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martes, abril 14, 2020

Yo soy tú cuando yo soy yo


Obra de Nigel Cox
He titulado el artículo de hoy con un precioso verso de Paul Celan (1920-1970) alojado en Elogio de la lejanía, un libro publicado en los años cincuenta del siglo pasado. Pertenece al poema Amapola y memoria: «Yo soy tú cuando yo soy yo». Frente al hiperindividualismo molecular que exhorta a propuestas tan narcisistas y centrípetas como enamorarnos de nuestro yo, o casarnos con nosotros mismos para mostrar públicamente nuestros sentimientos de amor a nuestra subjetividad (ya existen bodas en las que el cónyuge declara ceremonialmente el sí quiero nupcial a su propio ego ante los aplausos de los emocionados asistentes), el pensar no folclorizado entraña el estupor de advertir de que dentro de nosotros no hay nada purgado de otredad. Somos un biográfico nudo gordiano en el que la figura múltiple y heterogénea del otro conforma el denso ensamblaje...



* Este texto aparece íntegramente en el libro editado en papel Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (Editorial CulBuks, 2020). Se puede adquirir aquí.















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martes, mayo 30, 2017

Elegir bien es el centro de gravedad permanente



Obra de Mary Jane Ansell
Cuando se habla de valores rara vez se cita la prioridad de saber elegir bien. Probablemente su omisión se deba a que se trata de una redundancia o una superposición léxica. Los valores en su acepción coloquial ya traen implícitamente una buena elección del extenso y polifónico repertorio de posibilidades que abraza la acción humana. Elegir bien es tener afinada la capacidad de valorar, de optar, de dirimir, de emitir juicios de valor tras auscultar nuestra instalación en el mundo. Los valores son el resultado de discernir entre lo conveniente y lo que no lo es, entre lo loable y lo objetable, y poseer valores consiste en que nuestra conducta se decante por lo primero y se aparte de lo segundo. La palabra inteligencia sintetiza a la perfección esta iluminadora experiencia. Inteligencia proviene del término latino intelligencia, que a su vez deriva de intelligere, vocablo en el que se funden las palabras intus (entre) y legere (leer, escoger). Inteligente es el que escoge entre varias opciones la más idónea según sus posibilidades y las demandas del contexto. Es muy fácil elegir acertadamente entre lo bueno y lo malo, pero es muy difícil elegir entre lo bueno y lo que es mejor.  Como somos existencias al unísono y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. Inteligente sería por tanto aquel que elige aquella opción que más le conviene sin poner en peligro que los demás puedan elegir también la que más les convenga a ellos. Sin proponérmelo acabo de explicar qué es la ética (la incursión de los demás en nuestras deliberaciones y en nuestras acciones). 

Elegir bien no es fácil. La retórica de las industrias que fabrican opinión y la comunicación publicitaria estimulan la adquisición de objetos y experiencias como elementos estelares que resaltan la distinción, el valor cotizable en la pirámide social, la afirmación de la autoestima, el acceso a la plenitud y a la felicidad. Por supuesto esos objetos y esas experiencias sólo obtienen validación si pueden ser mercantilizados y rentabilizados como artículos de consumo por el cosmos corporativo. El ser de las corporaciones requiere el tener de las personas, pero en una relación simbiótica el tener de las personas contrae el ser que son. He aquí el bucle devorador. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización de la cuenta de resultados. Para paliar esta deficiencia se necesita una rehabilitación de propósitos que sobrepasen la obsesiva rentabilidad monetaria y que se alisten con los de la afectividad humana. Como especie que habita una enorme roca colgada del universo no nos queda más remedio que elegir. Frente al discurso dominante de la competitividad y el axioma que defiende que el acérrimo egoísmo personal produce el bien común, podemos contraponer el afecto, la bondad, la generosidad, los cuidados, la atención, la ternura, el cariño, la ayuda mutua, todo el elenco de esos sentimientos que cuando no los percibimos en una persona la motejamos de inhumana. Intuyo que cada vez son más los que anhelan subvertir la actual estratificación de valores. Un feliz botón de muestra. El hecho de que el texto que escribí hace unas semanas sobre la bondad (La bondad es el punto más elevado de la inteligenciaver-) roce el millón de visitas (cuando el promedio es infinitamente más bajo) patentiza el hartazgo de la lógica del mercado y el deseo de un estilo de vida más afín con nuestra condición de seres interdependientes. Urge preguntarnos para qué y a cambio de qué esta perpetua optimización del rédito económico que se ha erigido en la teleología de la vida humana. Urge elegir qué sentido mancomunado queremos darle a la experiencia de vivir.

