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martes, marzo 28, 2023

El respeto es el cuidado en la forma de mirar lo valioso

Obra de Andre Deymonaz

En los escalones de un centro educativo me encuentro con diferentes frases motivacionales. Son los típicos lemas que tanto se estilan desde que eclosionó la inteligencia emocional. Mis ojos se detienen en uno que me llama poderosamente la atención. «El respeto se gana con humildad, no con violencia». Me parece un enunciado muy resbaladizo que fomenta el equívoco en torno a las deliberaciones del respeto. Estos días he visto junto a mi compañera la serie Fariña, un relato de la implantación del narcotráfico en Galicia a principios de la década de los ochenta basado en el libro de Nacho Carretero. Los mayores capos estaban obsesionados no con la droga, sino con el respeto. Todos querían continuar con el narcotráfico como un modo no solo de lucrarse rápida y abultadamente, sino sobre todo de aprovisionarse del respeto de la comunidad. Es pertinente preguntarse qué es, en qué consiste ese respeto que tanto ansiaban personas con una exorbitante aunque ilícita capacidad adquisitiva. El respeto es una palabra polisémica. Dependiendo  de quién la pronuncie y en qué contextos puede significar temor, silencio, consideración, prestigio, deferencia, reputación, veneración, poder, cariño, valoración, afecto, obediencia, dignidad, reconocimiento, admiración, estatus, subordinación, jerarquía, acatamiento, aceptación, tolerancia. El vocabulario sentimental en torno al respeto es muy extenso, pero su vastedad ayuda a esclarecer las numerosas y ambivalentes motivaciones que entran en escena en el corazón de las personas. Toda la anterior plétora de palabras parte del deseo humano de huir de la insignificancia, lograr que en alguna parte alguien nos reconozca como una entidad destacada. El ser humano quiere investirse de relevancia para otros seres humanos. La tarea que le queramos dar a esa importancia modifica por completo la naturaleza del respeto y  la forma de adquirirlo.  

En  su último ensayo, El deseo interminable, José Antonio Marina explica cómo «la palabra dignidad comenzó designando solamente un puesto merecido por el comportamiento que, a su vez, merece respeto y consideración social».  En siglos pasados la dignidad era una distinción que había que acreditar a través de acciones evaluadas por la comunidad como valiosas. Al respeto le ocurre lo mismo. Alguien se hace su acreedor si aglutina comportamientos considerados excelentes. Aquí tanto el respeto como la dignidad son releídos como categorías éticas expuestas a la evaluación externa, no como valores comunes intrínsecos cuya titularidad pertenece a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano. Desde este segundo ángulo de visión, la frase inicial «el respeto se gana con humildad, no con violencia» es un desacierto que inspira equivocidad. Todas las personas merecemos ser respetadas en tanto que somos personas. El respeto sería el cuidado que requiere la dignidad que los humanos nos hemos arrogado por ser seres humanos. La condición irreal de la dignidad (que no deja de ser una mera idea) adquiere funcionalidad en el mundo real. El respeto se erige así en conciencia asentada en conducta de que cualquier persona posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo idéntica a la que solicitamos para nuestra persona. El respeto se eleva a instrumento ético y político como acción por la que la dignidad se hace rectora del comportamiento humano. No tiene nada que ver con la humildad (la conciencia de nuestra pequeñez en tanto que humanos y por tanto hechos de humus, tierra), ni con la violencia (doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo), ni con el poder (capacidad para distribuir premios y castigos), ni con la admiración (el sentimiento que nace de la observación de una acción excelente que aplaudimos y tratamos de apropiárnosla a través de la imitación), ni del afecto (nexo imparcial y cariñoso que a veces surge en las interacciones).

El respeto es la forma de mirar lo valioso para cuidarlo. Por eso cuando nos tratan desconsideradamente decimos que nos han tratado sin miramientos. Alguien ha vulnerado la forma de mirar y en vez de vernos como una entidad dotada de dignidad nos ve y nos trata como un medio para colmar sus pretensiones. Este cuidado en el mirar necesita presupuestos vinculados con la estratificación de lo valioso para elegir qué se mira y resignificar el contenido de lo que se mira. Todo ser humano merece ser respetado por el hecho de ser un ser humano, al margen de su comportamiento. El comportamiento poco ético se puede reprobar con el aislamiento, la expulsión del círculo empático, la ruptura del vínculo. Te respeto porque eres un ser humano, pero no quiero que formes parte de mi grupo de personas elegidas porque te comportas de un modo que lastima aquello que es valioso para mí. El comportamiento punible es castigado con la aplicación del código civil y el código penal. En ambos casos no podemos dejar de respetar al ser humano porque continúa siendo un ser humano.  El valor ético de una persona y su comportamiento moral pueden tomar direcciones divergentes. He aquí el momento fundacional de la confusión.

