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martes, noviembre 18, 2025

Necesitamos convergencias para atenuar las divergencias

Obrs de Noell S. Oszvald

La filósofa brasileña Marcia Tiburi define la violencia hermenéutica como la del punto de vista que aplasta el del otro al negarle legitimidad y reconocimiento. Esta tesis se entenderá mejor si recordamos a la propia filósofa cuando afirma que «el diálogo se torna imposible cuando se pierde la dimensión del otro». El diálogo es una empresa cooperativa en la que las convergencias de los interlocutores sirven de base para pensar al unísono las divergencias propias de compartir un mundo plagado de hechos que urgen a pensar qué hacer con ellos, pero este ejercicio se torna inservible cuando el otro es eliminado como interlocutor válido, y a partir de esa negación se deroga cualquier actitud receptiva y comprensiva hacia su figura. Una de las características más lesivas del mundo político contemporáneo no es solo la eliminación de la dimensión del otro, sino la disolución de un espacio común de convergencias basales desde las cuales articular el disenso con el propósito de mejorar ese irrevocable espacio compartido siempre en un perpetuo inacabamiento que conceptualizamos como convivencia. Solo se pueden desempeñar acciones concertadas (que son las que propician el tránsito de vivir a convivir, de ser animales humanos a ciudadanía) si, a pesar de las discrepancias inherentes a la rica polifonía humana, existe un sustrato que permita pensarlas, calibrarlas y armonizarlas. La comisión que redactó la Declaración Universal de los Derechos Humanos definió a ese sustrato como la familia humana.

Las violencias hermenéuticas son propias de las ideaciones fundamentalistas y del pensamiento totalitario. Revelan hondos fracasos de una inteligencia que se trastabilla consigo misma.  Estos traspiés cognitivos suelen orquestarse en torno a un silogismo insostenible argumentativamente, pero muy eficaz para que arraigue con fuerza en la movilizadora esfera emocional: «Mi opinión es la verdad, pero la opinión de quienes no piensan como yo no es la verdad, sino una opinión». Cualquier inteligencia que someta a escrutinio este razonamiento convendrá en su insostenibilidad, pero su cristalina irracionalidad no es óbice para que esta forma de construir juicios sea la que conforme las cosmovisiones totalitarias. Desgraciadamente en la era de la posverdad esta situación tan aciaga para la vida en común se ha exacerbado. La opinión es ahora un comodín que sirve para muchas más cosas que la de tener un punto de vista sobre algo concreto previamente escrutado y deliberado. Ortega y Gasset escribió que cada vida es un punto de vista sobre el universo. Ahora se podría decir que cada opinión construye alternativamente el universo que confirma sus creencias. 

En un mundo donde la opinión se ha erigido en zona inmunizada para la crítica («es mi opinión y merece ser respetada», esgrimen quienes equivocan el derecho a opinar con el contenido de la propia opinión), es también el subterfugio para frecuentar la mendacidad. Lo explica de una manera incisiva la profesora y politóloga Mariam Martínez-Bascuñán en su ensayo El fin del mundo común«Cuando no pueden sostener una mentira, la rebautizan como opinión». Por enésima vez habrá que repetir que afirmar un hecho no es una opinion, es un juicio cuya veracidad precisa ser demostrada. La gravedad se acrecienta en el paisaje social cuando la edificación de los juicios se cimenta en un dislate cognitivo todavía mayor. No solo mi opinión es la cierta, sino que mi opinión tiene la potestad de crear los hechos sobre los que opina. La subjetividad decide qué es la realidad, en vez de que sea la propia realidad la que moldee con hechos probados la subjetividad. Cuanto mayor es el poder de quien lo detenta mayor es el impacto de esta subversión epistémica. Quien dispone de genuino poder dispone sobre todo de «el poder brutal del lenguaje cuando se usa no para describir el mundo, sino para imponerlo», como lo resume magistralmente Martínez-Bascuñán. Si admitimos que quien tiene poder aspira a tener más poder en un impulso inercial que no conoce reposo, el mundo impuesto con la autocracia del lenguaje puede llegar a ser con el tiempo una parodia del propio mundo. Una realidad dentro de la realidad, pero desvinculada de los hechos que conforman la realidad. Así es facil volar el puente siempre frágil e inestable que nos permite cruzar del vivir al convivir.


