Obra de Jeffrey T. Larson |
He escrito varias veces sobre la aspiración humana a una vida tranquila, a una existencia en la que los remansos de paz sean lo frecuente en vez de la concatenación de frenetismos cotidianos que nos centrifugan y nos alienan. La tranquilidad rara vez se cita entre las pretensiones más nucleares del ser humano, pero basta con que se quiebre para añorar su balsámico retorno. Los factores higiénicos operan de este modo en nuestro poco inteligente cerebro: se revalorizan con su ausencia, se minusvaloran o directamente se negligen con su presencia. Precisamente una de las muchas labores que desempeña el pensamiento es la de no tener que llegar al triste extremo de perder las cosas para comenzar a apreciarlas. Frente a la autarquía que pregona la literatura de autoayuda, en mis apologías de la tranquilidad he intentado explicar que la tranquilidad personal necesita indefectiblemente contextos de tranquilidad colectiva. Como sujetos políticos nos atañe decidir cómo queremos que sea la vida en común, y en esa decisión un criterio evaluativo a tener muy en cuenta sería la tranquilidad de todas y todos. En muchas ocasiones subestimamos la irradiación del medioambiente social en el que nuestras decisiones coagulan y se hacen acciones. La autoayuda y el pensamiento positivo colaboran con denodada insistencia a este preocupante olvido.
La tranquilidad debería ser una aspiración política de mínimos para que luego cada quien se decante por sus máximos. Ha de ser personal y a la vez colectiva, pertenecer a la esfera privada y simultáneamente al paisaje social. Por muy privativa que sea, los contextos condicionan sobremanera cómo será nuestra vida al elicitar unos sentimientos en menoscabo de otros. Hay contextos que facilitan la concurrencia de afectos tristes en la vida de las personas: odio, resentimiento, envidia, narcisismo, abatimiento, insatisfacción, melancolía, decepción, autodesprecio, soberbia, miedo. Pero también los hay que fomentan la comparecencia de afectos alegres como la propia alegría, la admiración, el cuidado, la compasión, la amistad, la atención, la confianza, el respeto, el entusiasmo, la consideración. Cualquier persona se comporta mejor en entornos tranquilos que en entornos lesivos. Nuestro comportamiento es subsidiario de los contextos en los que se inserta nuestra existencia. Contextos amables nos vuelven amables, contextos precarios nos vuelven miedosos e iracundos. Por desgracia el mundo cada vez es más ansiógeno, más celérico, más aturdido, menos proclive a sembrar posibilidades de vida serena y tranquila. Byung-Chul Han ha publicado Vida contemplativa, elogio de la inactividad. En su primera página podemos leer: «Dado que solo percibimos la vida en términos de trabajo y rendimiento, interpretamos la inactividad como un déficit que ha de ser remediado cuanto antes». Unas párrafos más adelante apostilla: «Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal».
Se nos olvida con frecuencia, pero lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde impera la necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay despliegue de la autonomía humana, que es fuente de serenidad y satisfacción. Solo aprendemos lo que amamos, reza el título de un recomendable ensayo del neurocientífico Francisco Mora, que podemos parafrasear en Solo aprendemos lo que elegimos, porque cuando la necesidad está erradicada, lo electivo forma parte inextricable de la palpitación vital de nuestra persona. Los seres humanos vivimos agregados no solo porque así es más sencillo derrocar la necesidad, sino sobre todo porque así podemos elegir qué hacer con nuestro tiempo. Desgraciadamente en un mundo que ha inventado portentosos medios tecnológicos para empequeñecer la tiranía de la necesidad, apenas disponemos de tiempo. El neoliberalismo demoniza la tranquilidad, la conformidad, la satisfacción, lo suficiente, la inactividad, la vida reflexiva, y no contempla la posibilidad de una existencia eximida de bloques inmensos de tiempo productivo para que cada persona dedique tranquilamente su tiempo a aquello que vincule con lo más profundo de su ser. Accedemos a los tiempos de producción con la loable aspiración de aprovisionarnos de dinero, tiempo y tranquilidad, esto es, cierta estabilidad económica y psíquica, y un tracto de tiempo propio en el que poder disfrutar de ambas realidades personalizando el modo de hacerlo. En el mundo de la lógica productiva y la rentabilidad siempre insuficiente con respecto al ejercicio anterior, si se da uno de estos tres vectores (dinero, tiempo y tranquilidad), es a costa de que no se puedan cumplir los dos restantes, sea cualesquiera que sean. Es un contexto muy fértil para los afectos tristes.
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