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martes, junio 24, 2025

Ampliar la soberanía sobre el tiempo

Obra de Marcos Beccari

Habla mal de la forma en que orquestamos la vida humana considerar un privilegio la disponibilidad de tiempo. Cuando hablamos de este tiempo solemos colocar el epíteto de propio, porque a este tiempo propio se opone ese otro tiempo que, aunque nos pertenece igualmente, lo ponemos a disposición de quienes pueden comprárnoslo junto a alguna habilidad con la que desempeñamos de modo más o menos resolutivo una determinada tarea. Vendemos tiempo y facultades para obtener ingresos con los que enfrentarnos a las necesidades consustanciales a la entidad biológica que somos (las necesidades son el conjunto de todo aquello imprescindible para la supervivencia), y a algunas otras secundarias que, en la creciente complejidad de los contemporáneos entramados humanos, cada vez resultan más insoslayables. Como resulta erróneo santificar el dinero, pero también desdeñarlo con adinerada despreocupación, es muy pertinente señalar que el dinero es primordial cuando escasea, pero se torna accesorio cuando se dispone de él en unas cantidades y una regularidad que cubra lo básico con cierta holgura. En ese instante el dinero queda relegado de los aspectos relevantes para la construcción de alegría y sentido. Considerar un privilegio tener tiempo propio supone otorgar una indiscutida primacía a una manera de articular la convivencia en la que el tiempo es expropiado bajo el subterfugio del empleo (o el desempleo, que es una forma no remunerada de no parar de trabajar para encontrar trabajo), la optimización de la lógica de la productividad, el crecimiento económico, o la consecución de deseos, paradójicamente muchos de ellos inducidos por esas mismas lógicas productivas, y casi siempre tildados discursivamente de necesidades por los relatos unidireccionales de la propaganda hegemónica. 

Cada persona ha de poseer autonomía para elegir dentro de la plasticidad de las preferencias qué le plenifica y qué es por tanto aquello con lo que quiere conferir de sentido su tiempo propio, pero no olvidarse de generar contextos de amabilidad política para que las demás personas también dispongan de esta oportunidad de elección. Pensar en el apasionamiento propio desde la mirada interdependiente y no desde el solipsismo. Como bien asevera Daniel Innerarity en su último ensayo, «no hay una verdadera autodeterminación si no podemos pensar más allá de nosotros mismos». Elegir es uno de los verbos principales del vocabulario humano, que a su vez requiere un tiempo de deliberación y ponderación para discutir la propia naturaleza de las elecciones. Tras este ejercicio de elegibilidad se necesita otro tiempo para poder llevar a cabo aquello que se ha elegido, pero no una temporalidad cualquiera, sino un tiempo que facilite reflexividad sobre aquello que hacemos en ese lapso que asumimos como propio. 

La civilización prospera cuando crece la soberanía sobre mayores cantidades de tiempo sin que ello suponga menoscabo de nuestro bienestar y nuestro bienser. Una vida buena es una vida en la que se amplía la magnitud del tiempo para desplegar sobre él aquello que curse con nuestras apetencias más arraigadas. Recuerdo un adagio latino que diagnosticaba que «vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que hacemos es no vivir nunca».  No se trata de vivir como si cualquier momento fuera el último momento de nuestras vidas, como parece que prescriben los correligionarios del carpe diem, sino pensar que cualquier momento es siempre un buen momento. Saber vívidamente que cada día es irrepetible y que somos entidades finitas exulta la propia vida, le da a todo un embellecimiento inagotable, afila la receptibilidad del pensamiento ante lo irrevocable, premia la atención obsequiándola con la imaginación política de subvertir valores y construir alternativas con las que pensar que otra vida con abrumadoras cantidades de tiempo propio es posible. Pensar que otra vida es posible ya es desear vivir otra forma de vida. No hay mayor disidencia que concitar ese deseo. 


