Ne in a million, obra de Didier Lourenço |
Ayer me di un largo paseo por las
calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras,
sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que
aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba
ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo,
tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó
poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en
castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico
y tremendamente elocuente ensayo El mal
samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué
ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona
el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la
reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé),
la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión,
el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los
voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien
consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en
el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la
autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según
la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más
mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde
el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica
de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí
mismo. Su mayor impulso era la
compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.
Sin embargo, la compasión sin más no es
suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto
y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de
referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión
existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más
allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales
que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una
emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del
todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente
como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige
justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la justicia e insta a que se fije en los
desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano
del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo
realizarlos a través de las instituciones».
Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.
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Sentir bien.
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