «lo
característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos». Dicho
de otro modo. Tonto es aquel
que prescinde de
las singularidades del diálogo y lo conduce a su extinción. La estupidez emergería cuando la inteligencia desaprovecha las bondades del diálogo, cuando malogra una de las ingenierías más enriquecedoras del lenguaje y evita nuestro propio progreso. Dialogar es pensar
juntos, y se piensa conjuntamente porque cotejando nuestros argumentos con los
de otros es probable que alcancemos conclusiones más sólidas que si realizáramos esta tarea aisladamente. Las conversaciones persiguen ese loable fin: interaccionar para que
gracias a la convivencia de argumentos e ideas podamos arribar a lugares a los
que no llegaríamos desde nuestra soledad argumentativa. Yo lo repito a todas
horas en los cursos: «cuando dos coches colisionan frontalmente el resultado es un amasijo de
hierros, pero cuando dos argumentos chocan entre sí el resultado siempre es un argumento
mejor».
El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un
argumento y una evidencia más afinados. Para que esa
polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar
al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros.
Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en
su
Ética Cordial recuerda que «estar
dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor
argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente
son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los
argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos
peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue
con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no
piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.
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