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martes, enero 21, 2025

Que en la vida haya planes de vida

Obra de Geoffrey John

Escucho en una entrevista radiofónica definir la libertad como «estar donde se quiere estar». Quien lea habitualmente las deliberaciones que comparto aquí todos los martes habrá comprobado que suelo mostrarme esquivo con la palabra «libertad», porque es un sustantivo muy desgastado y groseramente instrumentalizado como señuelo electoral. El abuso del mal uso de la palabra libertad la ha degradado hasta convertirla en el culmen para legitimar acciones maleducadas y pretextar un egoísmo incívico. Cuando se apela individualmente a ella desaparecen los intereses del resto de las personas y se eleva a derecho un deseo personal vaciado de responsabilidad ciudadana. Despierta perplejidad esta glorificación de una libertad que se puede condensar en el desafiante aserto «quién es nadie para decirme a mí qué es lo que puedo o lo que no puedo hacer». Desde hace unos pocos años esta idea de libertad lleva desplazándose de forma metonímica hacia el campo semántico de la anomia, la desregulación, la contracción del sector público, el autoritarismo pecuniario, la abolición de sistemas redistributivos con los que minar la desigualdad material, o con la demanda de políticas impositivas ultralaxas por parte de los tenedores de una riqueza exorbitante. A quienes postulan que ser libre es hacer lo que les plazca, y que limitar las acciones que patrocina el deseo es opresión, se les olvida que sus acciones comportan deberes con los demás porque tanto sus acciones como las nuestras confluyen en una misma intersección. Nos ponemos límites porque consideramos deseable compartir nuestra vida con otras vidas sin que suframos colisiones dolorosas. De no ser así la convivencia se antojaría quimérica. 

Frente al término libertad, me adhiero a la tradición de quienes emplean la palabra autonomía, la capacidad de una persona de darse leyes a sí misma con las que trazar su periplo biográfico. Es muy frecuente que se nos olvide que solo podemos ser autónomas en marcos de interdependencia. La interdependencia es toda situación en la que una persona no puede colmar sus propósitos de manera unilateral. Platón adujo que las ciudades emergieron porque las personas no se bastan a sí mismas. Si pensamos profundamente, es fácil adivinar que no hay ninguna situación en la que de forma directa o indirecta no requiramos el quintaesencial concurso de una miríada de multiagentes. La autarquía, la autosuficiencia y el solipsismo son narratividades muy seductoras sin correlación alguna en el mundo real. Hay que hacer una concienzuda dejación del pensamiento para atreverse a afirmar que todo depende de uno mismo. 

Como el antónimo de la libertad es la necesidad, para que la libertad pueda desplegarse requiere entramados políticos en los que la necesidad sea fácilmente satisfecha. La necesidad es lo común a todas las personas en tanto entidades biológicas y afectivas, y por eso su cuidado debería elevarse a acción pública y política. Aumentamos la factibilidad de ser libres cuando maximizamos la fortaleza de lo común en donde nuestras necesidades más primarias pueden cubrirse muchísimo más fácilmente. La libertad estribaría en la creación política de contextos donde lo necesario se protege para que ninguna persona encuentre obturada la capacidad de elegir planes de vida para su vida. La humanidad se torna más civilizada y humana cuando pone su inventiva política en que la necesidad y la precariedad dejen de ser protagónicas en la vida de las personas para que esas mimas personas sean soberanas de una parte mayúscula de su tiempo y puedan acceder a vidas más significativas que las que convoca la mera supervivencia. Explicado con un ejemplo recurrente en la conversación pública. Libertad no es tomarse una cerveza cuando a una persona le dé la gana, sino que la convivencia esté políticamente vehiculada de tal modo que existan condiciones socioeconómicas para que cualquier persona pueda tomársela. 

En República de los cuidados, leo a la filósofa argentina Luciana Cadahia que «las personas no somos libres cuando nada ni nadie interfiere sobre nosotros, sino que, como nos ha enseñado el republicanismo, nos hacemos libres cuando no estamos atadas a vínculos de dependencia y sumisión».  No somos libres, nos hacemos libres cuando nos liberamos de aquello que coerce nuestra agencia, que por supuesto se asocia a condiciones materiales, pero también a nuestro mundo desiderativo  y ético. Como he reiterado en los párrafos anteriores, la libertad colectiva es la que genera contextos donde la necesidad se puede colmar para dar paso a la predilección personal, y la libertad personal es la capacidad de elegir acorde a nuestros propósitos, proyectos, o metas con los cuales cada persona imbuye de sentido y alegría su vida. Spinoza aseveró esto mismo pero de un modo mucho más hermoso. Se es libre cuando se pueden suprimir las pasiones tristes y sustituirlas por las pasiones alegres. Para un cometido tan hermoso se precisan hábitats colectivos cuidadosos que favorezcan que cada cual rellene con sus preferencias el contenido de su alegría. La pura celebración de la autonomía. 


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