Obra de David Cumbria |
El odio es el sentimiento que emerge en los animales humanos con el afán de infligir daño a otro animal o a la comunidad a la que pertenece. Cuando escribí el ensayo La razón también tiene sentimientos realicé una taxonomía binaria de los afectos. Los bifurqué en sentimientos de apertura al otro y sentimientos de clausura al otro. Era una división muy similar a la realizada por Jesús Ferrero en Las experiencias del deseo, que las cifraba en eros y misos, y las subdividía en eros y misos a uno mismo y al otro. El odio es el paradigma de esos sentimientos de clausura que en vez de expandirnos nos embotellan en las dimensiones claustrofóbicas del yo y del grupo de iguales. Frente a los sentimientos que celebran la vida y son centrífugos en su afán de aproximarnos a la interacción heterogénea, el odio es centrípeto y anhela la subyugación e incluso la eliminación física del diferente. Aquí conviene distinguir bien el odio del papel instrumental de la indignación, que es el sentimiento que se revuelve ante lo que se considera una injusticia con el fin de restituir la equidad perdida. Nada que ver con los fines del odio. La misantropía, la androfobia, la homofobia, la LGTBfobia, la misoginia, la aporofobia, la xenofobia, es odio focalizado sobre personas que subrayan el énfasis de la diferencia. El odio al otro se inspira en leer el mundo con la simpleza de la dicotomía agonal Nosotros-Ellos. Por supuesto ese Ellos aglutina lo peor, es un enemigo al que hay que derrocar en vez de personas dispares con las que la interdependencia nos exhorta a cooperar.
Este rudimentario
maniqueismo otorga al Nosotros una indiscutida superioridad que incluso
legitima el uso de la fuerza en el supuesto de que alguno de Ellos la
ponga en entredicho. En Amor y odio. Historia natural del
comportamiento humano, Irenaus Eibl-Eibesfeldt da con la clave
cuando
comenta que presentar al otro como un ser inferior y ominoso suprime la
compasión, que es el
primer paso para ponerle el marchamo de inhumano y acto seguido validar
estratagemas agresivas con las que conminarlo y obligarlo a adherirse a
nuestra cosmovisión. El germen de
degeneración que patrocina el odio al que no piensa ni comparte
prácticas de vida homólogas radica en denostarlo hasta negarle la equivalencia de ser un ser humano como nosotros. La filósofa brasileña Marcia Tiburi es diáfana
cuando escruta la idiosincrasia de este modo de mirar fascista: «Es
la negación de otro punto de vista, otro deseo, otro modo de ver el mundo, otro
al que conocer. El fascista no dialoga con nadie, porque la operación lingüística
que implica el otro es imposible para él. Cree
que las cosas no pueden ser diferentes porque el mundo está definido en sus
sistemas de pensamiento».
Estos días estoy preparando una conferencia que
pronunciaré la próxima semana en Santiago de Compostela sobre libros y diversidad en la que
intento
vincular la experiencia lectora con el entrenamiento del pensamiento
empático y compasivo, dos sentimientos primordiales para convivir
fraternalmente con la disparidad y la discrepancia. Para aceptar que el otro es un interlocutor irrevocable por muy divergente que sea su instalación en el mundo.
Los
prejuicios,
los fanatismos, los fundamentalismos, el odio al diferente, son fiascos
del ejercico cognitivo, que cualquier mente artera afanada en reclutar
correligionarios puede activar
de una manera muy sencilla. En Biografía
de la inhumanidad José Antonio Marina hace inventario de las
atrocidades de
las que somos y hemos sido capaces los animales humanos, y sobre todo
recuerda la preocupante facilidad con la que se pueden mutar los
sentimientos buenos por sentimientos aversivos, rasgar los parapetos
morales,
colar en las instituciones políticas voces y discursos que
estimulan el odio a quien no se ahorma a una cosmovisión cerrada y
unívoca. Horroriza comprobar con qué simplicidad han emergido a lo largo
de la historia caudillajes que con oportunismo táctico y una
infantilizada simplificación
del lenguaje político han provocado el asesinato de millones de
personas. Para
activar e inflamar el odio basta con azuzar emociones muy primarias en
contextos sociales de precariedad, miedo, competición e incertidumbre. Quien más odia es quien
más se odia, y el autoodio y el resentimiento prenden velozmente en el corazón
cuando uno se siente maltratado, engañado, precarizado, humillado,
desnortado, frustrado, ninguneado. Cuando uno se cataloga como víctima ve victimarios por
todas partes. Sin embargo, la desarticulación del odio y la
implementación de medidas
precautorias requieren mucho tiempo, educación, ordenación afectiva,
impregnación de lo heterogéneo, marcos políticos emancipadores y
equitativos, la colaboración de la ciudadanía y los agentes
institucionales para entretejer relatos comunes de consideración y de elogio a las personas que los ejemplifican. Necesitamos el
concurso de un
pensamiento ético que sienta que la filiación a la humanidad está muy
por
encima de cualquier otra. Que no hay un Nosotros ni un Ellos. Hay
Dignidad. El derecho a poseer Derechos Humanos. Y el deber de respetarlos.