Obra de Alex Katz |
Resulta desconcertante nuestro afán
por minusvalorar el impacto de los demás en nuestras vidas. Aristóteles ya
comprobó que los demás son irrenunciables para la persona que somos y abrevió
esta certeza en el archiconocido «el hombre es un animal político por naturaleza».
Añadió un corolario imprescindible que sin embargo no ha cobrado tanta notoriedad: «Y quien crea no serlo es un dios o es un idiota». En un hermoso libro titulado El animal
racional e interdependiente, el filósofo Alasdair MacIntyre
defiende el papel protagonista de los demás en tanto que nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad hacen que cada uno de nosotros
seamos existencias anudadas a otras existencias. Nuestra condición de seres interdependientes
es vitalicia, pero parece que solo somos capaces de sortear nuestra miopía para percibirla de un modo diáfano en la
infancia y la vejez. Entremedias se abre el reino de un individualismo que
considera a cada uno de nosotros autosuficiente y propugna que uno puede
alcanzar todo aquello a lo que sus méritos se hayan hecho acreedores. Al
utilizar un avieso sistema de atribuciones la teoría individualista desdeña
deliberadamente el medio ambiente social y los recursos que posibilitan el
desarrollo de destrezas y capacidades. Ocurre lo mismo con el pensamiento
positivo. Individualiza todos los procesos que permiten la intrusión en la
felicidad, olvidando que la felicidad personal requiere indefectiblemente un
entorno de felicidad política. En su último ensayo, Despertad al Diplodocus, Marina lo explica con su habitual claridad: «La
felicidad subjetiva es un sentimiento intenso de bienestar, mientras
que la objetiva es el conjunto de condiciones sociales, económicas,
institucionales y convivenciales que favorecen el acceso a la felicidad
subjetiva». Quizá los demás nos importan tanto que cuanto
menos lo sepan, mejor, y ese es el motivo de tratar al otro y el entramado
donde se efectúan las interacciones con tanta desidia.
La relevancia de los demás en
nuestras vidas es tan mayúscula que un porcentaje elevado de nuestros
sentimientos se construye en función de cómo articulamos nuestra relación con ellos. Realmente no nos relacionamos con las personas que
conforman esa agregación llamada los demás, sino con la imagen que tenemos de
ellas, que es nuestra, no suya. La profesora de Psicología Itziar
Etxeberría clasifica las emociones sociales en función del resultado favorable o desfavorable surgido de nuestra comparación con el otro. En el premiado ensayo Las experiencias del
deseo, Jesús Ferrero también cartografía los sentimientos dividiéndolos en cuatro momentos generados por el amor (eros) y el odio (misos) a uno mismo y al otro. En las experiencias interpersonales
las combinaciones posibles alumbran una copiosa ristra de sentimientos
de poderosa onda expansiva en la conducta y en la personalidad de los sujetos. Si
el yo se compara y sale bien parado se apropiará del sentimiento
de orgullo (no confundir con ser orgulloso), pero si no lo regula bien puede devenir en arrogancia, soberbia, vanidad. Si el yo se parangonea y sale desfavorecido puede padecer
sentimientos de envidia (la aflicción que nace de contemplar la prosperidad
ajena, sobre todo en el grupo de referencia) y celos (sentir al otro como una amenaza que puede provocarme una pérdida). Si el yo sufre
la desaprobación del otro sentirá vergüenza, o la sentirá igualmente si los
ojos del otro contemplan cómo uno no está a la altura de las metas que presupone la
estandarización social. Si transgrede normas e inflige daño a otro
sentirá una culpa que servirá para la reparación y también para contrapesar o
inhibir futuras acciones.
Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.
Artículos relacionados:
Esta persona no tiene sentimientos.
Las emociones no tienen inteligencia, los sentimientos sí.
La razón también tiene sentimientos.
Incluso muchas respuestas emocionales traducidas en sentimientos de índole individual son fruto de la presencia de los demás. La bondad es ayudar al otro y la crueldad es perjudicarle o alegrarse de su daño. La simpatía es alistarnos con el otro y la antipatía es negarle el acceso a nuestro mundo. La alegría es la exultación que desborda los límites de nuestro cuerpo y nuestro silencio y se expande en línea recta y con insujetable celeridad hacia el otro para compartirla con él. La tristeza demanda la atención del otro, o activa una introspección en la que tarde o temprano aparecerá alguien con un nombre y unos apellidos que no tienen nada que ver con los nuestros. La ira brota cuando sentimos que un tercero impide injustamente que alcancemos nuestros propósitos. El aprecio promociona lo admirable en el otro, el desprecio publicita justo lo contrario. El amor es un deseo en el que comparece un sinfín de sentimientos para aunar una biografía con otra biografía en aras de hacer que los fines de uno sean los fines del otro. La compasión hace propio el dolor ajeno, la indolencia lo ignora. El egoísmo es la preferencia de perjudicar a los demás a fin de conquistar un deseo personal, el altruismo es la decisión de ayudar desinteresadamente a otro a conquistar una meta incluso arriesgándonos a sufrir un coste. Sintetizando. En el relato de cualquiera de nuestros sentimientos siempre hay alguien que no somos nosotros.
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