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martes, mayo 14, 2024

Opinión, hecho y derecho a opinar

Obra de William La Chace

Hace unos días trataba de explicar a niñas y niños de doce años la diferencia entre una opinión y un hecho. Me parece medular abordar estos asuntos en el aula a edades tempranas, porque provoca desaliento constatar cómo en el espacio cívico prolifera ciudadanía que no acota ambas dimensiones al exponer su parecer. Esta indistinción perjudica y encalla notablemente la conversación pública, pero también las relaciones interpersonales. A mis pequeñas alumnas y alumnos les repito que cada vez que expongan su voz públicamente procuren pasar por el tamiz reflexivo lo que van a decir para que quienes les atienden no se vean obligados al bochorno de escuchar opiniones sin ningún fundamento. Este deber personal requiere cuidado y consideración por lo que se ha decidido manifestar, pero también por la inteligencia que deberíamos presuponer siempre a las personas con quienes lo compartimos. Uno de los tropiezos más usuales que se producen en el régimen discursivo radica en convertir una opinión en un hecho. El otro es su inverso. Utilizar un hecho (sobre todo en diálogos muy agonales) para vindicar que la opinión mostrada es una entidad verificable. Vamos a desentrañar estos hábitos deletéreos y el deterioro discursivo que acarrean.

Una opinión es un punto de vista personal sobre un aspecto. Ortega y Gasset escribió que cada persona es una perspectiva del universo, un aserto que sintetiza con belleza y audacia lo que supone esgrimir valoraciones sobre cualquier cuestión. Por el contrario, un hecho es algo que acontece o ha acontecido y que se puede demostrar. Si alguien informa de un hecho, o se lo imputa a un tercero, ha de avenirse al deber de presentar las pruebas que confirman que el hecho es cierto. Es muy sencillo demostrar y documentar hechos probados, lo que parece que resulta en extremo difícil es no caer en la tentación de aliñarlos de opinión. Ocurre que la mayoría de las veces nuestras conversaciones no señalan hechos, sino sus interpretaciones, que no es otra cosa que la opinión que mantenemos sobre ellos. Las opiniones no se pueden demostrar, aunque sí se pueden y se deben argumentar. Paradójicamente ocurre que tendemos a pedir demostración a quien comparte una opinión, cayendo en un profundo principio de contradicción y, si la persona que opina no ve la aporía en la que se le ha confinado discursivamente, la conversación devendrá bizantina y agotadoramente infinita. Aquí radica el éxito de muchas tertulias deportivas (y por extensión también políticas, literarias, artísticas, musicales). En ellas se demandan juicios demostrativos a quienes simplemente han compartido su punto de vista y por tanto solo pueden presentar juicios deliberativos. Esta es la fuente de muchos diálogos absurdos.                                

Pero aquí no termina el embrollo, simplemente acaba de empezar. Existe un tercer vector cuyas fronteras se deberían delimitar con claridad para evitar  la peligrosa depauperización de las ideas. Hay que separar con nitidez el derecho a opinar del contenido de la opinión cuando se ejerce ese derecho. No es lesivo mostrar divergencia, pero puede ser muy dañino negar el derecho a expresarla. Conviene agregar que el derecho a opinar comporta el deber de consentir que pueda ser replicada sin que nadie se victimice por ello. En infinidad de ocasiones se escuchan en el ágora afirmaciones tan desatinadas como «es mi opinión y tengo el derecho a que se respete», «respeto tanto tu opinión como el derecho a opinar», «no comparto lo que dices, pero lo respeto», o la que suele desbaratar cualquier conversación que aspire a instaurar un ápice de racionalidad: «yo tengo mis razones y tú tienes las tuyas, y si respeto las tuyas, respeta tú las mías». La pedagogía del diálogo nos precave que son dislates discursivos que convendría reemplazar por enunciaciones congruentes. Propongo algunas.  «Es mi opinión, pero puesto que he hecho un uso público de ella, tienes derecho a rebatirla si no la compartes». «Respeto que opines al margen de que luego me adhiera o no a lo que contenga tu opinión».  «No comparto lo que dices, pero me parece fundamental que el derecho te ampare para que puedas decirlo».  «Efectivamente tú tienes tus razones y yo tengo las mías, pero las cuestionamos en común no para optar por las tuyas o las mías, sino para que merced al diálogo nos procuremos recíprocamente unas mejores».

