Obra de Jarec Puczel |
Hace unos días pregunté a unas alumnas para qué estudiaban. Eran dos chicas de trece o catorce años. Me respondieron: «Estudiamos
para ser mejores en el futuro». Aunque me pareció una respuesta muy plausible, no pude por menos de mostrar cierto desacuerdo:
«¿Y para ser mejores en el presente, no?». Resulta curioso cómo el animal humano sitúa en la
indeterminación del futuro aquello que sin embargo acaece en la concreción del
presente. Acciones como estudiar, aprender, pensar, deliberar, inteligir, experimentar,
vivenciar, identificar, semantizar, son acontecimientos portadores de aprendizaje y se celebran siempre en presente continuo. Con motivo de lo que
nos está enseñando la pandemia coronavírica (Boaventura Sousa de Santos firmó hace
unos meses un recomendable ensayo titulado elocuentemente como La cruel pedagogía de la pandemia),
he comprobado que las personas se refieren al aprendizaje casi siempre utilizando
la forma verbal del futuro. «A
ver si aprendemos algo de todo esto que nos está pasando», «Ojalá tanta excepcionalidad nos sirva para aprender», «¿Tú
crees que cambiaremos cuando concluya la pandemia?», «No sé si aprenderemos las lecciones que nos está enseñando el dichoso virus», etc., etc.
Mi respuesta siempre es la misma. Ya estamos aprendiendo. La
ocurrencia del aprendizaje y sus impulsos meliorativos no conocen otro tiempo de
acción que el presente. Estamos
siempre aprendiendo, siempre elaborando sentido, siempre ubicando en una narrativa las enseñanzas que dimanan del día a día.
Aprendemos saberes técnicos e intrínsecamente acríticos en las instituciones educativas y en el saber reglado, pero el aprendizaje al que me refiero aquí es el de los saberes prácticos que concurren en el aprendizaje invisible, aquellos que moldean el carácter, afinan la individuación y cincelan la subjetividad a través de una piramización de valores en cuyo cénit figura la dignidad. A mis alumnas y alumnos les he repetido muchas veces que enseñar es brindar información útil para posibilitar cambio y empancipación, pero aprender es una experiencia de recepción personal que atañe en exclusividad al que se la apropia. Puedo compartir información y conocimiento, pero pensarlo, metabolizarlo, memorizarlo e internalizarlo para generar asociaciones y comprensión es cosa suya. Con los saberes técnicos podemos ser muy operativos para modificar e inventar cosas, si bien con los prácticos se pueden adquirir herramientas conceptuales y afectivas excelsamente eficaces para vivir mejor. Aquí van algunas sugerencias.
Podemos aprender a desobedecer a la sangre cuando se amotina en las sienes y grita soluciones violentas, a evitar ser hipocondríacos emocionales, a la gobernanza sensata de nuestros deseos, a entender que somos una entidad incanjeable muy porosa a los relatos hegemónicos que siempre legitiman posiciones heredadas de privilegio, a saber que existen otras voces aunque no las escuchemos ni las leamos en los mass media, a cuestionar a quienes monopolizan el sentido común, a convertir en legible lo que nuestros ojos no ven, a poner en entredicho ideas de alegría asociadas a la industria de la felicidad y al capitalismo afectivo, a estratificar el valor de la conducta desde la dimensión ética, a amistarnos con los sentimientos de apertura al otro, a convertir la mirada en una mirada atenta y cuidadosa, a desromantizar la pobreza, a no naturalizar la desigualdad material, a desconfiar de la meritocracia como medida de todas las cosas, a comprometernos con la vida justa y compartida porque es la única forma de aspirar a una vida buena, a que refutemos a quien sostenga que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque esta afirmación cancela la oportunidad de que el mundo sea susceptible de ser mejorado. Si tuviera que sintetizar diría que aprender es hacer del mundo un lugar más pequeño y de nuestra cabeza un sitio más grande.
Repasando un texto de Eduardo Punset leo que frente a los saberes tradicionales necesitamos aprendizaje social y afectivo. Estoy de acuerdo, pero conviene agregar que los aprendizajes sociales elaboran afectos y la predisposición a convertirlos en hábitos, y los hábitos afectivos configuran mirada civilizatoria y política. Son aprendizajes que se construyen desde el solapamiento. El hecho de estar aprendiendo a cada instante nos convierte en sempiternos aprendices. Marina Garcés acaba de publicar un ensayo de título inequívoco: Escuela de aprendices. Otrora la palabra aprendiz se utilizaba para aquel que empezaba a conocer un oficio, pero a su vez señala fidedignamente nuestro auténtico rango de seres con una existencia con la que no nos queda más remedio que aprender a hacer tareas con ella. La inabarcabilidad misteriosa de la vida siempre nos delatará como aprendices. Ojalá aprendamos tanto como para admitir que en la vida siempre seremos aprendices en perpetuo presente. Aprendices para sentir y comprender mejor, que es el mejor de los saberes.