El dolor es la forma que encuentra el cuerpo para avisarnos de que alguna de sus partes no funciona correctamente. Cuando algo corporal nos duele, enseguida inferimos que algo no va bien, que hay un defecto en algún lugar que quebranta la armonía. Su correlato en el alma es el sufrimiento. El sufrimiento es la forma que halla el alma para alertarnos de que algo falla y que deberíamos mutar la dirección de alguna de nuestras acciones. En un cuerpo en el que no hay dolor específico hay una estabilidad y un equilibrio que facilitan un adecuado funcionamiento de todo el sofisticado engranaje que lo conforma. ¿Y cuál es el correlato de la buena salud en el alma? Hay una panoplia de posibles respuestas, pero creo que alcanzaríamos rápido consenso si entre ese tumulto de respuestas sale citada la tranquilidad, ese lapso sostenido en el tiempo en el que la realidad ceja de confabular contra nuestros intereses más medulares y relaja su papel opositor. Quien lea habitualmente estos artículos sabrá que es una ideación recurrente afirmar que no hay nada más excitante que la tranquilidad, un aserto de cuño mitad estoico, mitad epicúreo, al que me adhiero cada vez con más convicción.
La disolución de la preciada tranquilidad sucede cuando vivimos con miedo y percibimos amenazas que suspiran por rasgar aquello a lo que conferimos relevancia. Vivir en una alerta perpetua menoscaba nuestra tranquilidad, pero también, y este detalle es culminar, la atención entendida como el mecanismo con el que accedemos a realidades invisibilizadas o estragadas por la costumbre y la celeridad. Estamos alerta cuando presagiamos hostilidad a nuestro alrededor, sin embargo, estamos atentos cuando intuimos que esa atención será recompensada con belleza. Para este segundo cometido es fundamental abandonar el estado de alerta, porque quien está alerta no está atento. Dicho con lenguaje positivo, es imperativo albergar tranquilidad.
En la universidad asistí a las clases de un profesor que en la asignatura de Estética escindía estas dos disposiciones nominándolas como estar al acecho y estar a la escucha. Encontramos belleza no donde buscamos belleza, sino donde colocamos la atención sin el afán de buscar nada y más bien apreciarlo todo. La belleza es la experiencia contemplativa que nos inclina hacia la delectación y lo fruitivo, pero es un deleite que a la par guarda una energía propulsora para que quien la recibe movilice su atención hacia aquello que lo mejore y a la vez mejore los contextos de las personas que pueblan su derredor. La belleza es omnipresente si poseemos sensibilidad y potencia epistémica para captarla. La belleza no solo se prodiga en la naturaleza y en los fabulosos artefactos culturales que el animal humano es capaz de crear con su inventiva y su inteligencia, también abunda en el comportamiento. Hay abrumadora cantidad de ella en el proceder de quien pone su atención y su cuidado a disposición de la persona que los necesita. El amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas tanto del círculo íntimo como del círculo que excede la geografía de la proximidad. Creo que cuando expandimos ambos círculos celebramos la antología de la belleza.
Y aún queda lo más sobresaliente. La belleza es un generador de entusiasmo, (el entusiasmo es otro de los antónimos del sufrimiento), un impulso que permite que una persona realice una tarea con esfuerzo aunque sin tener la más mínima sensación de que se está esforzando. El entusiasmo atestigua el sí a la celebración de la vida. El entusiasmo nos urge a dedicarnos a aquello que nos abastece de entusiasmo, un bucle que una vez activado dona de plenitud y sentido a quien se interna en él. Nietzsche estableció el concepto del eterno retorno como criterio de selección de nuestros fines. ¿Qué haríamos si lo que decidimos hacer lo tuviéramos que repetir eternamente? Llevaríamos a cabo aquello que nos entusiasma. Y cuando estamos entusiasmados no solo estamos atentamente absortos, asimismo se enraízan los sentimientos de apertura al otro en el espacio compartido y en el uso público de la razón comunicativa. Tranquilidad, belleza y entusiasmo como puertas de acceso a una vida cívica más amable, más habitable, más poblada de atención y afecto.
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