Obra de Alex Katz |
Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se
dialoga menos. Erróneamente creemos que
dialogar y debatir son términos sinónimos, cuando sin embargo denotan
realidades frontalmente opuestas. Como hoy
21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual
a todas esas mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos
últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El mediador
es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí donde el diálogo ha fenecido, o está a
punto de morir por inanición, o es trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las
personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por
naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó
Aristóteles en una sentencia que condecora al destino comunitario con la
medalla de oro en el evento humano. Dialogamos porque somos animales políticos.
Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al
unísono con otras existencias, no sería necesario. El propio término
diálogo no tendría ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del
prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra).
El diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito infinidad
de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra
con un mínimo de inteligencia y bondad.
El prefijo dia,
que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha desatado mucha tergiversación
terminológica. Es habitual conceder consanguinidad semántica a términos como
diálogo, debate, discusión, disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis
alude a la separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto
sería la acción en la que se sacude algo con el fin de separarlo. También
significa alegar razones contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la
discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de
polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la
convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y cuando se
polemiza se declara el estado de guerra discursiva.
Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología
es de una elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes algo. De aquí derivan las
palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi gracia, abatir los asientos
del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate (palo para golpear la pelota
en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del béisbol con un cuerpo ajeno),
abatido (persona a la que algo o alguien le han derruido el ánimo). Debate también significa luchar o combatir.
El ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo veamos
claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte. Debatir
rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea argumental del
oponente en un intercambio de pareceres. Queremos batirlo. En el debate no se
piensa juntos, se trata de que los participantes forcejeen con el pensamiento
de su adversario y lograr la adhesión del público que asiste a la
refriega. El debate demanda
contendientes en vez de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de
normas selladas se acepta que allí se librará una contienda en la que se
permiten los golpes dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario
son una presa que hay que abatir.
La bondad que
el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que
un argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El exabrupto, la imprecación, el
dicterio, el término improcedente, las expresiones lacerantes, el maltrato
verbal, el zarpazo que supone hacer escarnio con lo que una vez fue compartido
bajo la promesa de la confidencia, el silencio como punición, el comentario
cáustico y socarrón, la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz
erguida hasta auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar
humanidad al ser humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de tratarse de acciones maleducadas, también son
contraproducentes, porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía
de quien las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy
probable que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo,
la palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel que la
recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de
vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque simultáneamente
difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro
con el respeto y el cuidado que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos
como a un amigo al que con alegría le concedemos derechos. Y con el que también
alegremente contraemos deberes.
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Dos no se entienden si uno de los dos no quiere.
Escuchar a alguien es hablar con dos personas a la vez.
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