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martes, febrero 25, 2020

Individualismo no es autosuficiencia


Obra de Nigel Cox
Resulta curioso cómo una mayoría de libros de autoayuda enfatizan el yo como una existencia insular. El propio término autoayuda lo denota esclarecedoramente, sin ambages ni cosmética léxica que juegue a la impostura o a la ambivalencia. La ayuda se la ha de proporcionar uno a sí mismo. A mí me provoca perplejidad esta proliferación porque cualquiera que haya vivido alguno de los frecuentes contratiempos connaturales al acontecimiento de existir, habrá comprobado que no hay mayor analgésico para atajarlos que la presencia auxiliar del otro. Un otro que me atiende, y al prestarme atención, me afirma, pero también me ayuda a sanar si estoy en una situación adversa en la que solicito atenciones. Cuando se reclama la relevancia del cuidado en la agencia humana, siempre es el cuidado y la atención que alguien ejerce sobre alguien, porque nuestra vulnerabilidad y nuestra fragilidad nos desbordan si las encaramos tratándonos a nosotros mismos como entidades atomizadas. Las experiencias de resiliencia confirman que la auténtica analgesia para contrarrestar el sufrimiento privado es la presencia afectiva de los demás. Donde no hay palabras sanadoras provenientes de otros labios, las heridas tardan en cauterizar, si es que cauterizan. No es suficiente con hablarse uno a sí mismo, necesitamos que nos escuchen y que nos hablen y que esas palabras compartidas nos acaricien, nos guarezcan, nos defiendan, nos donen irreemplazabilidad, nos destrivialicen con la atención prestada y nos demuestren que somos existencias valiosas y únicas, pero no independientes. Frente al asilamiento del yo que enfatiza la literatura emocional, el refuerzo político (no confundir política con folclore político ni con ruido parlamentario o aparatizado para complacer al club de fans en que se han desvirtuado los partidos políticos). Frente a la autoayuda, espacios y tiempos para cultivar el afecto y los sentimientos que elicitan conductas que desembarcan en redes de apoyo. 

Platón argumentaba que las ciudades se levantaron porque el ser humano no se basta a sí mismo. No es autosuficiente, necesita a los demás como los demás le necesitan a él. Nos necesitamos. La autoayuda insiste en la idea contraria justo cuando la política como forma de organizar la vida en común desatiende la condición interdependiente del ser humano y lo exhorta a la autarquía. Quien crea que exagero puede darse una vuelta por cualquier librería y leer los títulos de este tipo de literatura para constatarlo. En La expulsión de lo distinto Byung-Chul Han postula que los tiempos del otro no son tiempos productivos, por eso el otro ha sido arrumbado de lo que consideramos relevante en nuestro yo. Sin embargo, el yo aislado de otros yoes sería un yo esclavizado por las determinaciones de la biología, tan enormes y tan difíciles de satisfacer que su vida no saldría del imperio de la necesidad. En la radical soledad la natura engulliría cualquier opcion de cultura.  El yo sin otros yoes no es autárquico, es un yo quimérico, apócrifo, inexistente. La vida humana es humana porque se entreteje con otras vidas que dan vida a nuestra vida, y viceversa. Hace poco le leí a Marina Garcés que no es necesario demostrar la insorteabilidad de la interrelación humana, sino que sus críticos nos enseñen un solo ejemplo en la que no la haya. 

Recuerdo que cuando leí por vez primera La conquista de la felicidad de Bertrand Russell, el premio Nobel de Literatura esquematizaba sus tácticas de vida para pasar de ser un tipo abatido a una persona contenta. El ingrediente de la pócima mágica de esa felicidad conquistada contraviene frontalmente lo prescrito por la autoyuda. Consistía en el sano olvido de uno mismo, rehusar un ubicuo merodeo sentimental, que tiende a una peligrosa inercia entrópica. Olvidarse de uno no es abandonarse, es prestar más atención a los otros. En la época del selfie, de la petición de que la gente se enamore de sí misma, o de que contraiga matrimonio con su yo para ratificar que se quiere mucho, es necesario tener la firmeza política de educar las desmesuras narcisistas del yo y dejar espacio a otros yoes. El pecado capital por antonomasia que descubrieron los clásicos era la soberbia, que enseguida la asociaron a la idiotez, término derivado del griego idiotes. El idiota es aquel que prescinde de los demás, el que se olvida de lo político, que es donde sin embargo su vida puede ser vida humana. Ortega y Gasset escribió «yo soy yo y mi circunstancia», pero nos precavió con un corolario que ha pasado del todo inadvertido para la cultura popular: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no salvo mi circunstancia no me salvo yo». No hay mejor manera de salvar esa circunstancia que salvando la de todos.


