El respeto es la afirmación y el cuidado de la dignidad que toda persona posee por el hecho de ser persona al margen de cualquiera de sus adscripciones. El respeto permite que esa dignidad cuidada convierta en fraternidad el comportamiento tanto del receptor como del dador del cuidado. Esta es la definición que esgrimí en la mesa redonda en la que participé en la Universidad de Castilla La Mancha en el marco del VIII Congreso Estatal de Educación Social, que concluirá dentro de una semana. Cuidar la dignidad de las personas es comportarnos con ellas de una manera que juzgamos encomiable, afectuosa, que proporciona progreso civilizatorio. El respeto o la consideración hacia la persona prójima deviene tarea relativamente sencilla cuando la llevamos a cabo con nuestras personas queridas y allegadas, pero se sofistica y dificulta cuando hay que desempeñarla con personas con ideas, opiniones y vidas muy diferentes a las nuestras, o con abstracciones alejadas de nuestra cotidianidad en las que sabemos que habitan personas aunque no las conozcamos ni las veamos por ninguna parte. Nuestro círculo empático es un ecosistema ridículamente diminuto si lo comparamos con la vasta magnitud del mundo. Además, vivimos muy segregados por el poder adquisitivo, la procedencia de clase, el capital relacional, el género. En las relaciones electivas nos rodeamos de personas que suelen albergar ideas más o menos afines a las nuestras. Esta tendencia endogámica nos dona comodidad y amparo, y por supuesto nos devuelve una gratificante imagen de nuestra persona. Nuestra vida acaba imantada a compartirnos con un reducido número de personas que se parecen a la nuestra. Según la tesis del número Dunbar, nuestra arquitectura afectiva está configurada para mantener cierta calidad sentimental y nexos de afecto con no más de ciento cincuenta personas. Sobrepasado este guarismo se desdibujan los lazos sentimentales y las interacciones se rigen por otros criterios.
En
este preciso punto radican muchos de los obstáculos que encuentra la
dignidad para ser cuidada. Es fácil ser respetuoso con quien nos une el
afecto, pero es
complicado con quien no sentimos ninguna disposición afectiva y además
porta
visiones del mundo que divergen de la nuestra. ¿En qué
consiste cuidar la dignidad de una persona con la que el vaivén de la
vida nos
hace coincidir en un espacio y un tiempo concretos a pesar de que seamos
muy
dispares en nuestros posicionamientos y en nuestras formas de comprender
y articular la agencia humana? Una posible respuesta la formula la
filósofa
estadounidense Martha Nussbaum en el libro La monarquía del miedo: «Tratar a esa persona como a una
persona: alguien que tiene una hondura y una vida interior, un punto de vista
sobre el mundo y emociones similares a las nuestras». Unas líneas más adelante Nussbaum profundiza
en esta forma amorosa de relacionarnos: «Consiste simplemente en ver a la otra
persona como alguien plenamente humana y capaz de un mínimo nivel de bondad y
de cambio». En
muchas
ocasiones desdeñamos la diversidad y la heterogeneidad y prejuiciamos
obtusamente a las personas porque jamás hemos convivido con ellas. «El
estigma arraiga característicamente allí donde se echa
en falta una asociación próxima entre diferentes», recuerda Nussbaum. Es
palmario que el miedo, la precariedad y la ignorancia, que es un
precursor de ese miedo, potencian este proceso de estigmatización. Como cuanto
más diferentes nos vemos con más indiferencia nos tratamos, es imperativo propiciar
contextos en los que esa diferencia se disuelva en favor de nuestra interdependiente
condición de seres humanos con descomunales puntos de convergencia.
Es muy hermoso comprobar las aperturas y las mutaciones
que se activan en el mapa cognitivo de las personas en el instante en que
conocen el testimonio y la historia detallada de una persona de distinta etnia, nacionalidad, contexto sociopolítico, nivel económico, relatados por ella
misma. Escuchando o vivenciando las historias personales de quienes las protagonizan se modifican los marcos en los que se acuñan y se estabilizan los atajos heurísticos que se sustraen al análisis crítico. La empatía se dispara en las distancias cortas del encuentro personal, pero
se difumina en la lejanía y el vaciamiento de matices que traen las
abstracciones y las generalizaciones. Para evitar que la heterogeneidad sea algo ajeno a nuestro pequeño y endogámico mundo, Nussbaum propone «un programa nacional de servicio obligatorio
para todas las personas jóvenes que les pusiera en contacto directo con otras
personas de diferente edad, etnia y nivel económico en el contexto de la
prestación de algún servicio constructivo». Este programa serviría para convivir con otras formas de mirar, sentir y existir que ayuden a salir
del atrincheramiento mental narcisista, del etnocentrismo y de la creencia
altiva en la primacía de los valores personales propios. Escuchar a la persona que no tiene voz en nuestras reflexiones e interpelarnos vivencialmente con ella
introduce preguntas, crea conciencia ética y genera permeabilidad crítica. La
voz del oprimido por la homogeneidad serviría para intercalar otros puntos de
vista y otras mentalidades y por tanto para fabular y ampliar horizontes en los que no haya espacio ni para
la opresión ni para la exclusión. En ocasiones esta incursión directa en la vida de
la persona prójima no es posible, pero podemos desempeñarla con los sustitutos de la lectura (es una de las tesis que sostengo en el ensayo Leer para sentir mejor), el arte y las humanidades. Necesitamos más convivencia y más vínculo con lo diferente para sentir y comprender que somos netamente parecidos.
Las personas sin rostro ni nombre.