Obra de Milt Kobayasi |
Los macrorrelatos legisladores han procurado
secularmente gigantescos esquemas narrativos para vertebrar la vida y los
deseos. De este modo se confería ordenación y semántica al acontecimiento
misterioso de existir. Gracias a esta subordinación se incubaban de una manera
gregaria hábitos incuestionados de sentir, pensar y actuar. Bastaba con alinearse al lado de sus prescripciones para admitir como sensato y logrado lo que se hacía con la existencia. La eliminación de estos marcos
referenciales ha desorientado al sujeto contemporáneo arrojándolo a la
absurdidad, o a la ardua tarea de brindarle un sentido a su vida. Las narraciones
de genealogía mítica, religiosa o de destino de clase, han sido arrumbadas por el universo
tecnocientífico y ahora tan solo nos queda la redacción de relatos de cariz
individual para resituar el valor de nuestra agenda. El martes pasado escribí en este mismo espacio que algunos
autores defienden que esta tarea es monopolio de una inteligencia que conceptúan espiritual. Creo que es
suficiente con denominar a este proceso como discernimiento y valoración. Al margen de cómo lo llamemos, el pensar, a diferencia del conocimiento, siempre nos pone en conversación con el sentido.
Mueren unos relatos, pero nacen otros. El neoliberalismo sentimental ha rellenado el hueco producido por la muerte o el desfallecimiento de los macrorrelatos. Lo reduce todo a un yo autárquico desposeído de tejido comunitario («la sociedad no existe, existe el sujeto y la familia» proclamaba Margaret Thatcher). En las páginas de La razón también tiene sentimientos escribí que «la desmitificación del mundo ha santificado la voluntad en abstracto. Se seculariza la vida como evento biológico, se sacraliza como experiencia privada». Si la voluntad personal y la moral meritocrática («querer es poder», «con esfuerzo todo se consigue», «tienes lo que te mereces», «eres el dueño de tus sueños») ocupan el lugar de los macrorrelatos periclitados, se entenderá por qué la construcción de sentido pasa por una autorrealización personal engranada con la dimensión laboral y económica. El itinerario vital de un ser humano se piramiza en su ubicación productora y en el valor de mercado que poseen sus habilidades. Al entronizar la voluntad como omnímoda capacidad autodeterminadora, el sujeto asume una responsabilidad faraónica, porque en las evaluaciones sobre su instalación y valor en el mundo las condiciones políticas, económicas y estructurales son directamente negligidas. Solo importa el resultado, no el medioambiente contextual tan determinante en el resultado.
La economía consumista y la mercadización totalitaria (feliz expresión que Giorgo Ruffolo utiliza en El capitalismo tiene los siglos contados) han convertido la antropológica necesidad de crear sentido en un nicho de mercado. Existe una eclosión de consumismo espiritual originado por la disolución de vínculos afectivos, relatos y comunidad. Este paisaje induce a que muchas personas deleguen en terceros la tarea de dar sentido al acontecimiento de existir. Suele ocurrir que ante el advenimiento de precariedad laboral, devaluación de ingresos económicos, incertidumbre vital y soledad afectiva, advertimos no la desaparición de los fines y el sentido, sino que su construcción era tan pusilánime y errática que cualquier contratiempo los pone en crisis o directamente se los lleva por delante. Es el ecosistema idóneo para que se asiente un pensamiento enclenque que receta simplicidades a cuestiones complejas, vacuidad deliberativa que no requiere la sedimentación cognoscitiva y afectiva del día a día que lo convierta en memoria y aprendizaje.
Al cerebro le extenúa pensar, pero anhela la tranquilidad, así que la frugalidad discursiva de la literatura de autoayuda se encuentra con todas las puertas abiertas en el mundo líquido (Bauman), la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), el yo saturado (Kenneth J. Gergen), la sociedad del riesgo (Ullrich Beck), o en una época en la que estamos deseosos de desaparecer de sí (Andre Le Breton). La serie Wild Wild Country, que recoge la vida de Osho y la idolatría de sus prosélitos, lo refleja de un modo muy elocuente. Urge pensar sobre el sentido, pero también utilizar el enorme acervo acumulado en la biografía de la humanidad. Los vínculos afectivos han servido como analgesia contra el sufrimiento en cualquiera de sus manifestaciones, pero esos vínculos necesitan tiempos, espacios y lenguajes para tejerse, imbricarse, formar potentes ecosistemas lingüísticos que constituyan pensamiento y afecto. Estas tareas necesitan el concurso del largo plazo. Y nos interpelan políticamente a todas y todos.