Obra de Anita Klein |
Resulta muy delator comprobar cómo en castellano existe el término maltrato, pero no «bientrato».
Si el lenguaje compendia con envidiable laconismo la experiencia humana y se
erige en la solidificación semántica de lo aprendido, el hecho de que no haya
un vocablo que determine el buen trato testifica la dificultad de la convivencia,
lo complicado que resulta entablar interacciones cuidadosas y diligentes. En un
mundo de expansionismo tecnológico, urge recordar que la tecnificación aporta
bienestar material, pero los grandes problemas humanos vinculan en última instancia con cómo nos
tratamos las personas en la inevitabilidad de la convivencia. De poco
sirve exacerbar la invención de instrumentos, si no somos capaces de reconfigurar
los fines y colocar en su cúspide el respeto a la persona y los deberes a los que nos obliga este propósito. Vivimos un tiempo en que el trato se ha vuelto árido y hostil bajo la excusa de las
prisas, la burocracia, la mediación de la inteligencia artificial, o el interés personal. Es frecuente confundir la franqueza con la acritud, la tosquedad con la sinceridad, la firmeza con la humillación. Es una confusión que debilita los vínculos, porque se puede ser muy franco, muy sincero y muy firme, y hacerlo con suavidad, respeto y ternura.
La amabilidad escasea en la esfera media, en ese lugar ajeno a los lazos de parentesco, a las relaciones íntimas y al círculo empático. Creemos que el espacio compartido es una superficie de fricción donde el más mínimo roce elimina lo solícito y encona, pero son las formas de ver a la persona prójima las que determinan nuestra forma de tratarla. Si la vemos como una cosa, nos vandalizamos y la cosificamos. Si la vemos como una amenaza, se eleva nuestra presión sanguínea y nos relacionamos agresivamente (el miedo abre la agresividad, como relata Eibl-Eibesfeldt). Si es un medio para los propios fines, nos insensibilizamos y la instrumentalizamos. Si es alguien a quien no vemos, nos barbarizamos y la deshumanizamos. Si la consideramos un fin en sí misma, la respetamos y le otorgamos el mismo valor positivo que nos gustaría que recibiera la nuestra. Si la vemos como un entramado afectivo y biográfico equivalente, la tratamos con cordialidad, es decir, siguiendo las cualidades del corazón, ese lugar del cuerpo en el que el pensamiento simbólico ha depositado todas las virtudes que poseemos los seres humanos.
Pavimentar las relaciones para que la convivencia sea un lugar agradable es una aspiración sempiterna en el
proceso de humanización. Cioran escribió que nadie puede conservar su soledad
si no sabe hacerse odioso. Es fácil argüir que nadie puede mantener círculos de
convivencia si no sabe ser amable. En el nuevo libro La belleza del comportamiento me refiero a
ella en las páginas finales: «la amabilidad es el modo en el que nos sentimos
concernidos por nuestros congéneres para que la dulzura de
nuestros actos haga su vida más grata». Es una actitud acogedora y
vinculante que propende a que emerjan los sentimientos de apertura al otro, lo que corrobora el adagio de Máximo Gorki cuando sentencia que una persona alegre es siempre amable. El diccionario
de la Real Academia sanciona que amable es quien «se comporta con agrado,
educación y afecto hacia los demás». La palabra tiene su genética léxica del latín amabilis, y significa «digno
de ser amado». Sus componentes son amare
(amar), más el sufijo -ble, que indica posibilidad. En uno de sus últimos
artículos la tierna prosa de Irene Vallejo señala que la amabilidad es la habilidad de
hacerse amar. Es el significado exacto
de la palabra amable, la persona que merece ser amada, y merece ser
amada porque facilita una buena convivencia, lima aristas donde sería muy fácil
afilarlas, allana aquellos espacios proclives a convertirse en pedregosos y
escarpados.
El cuidado: una atención en la que estamos para otra persona.