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Obra de Tim Etiel |
El capitalismo se puede definir de múltiples maneras, y una de ellas es apelando a su antónimo. Probablemente la palabra que significa justo lo contrario de capitalismo es suficiente. Dicho de otra manera más sencilla: el capitalismo es una forma de habitar la vida en la que nunca nada puede dejar satisfecho a nadie. Hace unos años Guilles Lipovetsky escribió un aleccionador ensayo titulado La sociedad de la decepción en el que escrutaba el papel generativo de la insatisfacción como elemento medular del sistema capitalista. Se requieren personas insatisfechas que palíen este malestar a través de prácticas ligadas al intercambio monetario, o a una autorrealización vinculada con prácticas laborales rayanas a la autoexplotación, y tan desvitalizada que la disponibilidad de tiempo se tome como un privilegio. Una persona contenta con lo que ya tiene estaría cometiendo la horrible imprudencia de estar colocando palos en la rueda del sistema. Para evitar este fatal desenlace existe una ubicua industria de la persuasión destinada a que cualquier persona se pliegue a considerar que le hace falta lo que le falta, y se entristezca por ello, o al menos sienta menoscabada su alegría, y ponga todo su subjetividad al servicio de su consecución.
Para afrontar este cometido esta industria de la persuasión y por tanto también de mitología no duda en homologar necesidades y deseos (la necesidad es aquello que en su ausencia malograría una vida, el deseo es la presencia de una carencia que solicita con irritada insistencia dejar de serlo), vincula la idea de felicidad a satisfacción material (una felicidad asociada al consumo y a una alegría mercantilizada), fomenta el analfabetismo financiero de convertir en sinónimos endeudamiento con riqueza, iguala conformismo con mediocridad, demoniza la aceptación (la célebre zona de confort), fomenta la emulación pecuniaria, asocia la riqueza a la virtud y la pobreza al demérito, etc, etc. Gracias a estas dinámicas de transmutación de ficciones el sistema de producción y el sistema de financiación se mantienen a pleno rendimiento. Cuando una persona obtiene lo que le faltaba, verá que le faltan nuevas cosas hasta ese instante impensadas, así en un proceso siempre ineluctable e inacabado, y que solo puede ser momentáneamente satisfecho con la mediación del dinero. La retórica del discurso hegemónico anuncia que cuando una persona accede a la adquisición de muchos bienes accede simultáneamente a la buena vida, aunque siempre es una buena vida susceptible de ser mejorada, porque la biología del capitalismo se sustancia en siempre más.
Frente a esta buena vida, está la vida buena, un repertorio de virtudes en las que el capital pierde centralidad y se torna accesorio. Como en este caso el orden de factores sí altera el producto, una buena vida difiere notablemente de una vida buena. La buena vida vincula con el tener y está mediada por el capital y la objetualización de la alegría. La vida buena vincula con el ser, y está mediada por todo lo que es inmune a la mercantilización. En realidad no se trata de tener una vida buena, sino de tener una vida digna, prerrequisito ineludible para desde esa condición basal construir una vida buena. Cuando mis alumnas y alumnos hablan maravillas del dinero, les comento con un lenguaje lo más explicativo posible que por muchos recursos económicos que atesoren jamás podrán comprar pensamiento, ni habilidad analítica, ni regulación desiderativa, ni ponderación, ni vertebración narrativa de la vida, ni atención en la mirada, ni potencia volitiva, ni creatividad, ni afectos, ni alegría, ni sensibilidad, ni criterios de evaluación, ni estratificación de prioridades y expectativas, ni orientación, ni horizontes de sentido con os que construir una subjetividad moderada, ni reposicionarse, ni activar disfrutes no mercantilizados, ni pericia para autodeterminarse con sensatez y tener la plena posesión de su propia persona. Todo lo que consiste en hacer y que se aprende haciendo no se puede comprar.
Hemos atribuido valor a todo lo que tiene precio, y en nuestros juicios de estimación hemos devaluado todo lo que no se puede comprar, olvidándonos que no se puede comprar precisamente porque es tan valioso que no tiene precio. Frente al depredador siempre más, el cabal no quiero más porque tengo suficiente, o incluso más que suficiente. Frente a la voracidad insatisfecha del capital, la serenidad inteligente de quien, una vez colmadas las necesidades que le permiten adentrarse en una vida digna, desestima el papel del capital como agente de sentido. He aquí el momento fundante de la vida buena.
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