 
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miércoles, abril 29, 2015

La reputación



La reputación  es la valoración que tienen los demás de nosotros. Estamos tan obsesionados con ella y su centralidad en la competición y la comparación social que en muchos casos somos víctimas del imperialismo del ego enmascarado en la identidad profesional, el estatus social, la retribución salarial, la titulación del conocimiento, la visible aristocracia del mérito, etc., etc., etc. Toda una gama de prescriptores encaminados a la colonización de reputación. Desgraciadamente ese afán se puede resumir en ese concepto tan horrendo como posmoderno que habla del yo como marca, una marca que hay que «saber vender» en el mercado para trepar por la pirámide social y, una vez ubicados en las alturas, los demás pronostiquen nuestro comportamiento al alza. El filósofo Alain de Botton escribió hace ya unos años el muy plausible ensayo Ansiedad por el estatus. Recuerdo que después de leerlo pensé que se podría haber titulado Necedad por ser más que los demás. Solemos engañarnos afirmando que los demás no nos importan, pero invertimos elevadísimas cantidades de tiempo y de esfuerzo muy circunscrito en lograr ser importantes para ellos, y apropiarnos así de la consecuente conducta de valor del otro hacia nosotros (materializada en reconocimiento o cariño). En los círculos corporativos la reputación es concebida como un recurso intangible para la generación de valor y por extensión para la optimización financiera, el santo grial  en el ecosistema empresarial. En los paisajes íntimos y en los nexos comunitarios esa valoración consustancial a la reputación vincula más con el orden axiomático que jerarquiza la visión del mundo del que nos escruta que con nosotros mismos. Dicho de un modo sencillo. Su opinión sobre nosotros depende de sus valores, aquello que cobra protagonismo en su vida, lo que significa que aprecia o deprecia en nosotros lo que previamente valora o subestima en él.  De ahí que la emisión de un juicio sobre algo externo es en realidad una afirmación sobre algo interno. La sobreestimación o la minusvaloración de nosotros no dependen íntegramente de nuestros actos ni de nuestro discurso, sino más bien de la estratificación axial que guía la vida del otro.  

Las personas somos entidades muy complejas, entramados inextricables de biología y biografía, pozos sin fondo,  nudos gordianos difíciles de desatar. Muchas veces ni nosotros mismos sabemos quién habita en las palpitaciones de nuestras sienes, quién se hospeda en el interior de nuestros actos, quién adopta unas décimas de segundo antes que nosotros las decisiones que luego ejecuta nuestro cerebro. Este desconocimiento tan mayúsculo nos permite aducir que la reputación es lo que piensa de nosotros la gente que no nos conoce de nada, puesto que incluso nosotros somos para nosotros un jeroglífico de cuyo significado sólo poseemos aproximaciones cuarteadas. El escritor Juan Bonilla publicó en los noventa la recomendable novela Nadie conoce a nadie. En sus páginas se demostraba cómo se puede contaminar muy fácilmente el concepto que tenemos de alguien, incluso afectivamente muy cercano, lo que servía para corroborar el irrefutable título del libro. Que nadie conozca realmente a nadie no impide que construyamos juicios acelerados sobre las alteridades con las que nos cruzamos. Solemos tardar treinta segundos en configurar una primera impresión sobre una persona que acabamos de conocer. Tres minutos en  valorarla. Menos de diez en hacernos una idea macroscópica que nos permita creer que ya podemos predecir su conducta. Nuestra reputación depende de esos instantes. Demasiada inconsistencia para perder tanto tiempo en tratar de controlarla. Demasiada volubilidad para que nuestra estima esté en manos de alguien que no somos nosotros.



