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martes, marzo 09, 2021

Feminismo no es lo contrario a machismo

Obra de Mathis Miles Williams

En una ocasión una mujer me lanzó una pregunta indagadora. «¿Eres feminista?», me inquirió inesperadamente porque la conversación llevaba adentrada en otros asuntos y no anticipaba este giro temático. A pesar de que acogí la interrogación con cierta sensación de extemporaneidad, le respondí: «No concibo que nadie bien educado afectiva y cognitivamente no lo sea». Adherirse a los postulados del feminismo no debería bonificar en el mundo de las relaciones, pero no secundarlos descualifica para entablar interacciones dignas e igualitarias. Desde las industrias persuasoras hegemónicas se ha polarizado un debate en el que se relee el feminismo como lo contrario al machismo, y no es así. Machismo es el conjunto de comportamientos y valores destinados a devaluar y degradar a las mujeres por el hecho de ser mujeres. Feminismo es aceptar que el hecho de que hombres y mujeres seamos diferentes no legitima ningún motivo de desigualdad. Las disimilitudes biológicas no deberían habilitar disparidades normativas, jurídicas y comportamentales. Formalmente no ocurre, pero sí en la práctica. Ayer 8M, Día de la Mujer Trabajadora, no celebrábamos ni festejábamos la existencia de la mujer, como escuché afirmar a algunas voces acríticas, sino que conmemoramos esta fecha de enorme significado histórico para vindicar los derechos, oportunidades y libertades de las mujeres.  

Es un día en el que se visibiliza la desigualdad y se insiste en la erradicación de este trato basado en relatos patriarcales cargados de animadversión prejuiciosa hacia la mujer y en la perpetuación de privilegios materiales y narrativos para el hombre. A veces se nos olvida, pero el Día Internacional de la Mujer se ubica el 8 de marzo porque este mismo día, en 1857, varios miles de mujeres que trabajaban en la industria textil se manifestaron en las calles de Nueva York para exigir salarios menos miserables y condiciones laborales más humanas. La brutalidad policial para disolverlas mató a ciento viente de aquellas mujeres que pensaban e imaginaban un mundo más equitativo. El lema de esa germinal manifestación fue Pan y rosas. El pan simbolizando la seguridad económica, las rosas metaforizando una existencia mejor. Recuerdo el 8M del año pasado. Se enarbolaban muchísimas vindicaciones, pero todas apelaban a lo justo y a su pugna en el caso de su incumplimiento, a subvertir que ser mujer sea un destino con sumisiones predefinidas por un código de valoración que las deprecia. Una chica muy joven levantaba una pancarta en la que se podía leer: «Nos ha salido feminista. No, os he salido de la jaula». Una mujer octogenaria empuñaba otra con un texto inteligente y muy bondadoso: «Lo que no tuve para mí que sea para vosotras»

El enorme excedente de población desempleada es necesario para producir precariedad y explotación en los trabajadores que están dentro del mercado laboral, y a la vez crear pesadumbre entre los que están fuera, que se convierten en inevitable elemento de comparación y potente fuente de sumisión para sus antagonistas. Este paisaje de residualidad desoladora que habla tan mal de nuestra forma de organizar la vida en común se hipertrofia si quienes lo habitan son mujeres. Ser mujer es padecer un ecosistema laboral protagonizado por la brecha salarial (discriminación y devaluación retributiva en torno a un 23% por ser mujer), segregación horizontal (desempeño de empleos con remuneración y valor social inferiores), segregación vertical (escasez de puestos de responsabilidad y dificultad adicional para conseguirlos), subempleo (ocupación de empleos de inferior categoría a la acreditada por la titulación), techo de cristal (barreras disociadas de las competencias y el conocimiento con las que se encuentran las mujeres para la promoción profesional y el ascenso a las masculinizadas cúpulas corporativas), monopolio de los trabajos domésticos y de cuidados con elevadísimos porcentajes de economía sumergida, penalización tácita por la necesidad de conciliar ante la posibilidad de crear vida (criaturas) y sostener vida (cuidarlas y atender a personas dependientes). 

Además de esta retahíla de discriminaciones que concurren en la esfera laboral, las mujeres son las encargadas mayoritariamente de la absorción de las tareas del hogar básicas para que la producción disponga de mano de obra bien alimentada, descansada, limpia y cultivada. Si se contabiliza el trabajo remunerado (empleo) y el no remunerado, las mujeres trabajan más horas al día que los hombres, lo que no obsta para que sus ingresos sean mucho más exiguos. Más todavía. «De todos los factores que pueden incidir en el hecho de que un ser humano sea pobre, ninguno influye tanto como ser mujer», es decir, existe una feminización de la pobreza. Ante tanta injusticia, posicionarnos con el feminismo debería naturalizarse en la deliberación y en el comportamiento. Y con el hábito convertirse en un deber humano para extender nuestra humanización siempre en curso.


