Obra de Anita Klein |
Es muy grato
recibir comentarios de agradecimiento de quienes leen los textos que comparto aquí cada
martes, o descubrir cómo aportan tras su lectura algún matiz nutricial e inadvertido por mí durante el proceso creativo, o me confiesan lacónicamente que lo que he sendimentado en escritura les ha gustado. Ante este último
comentario tan afable suelo responder con una brevedad que sin embargo alberga una de las
funciones más nucleares de la lectura: «Me alegra que gracias al artículo hayas
entablado un diálogo fértil contigo». La semana pasada respondí así a una
lectora que acababa de elogiar el texto. Debió sorprenderle mi respuesta, porque al instante me escribió inquiriéndome con amabilidad: «Bueno, diálogo
conmigo misma no he tenido. He leído el artículo». Le contesté que «leer es leerse, a eso me refería».
Una vez le dije a una persona amiga que era bonito
que conversara conmigo a través de lo que le sugerían mis textos. Como hiperbólica licencia literaria estaba bien, pero la realidad difería de que fuera exactamente así. Aunque estaba leyendo uno de mis ensayos, aquella persona lectora no había mantenido ninguna
conversación conmigo. Leer es dialogar con la
mismidad que somos a través de las ocurrencias escritas por otra mismidad que, después
de haberlas pensado y ordenado con el rigor milimétrico que exige el lenguaje, las comparte por escrito. Leer es
dialogar, pero no con quien firma la autoría de lo leído, sino con nuestra persona. Al leer se cita una
aglomeración de yoes que mientras deambulan entre preguntas, titubeos y aseveraciones enriquecen al yo del que forman indisoluble parte. El tuétano del yo es logorreico, y la lectura lo despierta y lo sobreactiva.
He escrito que leer es dialogar, y de nuevo cometo una imprecisión. Solo podemos
dialogar si hay una otredad, de hecho, etimológicamente diálogo significa la
palabra que circula, y para que circule de un lado a otro se necesitan dos o
más personas. De lo contrario la palabra no transita, queda detenida, no
poliniza con otras palabras nacidas de otras formas de mirar y existir. Si no tenemos interlocutor, no hay
diálogo, hay monólogo, aunque es cierto que en los monólogos aparecen múltiples
voces que agrupamos bajo la nomenclatura del yo. Aquí es donde la lectura se
torna práctica rotundamente enriquecedora. Me encanta dislocar la lógica y afirmar lapidariamente que «no leo, me leo a través de lo que leo». Leemos lo que narra una persona prójima, pero que inspira y hace hablar e interrogarse a la nuestra. Es una proeza empática pocas veces
enfatizada como realmente se merece. La lectura, sobre todo la novela con su capacidad para personalizar y humanizar lo que acaece, para señalar la vida minúscula que es donde late la vida, posee la capacidad crítica y examinadora no solo de ponernos en el lugar del otro, sino de movernos hacia el lugar que podemos ser nosotros en cualquier momento en que la vida lo decida así.
Leer ofrece litigios interiores e intransferibles
que solo se resuelven con la implicación atenta de nuestro entramado afectivo, esa gigantesca trama de puntos nodales en la que la
racionalidad y la sentimentalidad acaban siendo dimensiones que se solapan en su afán de valorar nuestra instalación en el mundo. El entramado afectivo debería llamarse el entramado valorativo. Sé que está desacreditado emitir
juicios, pero cada vez que hacemos valoraciones estamos enjuiciando el mundo, y
hacemos valoraciones con la misma frecuencia que respiramos. Sentir es valorar, los sentimentos son las formas en que organizamos el resultado de esas valoraciones. Estamos condenados a ser
libres, escribió Sartre. Podemos parafrasearlo y afirmar que estamos condenados
a hacer valoraciones. El ser humano es el ser que se pasa el día enredado en disquisiciones valorativas, jerarquizando el valor de sus acciones y las de los demás, graduaciones que le hacen ser la persona que está siendo. ¿Y qué criterio es el
que sería bueno utilizar para valorar? «Tenemos que averiguarlo entre todos a través del
diálogo». La respuesta no es mía. Es de Adela Cortina. La lectura ayuda mucho a esta tarea política indispensable para convivir bien.
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