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lunes, junio 23, 2014

El espíritu de la escalera




El espíritu de la escalera es la sensación de que lo mejor que se nos ocurre llega cuando ya es demasiado tarde para utilizarlo. Es una curiosa expresión francesa (l’esprit de l’escalier). Explica cómo la aparición del ingenio surge a destiempo, cuando ya es innecesaria, cuando se ha acabado la posibilidad de convertirla en un recurso para salir airosos de una situación. Este síntoma se da cuando se nos ocurren refutaciones geniales a afirmaciones que un rato antes nos han dejado noqueados, ideas que de haberlas tenido en el momento oportuno nos hubieran sacado exitosamente de la situación, nominaciones exactas de lo que queríamos decir en ese instante en que comprobamos con horror que las palabras deshabitan nuestro vocabulario. Lo mejor se nos ocurre al retirarnos y esta constatación demuestra que la inteligencia invierte mucha energía en evitar que la realidad le pille por sorpresa, sin conseguirlo. Esta sensación repetida varias veces provoca otra que es igual de incómoda, pero que guarda la particularidad de desplegarse en tiempo real y no retrospectivamente: la certeza de que dentro de unos minutos seremos mucho más inteligentes que ahora, aunque para entonces ya no nos servirá de nada. Es muy triste ratificarlo, pero el talento se suele retraer cuando necesitamos su urgente colaboración. Este drama cotidiano puede ayudarnos a entender la diferencia entre la teoría y la práctica

El espíritu de la escalera puede tomar la dirección ascendente (cuando se nos ocurren chispazos de genialidad a posteriori), pero también la descendente (cuando en vez de incubar ocurrencias brillantes advertimos que no hemos sabido callar a tiempo las palabras que ahora nos atormentan). Podemos subir la escalera (nos eleva hallar ideas luminosas aunque sea a destiempo) o bajar unos cuantos peldaños (haber proferido ciertas cosas nos hace descender a los sótanos de la mortificación). Lo primero se fija en lo que nos gustaría que hubiese ocurrido, lo segundo en lo que nos gustaría que no hubiese pasado, pero ambas direcciones provocan malestar. Lo interesante del espíritu de la escalera es que despierta la capacidad del ser humano de repasar los acontecimientos y fabular otros desenlaces, la soterrada labor pedagógica que encierra pensar y evaluar lo acaecido. De esa rumiación moderada surge el arrepentimiento, el sentimiento que emana del escrutinio de un hecho del que no nos sentimos satisfechos, o que podríamos haber ejecutado con mayor prestancia. Los que presumen de no haberse arrepentido nunca de nada en la vida no pueden haber sentido jamás el espíritu de la escalera. Y sin él es difícil mejorar, avanzar, superarse. El espíritu de la escalera permite asistir a una clase particular en la que nosotros somos nuestros propios profesores y nuestros hechos el temario a estudiar. Conviene no hacer pellas a esa hora. 

lunes, abril 28, 2014

La ética y el beneficio económico




Se suele decir e incluso escribir con una frecuencia preocupante que ser ético proporciona beneficios a largo plazo. Se promociona la conducta ética señalando su utilidad financiera. Este tipo de divulgación propone una instrumentalización de la ética, subordinar el mapa de nuestro comportamiento a la búsqueda del beneficio económico, monetarizar la mejor forma de relacionarnos con nuestros congéneres y desplegarla no como una encarnación de nuestra persona en nuestra conducta, sino como una táctica para aumentar la cuenta de resultados. Aparte de esta institucionalización de la ética como activo estratégico, defender que la ética proporciona beneficios es una afirmación muy atrevida. Si la ética aumentara los márgenes de beneficio, no haría falta implantar ningún manual de buenas prácticas en las corporaciones. La congénita optimización del lucro llevaría intrínsecamente a una alta resolución ética, al traer adjuntado, según los prescriptores de esta tesis, un incremento en el balance del ejercicio anual. Nadie nos recordaría a todas horas que hay que ser éticos.

Ensamblar en una misma oración ética y beneficios pone en entredicho la propia dimensión ética. El impulso ético debe instaurarse en el comportamiento no porque la ética aporte réditos, sino porque consideramos al otro como un igual que merece el respeto que nosotros nos concedemos a nosotros mismos. Actuar conforme a unos estándares en el que el otro es un fin en sí mismo y no un medio para maximizar la obsesiva cuenta de resultados. Recuerdo haberle leído a Savater que al entrenarse la práctica ética, se renueva el impulso de considerar al otro como un fin y no como un instrumento de nuestros apetitos, sobre todo los crematísticos, añado yo. El pensamiento ético incluye a los demás en las deliberaciones personales y los trata como sujetos poseedores de una dignidad intocable.  Hace unos años en una reputada escuela de negocios de París no tuvieron mejor ocurrencia para estimular el uso del compartimiento ético que llevar a sus aulas a empresarios que habían sido encarcelados por vulnerar la ley. Querían educar ejemplificando las consecuencias de no ser ético y para ello nada mejor que los alumnos lo dedujeran por sí mismos del testimonio de quien lo había padecido en carne propia. Al hacerlo cometían una gigantesca torpeza. Confundían la ausencia de ética con la comisión de un delito.