En las presentaciones de La razón también tiene sentimientos. El entramado afectivo en el quehacer diario (ver), construyo una larga ilación que explica holísticamente todo el proceso de la afectividad. Para saber elegir bien hay que pensar bien, que es fundamental para despertar sentimientos de apertura al otro, lo que a su vez nos hace desear bien, prólogo para elegir bien, que es la base para vivir y convivir bien, primordial para pensar crítica y autónomamente. De las interlocuciones de este conglomerado reticular surge el valor que le damos a lo que hacemos, y ese valor adherido a otros valores da como resultado una mirada paisajística que otorga el sentido que conferimos a vivir. Los valores son un marco de referencia de aquello que consideramos valioso para la convivencia (ética de mínimos), pero también la estrella polar que aprovisiona de sentido privado la tarea de singularizarnos (ética de máximos). Quizá ahora se entienda mejor la popular canción de mi admirado Battiato en la que en su adhesivo estribillo confesaba buscar «un centro de gravedad permanente, que no varíe lo que ahora pienso de las cosas, de la gente, yo necesito un centro de gravedad permanente». Buscaba un sentido, que es la consecuencia última de elegir. San Agustín acuñó el celebérrimo «ama y haz lo que quieras». Amar aquí conexa con el cuidado del otro, de tal forma que si nuestro propósito es cuidar a los demás podemos hacer lo que queramos porque nadie sufrirá daño con nuestras acciones. Como los seres humanos albergamos la capacidad de elegir qué sentido le queremos brindar a nuestra vida, que es la elección que saca más brillo a nuestra autonomía, podemos parafrasear al obispo de Hipona. Elige bien y haz lo que quieras.



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domingo, diciembre 11, 2016

Entrevista en Planeta Biblioteca

Entrevista en Planeta Biblioteca de Radio Universidad de Salamanca. El programa lo conduce Julio Alonso Arévalo, experto en la digitalización de la información. Durante media hora hablamos de la sociabilidad humana recogida en el ensayo La capital del mundo es nosotros y su vinculación con las bibliotecas como centros públicos en los que se facilita el encuentro con el otro.  Se puede escuchar y descargar aquí.




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jueves, enero 28, 2016

Hoy por mí mañana por ti


Ne in a million, obra de Didier Lourenço
Ayer me di un largo paseo por las calles más céntricas de la ciudad. Vi a unas cuantas personas pidiendo en las aceras, sentadas con la mirada hundida al lado de sucios letreros de cartón en los que aparecía garabateada una frase que en breves y rudimentarias palabras demandaba ayuda y en algunos casos explicaba telegráficamente por qué (estoy enfermo, tengo hijos, no encuentro trabajo, necesito medicinas, etc.). Me llamó poderosamente la atención uno de esos carteles que transgredía la petición convencional. La consigna solicitaba la ayuda del transeúnte recordando el dicho latino qui pro quo, pero expresado en castellano: «Hoy por mí mañana por ti». Nada más leerlo me acordé del fantástico y tremendamente elocuente ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar. En sus páginas la profesora se preguntaba por qué ayudamos a los demás, por qué existe gente que se apunta al voluntariado y dona el cada vez más escaso tiempo libre. Las respuestas son variadas, pero las habituales son la perpetuación de la reciprocidad, tanto directa como indirecta (que es a la que instaba el cartel con el que me topé), la gratificación personal, la sensibilidad empática y su correlato el sentimiento de compasión, el altruismo, el deber, la solidaridad, la justicia. Helena Béjar descubrió que los voluntarios se movían bajo el imperativo de un altruismo endocéntrico, es decir, se sentían bien consigo mismos ayudando al otro. Después de entrevistar a muchos de ellos, dedujo que se movían en el lenguaje primario del yo. Con su acción afilaban los valores de la autorrealización, la autoestima, el sentimiento de pertenencia, todos ellos valores postmaterialistas, según la autora, y de clara ascendencia individualista, propia del mundo que promulga el credo neoliberal. Sin embargo, también habló con personas más mayores con hondas motivaciones de raigambre religiosa apuntadas a movimientos sociales. Comprobó que se movilizaban desde el lenguaje secundario que incorpora en sus cogitaciones el discurso colectivo y por tanto la presencia de los demás. Sus motivaciones entroncaban con una concepción orgánica de lo social, nada de convertir al otro en un medio para la satisfacción individual, sino en un fin en sí mismo. Su mayor impulso era la compasión, un sentimiento social que activa a la reparación del dolor del prójimo al hacerlo propio.

Sin embargo, la compasión sin más no es suficiente, igual que no lo es la solidaridad, cuyo radio de acción es diminuto y tiende a debilitarse hasta su desaparición nada más alcanzar la frontera que te segrega del grupo de referencia. Leamos a Victoria Camps en El gobierno de las emociones: «La compasión existe como tendencia natural, pero está mal repartida, se dirige solo a los más allegados y cercanos, en perjuicio de los que están lejos o son tan desiguales que están más allá de toda conmiseración. No es legítimo confiar solo en una emoción tan parcial. Hace falta justicia para que la sociedad no discurra del todo ajena a la moral». He aquí la prodigiosa infraestructura de la compasión: la compasión se apropia del dolor del otro y lo siente como suyo, pero busca qué medidas hay que tomar para remitirlo o neutralizarlo y, si ese dolor emana de causas sociales, exige justicia para su erradicación. Victoria Camps lo sintetiza perfectamente cuando eleva la compasión al rango «de atizador de la justicia, precede la  justicia e insta a que se fije en los desfavorecidos». Y en este preciso punto hay que introducir un nuevo matiz, muy olvidado por la filiación individualista y la ruptura del contrato social del ciudadano, esta vez de la mano del filósofo francés Paul Ricoeur: «Mis deberes de justicia para con todos los demás sólo puedo realizarlos a través de las instituciones».