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martes, diciembre 10, 2019

Derechos Humanos quiere decir también Deberes Humanos



Obra de Davide Cambria
Tal día como hoy, 10 de diciembre, pero de 1948, la Asamblea General de la ONU reunida por tercera vez en París proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hoy los conmemoramos y estaría muy bien recordar más a menudo qué son, por qué se definieron y, sobre todo, desentumecer nuestra reflexividad y preguntarnos para qué sirven. Recuerdo una charla que mantuve hace tiempo con un grupo de personas que me invitaron a una comida con afanes gastronómicos pero simultáneamente también deliberativos. Empezamos a hablar de todo un poco, pero yo acabé hablando de la dignidad y de los Derechos Humanos. Había voces disconformes con mi discurso que caían en una inercia frecuente en el despliegue de temas orillados hacia el quehacer ético. Confunden lo que existe con lo que consideramos que sería bueno que existiera. Son voces tan súbditas de la realidad que padecen una severa carestía de imaginación para ver y crear la posibilidad. Se quejan de los males que asolan al mundo, pero saltan como un resorte que niega la mayor si se propone cualquier idea ruptora que pudiera neutralizar o atenuar esos mismos males que tanto les atribulan.  Afirman que esas ideas que turban el estado de las cosas no tienen cabida en el estado de las cosas. Les suelo responder que por supuesto que no la tienen, por eso precisamente poseen naturaleza disturbadora y capacidad de mutación. Estas personas y sus argumentaciones entran en un gracioso círculo vicioso. El mundo es muy mejorable, pero cualquier propuesta de mejora la consideran una quimera. Solo aceptan aquello ya inserto en el mundo y que por tanto no cambia el mundo. Si se rechaza el acceso de cualquier posibilidad a la realidad, convertiríamos la realidad en una entidad petrificada e inmutable, algo que la historia de la humanidad desdice permanentemente. Si alguna excepcionalidad guarda el mundo humano con respecto al mundo de otros animales, es su carácter de especie no fijada. Somos creadores de nuestro mundo, y el mundo que creamos nos va creando a nosotros. Vivimos en un perpetuo estado de construcción. Un estado siempre supeditado a un inacabamiento irrestricto.

A mis compañeros de mesa les expliqué aquel día que la dignidad aloja varias acepciones. La jurídica anuncia que la dignidad es el derecho a tener derechos, concretamente a que toda persona esté amparada por los treinta artículos que conforman la Declaración Universal de los Derechos Humanos que hoy celebramos planetariamente. Y les reté a un ejercicio imaginativo: «No conozco a nadie que no quiera que en su vida, o en la vida de los seres  a los que quiere y por los que se siente querido, no se cumplan estrictamente los Derechos Humanos, tanto los de la primera como los de la segunda y tercera generación». Entonces un comensal me interpeló: «Aquí se habla mucho de derechos, pero muy poco de deberes». Le contesté que no era cierto. Hablar de derechos comporta implícitamente hablar de deberes. Y se lo aclaré: «Tus derechos son mis deberes, y tus deberes son mis derechos.  Derechos y deberes son el anverso y el reverso de una misma dimensión. No puede haber derechos sin deberes, ni deberes sin derechos. Por eso yo no cito los deberes cuando hablo de derechos, porque lo considero una redundancia». Siempre que cito el deber me acuerdo del ensayo de Lipovetsky El crepúsculo del deber, el análisis de cómo la nueva retórica repudia el deber y sin embargo bendice los derechos. Hay algo de reprimenda en esta concepción claramente sesgada. Insisto en que deber y derecho son indisolubles.

Hace poco he revisitado Ética para náufragos de José Antonio Marina. Al releerlo me he percatado de algo que anteriormente me pasó inadvertido. Marina se basa en el deseo irrefutable de que nuestras vidas estén protegidas con derechos para precisamente dignificar la propia vida. Hay derechos que nadie pone en entredicho en el marco de una intervención teorética, y esa unanimidad y su potente fuerza tractora hay que utilizarlas para configurarlos primero y para que se cumplan después. Marina define estos derechos como derechos de crédito, es decir, «exigen que otros realicen alguna acción que me deben». Y lanza una propuesta nominal para evitar la equivocidad: «Propongo llamar a estos derechos intersubjetivos, recíprocos, mancomunados». Vincula con lo que comenté anteriormente, con el deseo de que todos queremos que en nuestras vidas se cumplan los Derechos Humanos, lo que precisa que arrostremos a su vez con otros tantos Deberes Humanos. Es muy fácil deducir que queremos tener derechos, y que ese deseo nos haría relacionarnos de un modo inteligente y no oneroso con los deberes. Para saber qué derecho nos gustaría poseer en vez de señalarlo abstractamente podríamos apuntar pedagógicamente a su ausencia. Tomo un ejemplo real de hace tres días. ¿Te gustaría vivir en un mundo en el que te empleen prácticamente todo el día, duermas en el mismo insalubre, y con las ventanas selladas, taller en el que trabajas por no poder aspirar a otra opción habitacional, cobres catorce euros mensuales, y corras el riesgo de morir calcinado o por inhalacion de humo porque es probable que se incendie el lugar por culpa de unas putrefactas instalaciones eléctricas que no han pasado ningún control de seguridad, como ocurrió en India el pasado sábado en el que murieron al menos cuarenta y tres personas? 

No se nos debería olvidar que los Derechos Humanos nacieron tras las dos guerras mundiales del siglo pasado. Hace unos días vi imágenes espantosas de la Gran Guerra, que con la llegada de la Segunda Guerra Mundial pasó a designarse Primera Guerra Mundial. La tamaña irracionalidad de una guerra es tan inconmensurablemente gigantesca que resulta imposible no recapacitar y admitir que el ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades. La atrocidad es patrimonio de la humanidad. Los Derechos Humanos son los derechos que nuestra inventiva creó para protegernos de nosotros mismos cuando sufrimos la veleidad de ser inhumanos con nuestros semejantes.  Recurro a Marina y a la obra citada: «Reclamar un derecho es pedir una protección para que ese daño no vuelva a suceder; y una protección que no dependa de una eventual benevolencia». Hete aquí la presencia del derecho y por supuesto la del deber. Tengo el deber de tratar como un ser humano a cualquier ser humano. Es un deber ético, político, social, sentimental. Ese deber es el que me garantiza el derecho de que a mí me traten del mismo humano modo. Feliz día de los Derechos Humanos. Una celebración y una vindicación por unos Derechos que ojalá no tardando mucho los consideremos muy insuficientes para vivir una vida digna.



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