 
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martes, diciembre 19, 2023

La polarización: o conmigo o contra mí

Obra de Christophe Hohler

La polarización política consiste en la existencia de dos polos diametralmente opuestos, cada uno de los cuales se considera en posesión de la opinión correcta en torno a un tema en disputa y cataloga como disparatada la de su opositor.  La disyunción es categórica y los aspectos de convergencia no existen puesto que entre los extremos no se levanta ningún campo de intersección. Al volatizarse cualquier aspecto común no hay posibilidad para la negociación y el acuerdo. Es una imprudente degradación de la calidad de la democracia. Los agentes políticos compiten por el voto y esa competición ininterrumpida les obliga a hiperbolizar sus diferencias y a teatralizar descarnadamente sus desprecios, incluso en menoscabo de una convivencia democrática con la que sus cargos contraen una elevadísimada responsabilidad. Aunque creamos que esta polarización solo afecta a la arena política, su tribalismo discursivo permea subsiguientemente en la manera de procesar la información y formar la opinión de la ciudadanía. Cada vez es más usual detectar en las personas gigantescas devaluaciones retrospectivas. La devaluación retrospectiva es un sesgo consistente en aprobar o desaprobar una idea en función de quién la disemina.  Un argumento que considerábamos encomiable deviene despreciable al enterarnos de que proviene de una persona o grupo con el que no compartimos ni simpatía política ni afinidades electivas. Y al revés, una ocurrencia que nos parecía errática la releemos como perspicua al advertir que la postula alguien de nuestro signo político. Resulta irrelevante el contenido de la idea, lo cardinal es quién la trae a colación y la defiende. Juzgamos en función de la ideología, no a través de una evaluación deliberativa.  Los que azuzan la polarización como estrategia electoral lo saben muy bien.

La polarización perpetúa el sistema de creencias de tal modo que es sencillo imaginar lo que pensará una persona con una creencia concreta con respeto a otra creencia sin relación argumentativa alguna. La polarización alista en las filas de unas ideas que jamás permitirán la más mínima concesión a las ideas provenientes del bando contrario. Esta dicotomización de la realidad imanta las posturas hacia una rigidez que insurge contra el pluralismo, el cambio, la ambivalencia, los clarosocuros deliberativos, la variedad de ideas, el poder transformador de los argumentos, la capacidad del conocimiento de falsarse a sí mismo, la admisión de opiniones nuevas y diferentes que mejoran a las que se albergaban. Dicho de otro modo, la polarización contradice lo que quienquiera puede verificar en su vida y en la de las personas con las que se relacione. A veces se habla de radicalización entendida como polarización y no como un ir a la raíz de las cosas. Aunque parezca contraintuitivo, en esta segunda acepción la agenda política cada vez está menos radicalizada, porque en vez de acudir a la genealogía de los asuntos se complace en construir eslóganes superficiales, descontextualizados y polarizantes. Quienes los enarbolan saben que ir al tuétano de los asuntos conllevaría la deserción de esos votantes que se movilizan con soflamas viscerales y propenden al bostezo y la desafección cuando se les presentan argumentos detallados. Los mensajes emocionales no aportan nada al pensamiento crítico, pero son perfectos para reforzar las ideas preconcebidas y activar los sesgos de confirmación de quienes en vez de como ciudadanía actúan como miembros de un club de fans.

En el esclarecedor ensayo Pensar la polarización, el profesor Gonzalo Velasco Arias sostiene que «la mediación digital ha modificado la forma de relacionarnos con el conocimiento y con nuestra identidad». Su tesis es que la polarización se nutre no de la incapacidad epistémica de las personas, sino de las estructuras en las que se comparte la información y la interacción con esa misma información. Las redes sociales son lugares que facilitan la expresión emocional, pero no la cavilación reposada y tranquila que requiere el conocimiento y la mirada analítica. En el ágora pantallizado no anida el saber experto, sino el de quienes ignoran el tamaño de su ignorancia, lo que les hace sobreestimar su conocimiento y atreverse a participar activamente con comentarios simplistas cargados de animosidad. De este modo las redes se pueblan de las opiniones de agentes epistémicos que adolecen de falta de saberes contrastados (efecto Dunning-Kruger). Pero es que incluso quien posee saber experto y se embarca en redes se ve obligado por la estructura de la intermediación digital a exponerlo de una manera que lo devalúa. Es fácil volverse un hooligan en la cosmópolis digital porque la mayoría de la información y la opinión es acelerada, sucinta y superficial, aunque verse sobre temas profundos, sofisticados y de lenta deliberación. Son reductos ideales para a través de un lenguaje moral y beligerante inducir emociones animosas e inculcar sentimientos de aversión al otro. La ausencia de evaluación crítica, el enojo y una manera sencilla de responder reactivamente con la misma beligerancia recibida pivotan estos lugares en donde el diálogo se antoja una entelequia. Todo se reduce a aceptar o rechazar ideas. Nunca a matizarlas, pormenorizarlas, contemplarlas desde otras perspectivas. O sea, pensarlas.