Las instituciones son las estructuras que nacen con el fin de articular el hecho irrevocable de que vivimos juntos en situaciones de interdependencia. Su origen es el sentimiento, pero lo desbordan para que su onda expansiva sobrepase el pequeño perímetro en el que se desenvuelven nuestras vinculaciones afectivas y nuestra red de apoyo. Aurelio Arteta, probablemente el mayor experto en el análisis de la compasión, señala su itinerario situándolo en cuatro puntos ascendentes: compasión, indignación, justicia, política. Este instante de la reflexión es nuclear. La razón por sí sola no nos moviliza hacia el otro. Hobbes lo explicó muy bien en una frase tan archiconocida como temible: «No es irracional preferir la destrucción del mundo a herirme un dedo». Pero los sentimientos que no afectan a la construcción de instituciones y a los valores éticos que deben enseñorearlas tampoco nos son suficientes. Necesitamos la participación de ambas dimensiones. Necesitamos sentir vívidamente sentimientos sociales (en los que a pesar de pertenecer al universo privado siempre aparece alguien ajeno a ese universo) de los que nazca una justicia social que los transcienda. Es la única forma de saltar la valla del yo y cruzar a la inmensa planicie del nosotros para hacerla éticamente habitable.



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martes, enero 12, 2016

Ayudar porque sí



La banda ancha, obra de Juan Genovés
Resulta curioso comprobar cómo se ha amputado de la definición de compasión su naturaleza colaborativa. En realidad la propia compasión como sentimiento ha sido defenestrada del catálogo afectivo al considerarla desnortadamente más una humillación que una colaboración. Es un buen muestrario del troquelado sentimental contemporáneo y de cómo muta el alma humana. La compasión emerge cuando sentimos como propio el dolor ajeno, cuando el dolor que asedia al otro pasa a asediarnos también a nosotros. Esta sería la primera parte del enunciado, insuficiente si no agregamos al instante su continuación. Una vez que hemos hecho nuestro el dolor del otro hay que urdir estrategias para neutralizarlo, experimentar la necesidad de ayudar a la persona que está siendo saturada por un dolor frente al cual ella sola se siente inerme. Ese dolor lo interpretamos tan inmerecido y nos indigna tanto que nos revolvemos para ayudar a combatirlo. La compasión se revela así como la puerta de acceso al orbe ético, porque es gracias a ella como los demás se adentran en nuestra vida y en nuestras reflexiones. No hay mayor nexo con el otro que hacer tuyo el dolor que es suyo. Ayudar al doliente se erige en una máxima impostergable en los mecanismos de la compasión. Nos duele que alguien igual a nosotros, un compañero en las filas de la humanidad, pueda estar pasando lo que está pasando, y por eso ponemos empeño en revertir su situación, o amortiguarla si deviene irresoluble.

Aquí quiero introducir una feliz excepción. No siempre es necesario contemplar el dolor en el otro para ayudarlo. También se puede ayudar al que no demanda ayuda, pero la agradece porque le facilita las cosas, le hace mejorar, le allana el casi siempre pedregoso camino del día a día. Este punto me parece sustancioso. En la literatura de la negociación existe un precepto llamado la mejora de Pareto que indica algo análogo. Si puedes ayudar a tu contraparte sin que te suponga ninguna concesión, si puedes expandir el beneficio sin que nadie salga perjudicado, hazlo, porque nutrirás la relación e insuflarás vigor al compromiso del acuerdo. Es una buena propuesta, pero claramente matrimoniada con la pervivencia del acuerdo que subyace en toda concertación. Kant afirmaba que la moralidad de un acto descansa en la intención que nos impele a llevarlo a cabo, y en la mejora de Pareto está bastante definida su genealogía.

Sin embargo, se puede ayudar al otro desinteresadamente en las pequeñas rutinas de la vida cuando no hay nada que nos lo impida, hacerlo porque sí, sin sensación de deber, sin incentivo crematístico alguno ni búsqueda de compensación, sin más finalidad que la propia ayuda. No se busca la reciprocidad ni directa ni indirecta, ni se instrumentaliza la colaboración en aras de posteriores réditos. No se realizan aritméticos cálculos inversionistas tratando de rentabilizar la acción en el largo  o corto plazo. No es un presupuesto que persiga la gratificación afectiva, o el sentimiento fruitivo, o incremente los niveles de estima y la cotización social. No. Se trata de una respuesta solícita nacida espontáneamente de una sensibilidad empática para abrillantar la noción de ser humano, una disposición ética que no busca autorrecompensa sino la construcción de un mundo con menos aristas, un mundo más acogedor y amable. Nuestras interacciones comunitarias podrían adecentar mucho nuestro derredor simplemente dejándose coger de la mano de una máxima que no acarrea ningún coste adicional: «Actúa del tal modo que siempre que puedas elegir entre la pasividad o la mejora de la situación de otra persona, te decantes por esta segunda opción sin  más intención que ayudarla».



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