 
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martes, mayo 17, 2016

No hay mejor fármaco para el alma que los demás



Obra de Malcom Lipke
Hace unos días leí una entrevista al neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, autor de Las almas heridas, Los patitos feos o Morirse de vergüenza, y experto en el cada vez más divulgado campo de la resiliencia. La resiliencia es volver a recuperar y sanar los sentimientos cuarteados tras recibir una de esas adversidades que nos hacen ovillarnos de tristeza. A veces la realidad nos asesta un golpe tan enfurecido que tras el impacto nos doblamos y nos encogemos de dolor. Resiliar sería el proceso en el que poco a poco volvemos a, metafóricamente, erguirnos y adaptarnos al nuevo escenario. Cervantes, probablemente el mejor psicólogo de la historia junto a Shakespeare, ya hablaba de estas cosas aunque asignándole palabras más coloquiales: «la peor derrota, el desaliento». Resiliar sería volver a recuperar el aliento, término que también significa alma, esencia, energía, ánimo, principio de vida. Recuperar el aliento, recuperar el ánimo perdido, podría vincular con dejar de sentirte un apátrida dentro de tu propia alma. Un proverbio chino que yo repito mucho nos recuerda una prescripción para casos así: «Si te caes seis veces, levántate siete». Recuerdo una adhesiva canción de un grupo de rock llamado Tahúres Zurdos que entre aullidos de guitarras distorsionadas se preguntaba: «¿Qué es eso que mueve a los hombres cuando nos desmoronamos para creer que pasará?». Recurro al gran Woody Allen para postular una posible respuesta extraída de uno de sus libros: «La realidad puede llegar a ser muy ingrata, pero es el único lugar donde podemos comernos un buen filete». A pesar de su hilaridad, no tengo la menor duda de que en esta lógica irrefutable descansa la capacidad del ser humano para sobreponerse a la adversidad y a su propia anemia anímica. Cuando algo se astilla dentro de nosotros, esperamos que el paso del tiempo y la capacidad de articular bien nuestros lastimados sentimientos cautericen la herida y nos pongan de nuevo en disposición de alcanzar alguna de esas gratificaciones que convierten la vida en un manjar apetecible. Albergamos esperanza e ilusión, dos de las palabras más mágicas en el vocabulario del alma humana. La vida sin esperanza es un niño que todavía no sabe andar, y sin ilusión, un anciano al que la pesan las piernas. 

La resiliencia no consiste en la constatación de que tarde o temprano la vida nos va a zancadillear y hará que nos demos de bruces contra el suelo mientras escuchamos sus risotadas, que nuestra alma será ulcerada por la fatalidad, que padeceremos tremebundos desencuentros entre nuestros deseos y la siempre altiva y escurridiza realidad. Reside más bien en el proceso que se inicia tras esa caída, ese golpetazo, esa terrible desavenencia que nos arrojará a un interregno en el que nos hallaremos inicialmente huérfanos de soberanía para sobreponernos. No se trata de inhumar la tristeza, sino de transformarla en análisis y palanca intelectiva de nosotros mismos. Probablemente muchos han realizado estas introspecciones sanadoras sin haber oído nunca la palabra resiliencia. La resiliencia cursa con la flexibilidad y la adaptabilidad, de ahí el éxito de símiles para ilustrar la recuperación tras una colisión traumática como el del lábil junco frente al árbol que al no poder mecerse ante las ráfagas del huracán es arrancado de cuajo, o el de una pelota de espuma frente a cualquier material rígido, cuya engañosa dureza se acabará desmembrando en irrecuperables trozos. Lo más llamativo de esta flexibilidad sentimental es que los expertos vinculan los factores resilientes con elementos propios de la afectividad. Hace poco leí una entrevista a Jorge Barudy Labrin, autor de La inteligencia maternal, en la que afirmaba que «la confianza y solidaridad de otras personas es condición imprescindible para que cualquier persona herida por una experiencia traumática pueda recuperar la confianza en sí misma, y en la condición humana». El propio Boris Cyrulnik ratifica esta idea cuando sostiene que «las investigaciones sobre resiliencia muestran que esta es una producción social y siempre interpersonal».

El mecanismo catártico más eficaz para recuperarnos de los contratiempos severos que nos brindará indefectiblemente la aventura de vivir es el afecto de las interacciones a las que concedemos valor, la vinculación social entretejida de actividades y proyectos compartidos. Una mente tan lúcida como la de Bertrand Russell desembarcó en esa misma conclusión y la compartió con todos nosotros en el terapéutico La conquista de la felicidad. Voy a resumir este recomendable ensayo en lo que pensé tras leerlo: la mejor prescripción farmacológica para las dolencias del alma son los demás. Recuerdo que en la película Náufrago, dirigida por Robert Zemeckis e interpretada por el oscarizado Town Hanks, el protagonista, tras un accidente aéreo, se encuentra tan desgarradoramente solo en una isla desierta en mitad del Pacífico que necesita inventarse una compañía para sobrevivir. Su amigo imaginario es un balón de voleibol. Le pinta un gestual rostro para poder dirigirse a él, a unos supuestos oídos que le concedan la siempre grata sensación de que alguien está prestando atención al relato en el que uno habita gracias a lexicalizar y eslabonar gramaticamente sus alegrías y sus penas. A este moderno Robinson Crusoe hablar y saberse escuchado le devuelven su condición de ser humano, el  único vínculo con lo más parecido a la civilización. La resiliencia necesita la presencia amiga de los demás. Dicho de otro modo. Nos recuperamos cuando estamos con otros seres que nos ayudan a ser.



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