 
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martes, abril 27, 2021

Las ideas se piensan, las creencias se habitan

Obra de Nicolás Odinet

Hace unos meses escribí un artículo de título inequívoco para un libro coral: «Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos». Trataba de jugar con sendas palabras porque en muchas ocasiones las utilizamos como sinónimas cuando claramente no lo son. Debatir proviene del prefijo de (que indica de arriba abajo) y battuere, golpear, y dialogar tiene su genética léxica en dia (circular) y logo (palabra). Cuando debatimos golpeamos con nuestros argumentos los argumentos del otro, y para que el golpe sea seco y duro es primordial extremar las posiciones hasta alcanzar la polarización. Polarizar una situación en cualquier campo de la actividad humana estriba en convertir en polos opuestos a los interlocutores. Los argumentos de una de las partes se juzgan como categóricamente veraces, lo que convierte en falsos o erróneos los esgrimidos por la otra, o al contrario. Este dinamismo es ideal para activar la irascibilidad y por lo tanto para montar shows y espectáculos, pero es una estratagema que elimina cualquier posibilidad de alcanzar una convivencia sosegada y sensata. En marcos evaluativos polarizados es imposible hallar zonas de intersección canalizadas por los sentimientos de apertura al otro. Debatir es golpear con argumentos, y nadie que se sienta golpeado con saña quiere saber nada de quien lo golpea. Sin embargo, cuando dialogamos los argumentos de una de las partes polinizan con los argumentos de los de la otra con el propósito de procrear argumentos destinados a mejorar la organización de nuestro destino compartido. Con los debates se consiguen fans, con el diálogo ciudadanos críticos. 

En la política folclórica esta separación epistémica se percibe con dolorosa transparencia. Más todavía. En los debates contemporáneos ya ni tan siquiera es preciso debatir porque los argumentos no son elementos especialmente necesarios. Frente al uso de argumentos (un razonamiento con el que se defiende o refuta una idea o una posición, y que hace compañía a otros razonamientos ulteriores para explicar por qué), ahora se profieren eslóganes para confirmar las creencias y las pertenencias ideológicas de quienes los vean y escuchen. En los debates se apela endémicamente al orbe emocional, a despertar respuestas de reactividad y sentimientos muy primarios y muy enraizados en el entramado afectivo. Ortega y Gasset escribió que en las ideas se piensa, pero en las creencias se habita. Las creencias no se piensan porque su parasitaria condición consustancial al ser que somos las inmuniza al ejercicio racional. Cualquier idea se convierte en creencia cuando no pasa por el tamiz de la evaluación crítica, lo que no la exime de ser utilizada. Esta impermeabilidad al escrutinio discursivo se exacerba con el tiempo porque es inhabitual que alguien se acepte como habitante de una creencia. A veces sí admitimos nuestro alojamiento en la creencia, pero en ese instante de autoconciencia ocurre algo tan involuntario como peligrosísimo.  La creencia activa en nosotros el sesgo de confirmación, y a partir de ese momento la información que recolectamos alberga la finalidad de dar estabilidad a la creencia que habitamos. Solo percibimos aquello que valida nuestras creencias y por supuesto somos incapaces de observar o consideramos falsa toda información que las desdiga o las relegue a la nada. Bienvenidas y bienvenidos al reino de los prejuicios, los estereotipos, el dogmatismo, la desecación discursiva, la cultura política de la posverdad.

Posverdad fue elegida la palabra del año en 2016 por el diccionario Oxford. Si las palabras son la sedimentación lingüística de la experiencia, la posverdad como invención léxica nos arroja a un escenario descorazonador y antiilustrado. Algunos autores minimizan su impacto equiparando el régimen de posverdad a mera propaganda o manipulación, pero el mecanismo de la posverdad es mucho más perverso. Significa la incapacidad de modificar una creencia y sus sentimientos adjuntos a pesar de que el hecho que los originó se corrobore falso. Se trata por tanto de una narración en la que la opinión y la creencia se sobreponen a los hechos. Lo que uno cree y lo que uno opina adquieren carácter de verdad y se inscriben como criterio legítimo. Da igual que el hecho esté empíricamente contrastado, que se demuestre su falsedad. La creencia posee mayor tracción que la realidad y está muy por encima del papel secundario que le atribuimos al suceso. Si Kant nos exhortaba al hermoso «atrévete a hacer uso de tu propia inteligencia», la posverdad nos invita a que nos encastillemos numantinamente en nuestra creencia y cerremos el paso a cualquier dato que la pueda poner en entredicho. Cualquier día escucharemos afirmaciones tan estrambóticas y tergiversadas como «es mi opinión y tengo derecho a que se respete al margen de cualquier dato», «mi opinión es mía y solo mía y no pienso cambiarla por mucho que los hechos demuestren que estoy equivocado», «me parece irrespetuoso que la realidad me cuestione el derecho a tener la opinión que tengo». Es sencillo diagnosticar que ese infausto día estaremos contemplando la esclerosis del pensamiento. La antesala del deceso de la palabra compartida como evento transformador y meliorativo.

 

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