martes, julio 03, 2018

«Amarás al prójimo como a ti mismo»



Obra de Stephen Wrigth
El mandato bíblico «amarás al prójimo como a ti mismo» prevé que uno sabe amarse, pero sobre todo nos recluye en una paradoja que merece atención. Al reproducir en la relación con el otro ese supuesto saber amarse, la prescripción nos ancla en el egocentrismo como referencia para cuando excursionemos fuera de él. Un mandato destinado a establecer una gramática universal del comportamiento lo pone todo en manos del amor que se profesa uno a sí mismo. Es un riesgo elevado. Basta con comprobar la ingente cantidad de adeptos que posee la autoflagelación, o cómo el deber de la autoestima se degrada en soberbia, vanidad o narcisismo, tres desmesuras del ego en su afán de ensachar su grosor y mostrarlo al ojo público, para aceptar que el amor a uno mismo merece a su vez ser especificado, o eliminado como foco autorreferencial. En el conmovedor ensayo La penúltima bondad, su autor Josep Maria Esquirol cita a Levinas para contar una anécdota relacionada con este mandamiento divino, el segundo del reglamento. Cuando Buber y Rosenzweig, traductores de la Biblia al alemán, se enfrentaron a la traducción de este versículo, buscaron segregar el amor al otro de un acto egocéntrico. Como explica Esquirol, «querían evitar que la medida del amor a los demás fuera la del amor a uno mismo, es decir, no querían de ninguna manera que el amor propio fuera la óptima medida del amor a los demás». La transcripción final quedó traducida del siguiente e inspiradísimo modo: «Ama a tu prójimo, él es como tú».

Al ser la otredad un alter ego, una equivalencia a nuestra mismidad, bastaría con tratarla como nos tratamos a nosotros para dispensarle un comportamiento encomiable. Se podría verbalizar también así: «Ama a tu prójimo porque amarle es amarte». La palabra prójimo deriva de proximus, término formado por prope (cerca) y el sufijo ximus (más). Significa el más cercano, cuyo sustantivo es próximo. El prójimo es el próximo porque somos semejantes. Para el relato bíblico, todos somos criaturas creadas por Dios. Para el relato secular, todos somos semejantes porque formamos parte de esa familia humana empecinada en humanizarse. De este modo amar a un semejante desemboca indisolublemente en amarse uno a sí mismo. Pero con esta fórmula no soslayamos al yo (ni la posible degeneración de su amor propio), volvemos a reafirmarlo, aunque sea para  sugerir que en el yo que somos descansa la afiliación a la humanidad. Acaso una fórmula mucho más efectiva, que aunque no elude al yo al menos le obliga a repensar a los otros yoes, sería «Ama a tu prójimo como te gustaría que el prójimo te amara a ti». Al hablar de lo que nos gustaría estamos señalando valores, aquello que sería bueno que existiera en nuestro comportamiento. El verbo amar significa cuidar, atender, preocuparse. Desde esta nueva perspectiva convergemos en la regla ética de oro de todas las religiones en su vertiente positiva: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti». En esta regla damos por hecho que a nosotros nos gustaría que nos trataran bien. Esta presunción es nuclear. Resulta más sencillo prescribir cómo quiero que me traten a explicar cómo quiero tratarme yo. Quizá Kant se inspiró en este detalle al formular su imperativo categórico.

Hace poco le leí al neurocientífico Francisco Mora en su último ensayo que «los otros son nuestra referencia humana, constantemente activa, con la que día a día nos construimos a nosotros mismos». La mismidad se configura con el acontecimiento de la alteridad. Nuestra existencia no solo intersecciona con otras existencias en un destino comunitario, sino que mi existencia se autoconstruye con todas las demás existencias a las que a su vez ayudo a autoconstruirse. ¿Y cómo queremos que nos traten esas otras existencia que nos determinan y a las que determinamos en un dinamismo al unísono? Somos humanos, es decir, somos humus, provenimos de la tierra, somos muy limitados, y queremos que nos traten de tal modo que no nos limiten más de lo que ya nos restringe nuestra naturaleza. Ese tratar bien se puede sintetizar en que los demás nos cuiden y sean bondadosos con nosotros para combatir nuestras limitaciones y minimizar la participación del infortunio en nuestras vidas. Somos tan pequeños y frágiles que mendigamos cuidados que preserven nuestro cuerpo y afectos que resguarden nuestra urdimbre sentimental. Nuestra condición mendicante aspira a un bienestar que sólo es posible con la presencia fraternal de los demás en el exterior y sentimientos nobles hacia ellos en el interior. Que nos traten con cuidado y afecto es el pico más elevado al que puede ascender nuestra vulnerabilidad. Podemos pormenorizar un poco más el mandado y, asumiendo nuestra pequeñez y nuestra interdependencia para paliar nuestra menesterosidad, formularlo así: «Trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti cuando te sientes inerme y desamparado».

Tratar al otro como nos gustaría que nos tratasen a nosotros es tratarlo como un igual, tratarlo con fraternidad, puesto que somos hermanos en la aventura humana. Nos gustaría que nos trataran con generosidad, con bondad, que es el proceder que se da cuando colaboramos a allanar el camino del otro, a extender sus posibilidades, a facilitar su florecimiento. Amar al prójimo estribaría en ser bondadoso con él. En ser dadivoso. Estamos en los dominios de la acción humana en la que el animal humano se da. Darse es antónimo de intercambiar, vender, comprar, mercadear, invertir. Nos damos porque es lo que gustaría que hiciesen con nosotros. Algunos autores señalan el absurdo que supone este darse, en el que inopinadamente se prioriza al otro sobre uno mismo (y que se divisa con claridad en las relaciones presididas por afectos profundos, como por ejemplo las que se establecen entre padres e hijos, o entre personas en las que los fines de uno acaban siendo los fines del otro, y al revés). Este absurdo deja de serlo si se argumenta que intelectivamente es lo más ventajoso para todos si todos reprodujésemos esta lógica en nuestros cursos de acción, pero también se puede señalar que en esta proclividad hacia al otro descansa el sentido de la humanidad (como defiende Levinas).

Al solicitar amar al otro nos adentramos en el reino de la cordura, término maravilloso sobreutilizado como sinónimo de sensatez, pero que vincula etimológicamente con el corazón. La palabra proviene de cor-cordis, corazón, y ura, sufijo que indica actividad. La cordura es todo comportamiento impulsado por el corazón. Somos cuerdos cuando actuamos con el corazón (dicho con terminología menos lírica, cuando nos guía un entramado afectivo atravesado de orientación ética), y dejamos de serlo cuando disgregamos de nuestra conducta las virtudes que nos gustaría que formaran parte del repertorio del corazón humano. El insensato es el que emplea mal la inteligencia, como lo indica el diccionario, pero la malogra porque se despreocupa del bienestar del otro en aras de optimizar su satisfacción personal. Actuar así es una imprudencia, que es el sinónimo más inmediato de la insensatez. San Agustín nos invitaba al célebre «Ama y haz lo que quieras». La nomenclatura contemporánea indica lo mismo cuando invita a respetar la dignidad del otro si uno aspira a que respeten la suya. Toda esta retórica la podemos abreviar en un sencillo pero profundo «sé cuerdo». Todo añadido sería redundante.



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