viernes, diciembre 11, 2015

¡Lo tengo que olvidar!


Pintura de Carrie Graber
Sólo podemos dialogar con nuestra biografía a través de la memoria. A veces ese diálogo es muy gratificante, pero a veces nos abordan conversaciones que nos desasosiegan, o humedecen los lacrimales, y que desearíamos arrojar al olvido. Existe una locución muy repetida en el lenguaje corriente que suele utilizarse cuando uno recuerda algo que le desagrada o entristece. En realidad es una interpelación: ¡lo tengo que olvidar! Hace poco mantuve una conversación en la que esta expresión emergió de repente en mitad de un grupo de frases. Me eché a reír y contesté a mi interlocutor: «ya me dirás cómo lo consigues». Luego su plática continuó dando vueltas en torno a aquello que deseaba olvidar. Entonces cité una anécdota que se le atribuye a Kant para explicar lo que en ese momento le estaba ocurriendo a él. Kant despidió a Martin Lampe, su mayordomo durante cuarenta años, al descubrir que le había robado. El tiempo había fraguado una relación entre ambos y ahora a nuestro pensador le resultaba difícil no acordarse de él a cada instante en su solitaria casa. Así que uno de los genios más epatantes de la historia de la filosofía no tuvo mejor ocurrencia que escribir una nota y colocarla en un lugar protagonista de su escritorio: «A partir de esta fecha, tengo que olvidar el nombre de Lampe». La instrucción encomendada de olvidarlo era una forma de recordarlo. 

El contenido de lo que queremos olvidar siempre viene envuelto en una pátina triste, se inclina hacia el suceso desdichado que una vez nos afligió y abrió heridas que tardaron en cauterizar. Nadie quiere olvidar momentos de iridiscente plenitud. Yo he comprobado sin ningún rigor científico que la gente triste no es la que acumula muchos capítulos aciagos en su biografía, sino la que demuestra inoperancia para olvidarlos. También he visto cómo hay personas que encuentran cierto regocijo pegajoso en recordarlos, en enhebrar descripciones de una minuciosidad palpitante de un relato que supura dolor y que se remonta a treinta o cuarenta años atrás. No necesariamente son narrativas rencorosas que harían entendible la prodigiosa memoria. El rencor afila los recuerdos porque lo infausto lo protagoniza otro, pero somos nosotros los depositarios de las sufridas consecuencias. Uno anhela cobrarse algún día la deuda de la que se siente legítimo acreedor, y hasta que eso no ocurre, la herida permanece sin cicatrizar.  Por eso el rencor es el moho del odio. O guarda la tenebrosa tecnología de una bomba de neutrones. Aniquila a las personas mientras todo a su alrededor permanece intacto. 

Deseamos olvidar lo que nos inflige daño y por eso olvidar se antoja poderosamente balsámico. El problema es que recordar es una función de la voluntad, pero uno no puede olvidar por más empeño y dedicación que ponga en ese cometido. Nos ocurriría lo mismo que a Kant, querer olvidar es una forma de recordar, un bucle sin escapatoria posible. ¿Es por tanto una hazaña inalcanzable el olvido? La respuesta es no. Para casos así sólo conozco una posible prescripción eficaz. Sólo podemos olvidar eligiendo qué recordar. A mí me gusta definir la autonomía de una persona como la capacidad de colocar su atención allí donde sólo su voluntad, y no ninguna instancia heterónoma, lo ha decidido. Recordar es posar la atención en un episodio del ayer al que se le adhiere un significado y una convergencia emocional. A veces recordar es reconstruir, y en esa artesanal tarea trampeamos con nosotros mismos al añadir un conocimiento que ahora poseemos pero que entonces era del todo inexistente. Unos recuerdos desdibujan su fisonomía hasta disolverse en la nada recordando otros. Aunque parezca una aporía, recordar es hacer borrón y cuenta nueva, una de las pocas herramientas puestas a nuestra disposición para resucitar de alguna de las muertes que tendremos a lo largo de la vida. Unas cosas se olvidan recordando otras, o a la inversa, recordar unas cosas hace olvidar otras. Spinoza afirmaba que la aflicción de una pasión sólo sanaba con el advenimiento de otra pasión de al menos igual intensidad. Un recuerdo aparta otro recuerdo. Podemos elegir qué recordar, y esta es la clave para olvidar.  «Recordar es triste, pero olvidar es morir», escribió Vicente Aleixandre en un verso que ocupa lugares de privilegio en mi cabeza desde hace tres décadas. He necesitado consagrar mucho tiempo para aceptar que las cosas son así, pero que quizá también no sean exactamente así. Recordar no es necesariamente triste. Y no olvidar lo que necesitas olvidar es morir. O una manera incruenta de matarte.



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miércoles, diciembre 09, 2015

No hay dos personas ni dos conclusiones iguales



Pintura de Alex Katz
He escrito muchas veces que vemos lo que sabemos. La explicación es muy sencilla. La mirada ve lo que señala nuestro pensamiento y resulta miope para percibir aquello que ignoramos. Sigo defendiendo lo mismo, pero también creo que vemos lo que estamos dispuestos a ver,  disposición que  se me antoja férreamente mediatizada por la estratificación de lo que consideramos central e insoslayable para nosotros. Y aquí accedemos al apasionante mundo de los valores. Valorar no es otra cosa que mirar de una determinada manera para actuar de un modo concordante. Valoramos en función del resultado multiforme y abigarrado de la persona que estamos siendo a cada instante, ese punto cronológico en el que se funden en una misma entidad pasado, presente y futuro. Somos una urdimbre hipostatizada de emociones, respuestas emocionales, sentimientos, pensamientos, conocimientos, valores personales, cosmovisiones, temperamento, carácter, personalidad, estado de ánimo, sistema de creencias, acervo empírico, construcción de recuerdos (tanto los vividos como los apócrifos), pirámide de expectativas, sesgos cognitivos, voracidad o morigeración de propósitos y deseos, catálogo de distracciones, hábitos afectivos, el propio y voluble autoconcepto de nosotros mismos. A esta constelación interior que nos individualiza indefectiblemente hay que agregar cuestiones biológicas, biográficas, económicas, políticas, religiosas, determinismos de clase social, inercias ideológicas, o algo tan peregrino pero a la vez tan medular como la fecha y el lugar en el que a uno lo nacieron, ambos con su orden normativo, jurídico, educativo, cultural, etc. Son numerosos patrones y atavismos que conviene no marginar en esta reflexión sobre quién es el habitante que bombea sangre a nuestro corazón. No es lo mismo nacer en el siglo XII que en 1981, por ejemplo, igual que apareja disimilitudes bastante gruesas ser alumbrado en un desvencijado país tercermundista en vez de en uno opulento con un sólido estado del bienestar. Lo relevante de esta retahíla de dimensiones viene a continuación.

Una pequeña mutación en uno de los vectores señalado aquí modifica al resto de vectores y singulariza su contenido, y a la inversa. Si un punto aunque sea minúsculo de este barroco sistema se ve impactado, introduce variantes en el resultado operativo de todo el sistema. He aquí la minuciosidad imposible de relatar de las mutaciones interiores, qué ha ocurrido y en qué punto nítido se produjo el impacto que ha percutido en todo ese sistema que convierte a un ser vivo en un ser humano impermeable a la estandarización. En esta peculiaridad reside que no haya dos personas iguales en un sitio donde ciframos algo más de siete mil millones de ellas. Todo este hacinamiento de elementos vinculados nodalmente en cada sujeto impide el análisis preciso, la conclusión exacta, la afirmación prístina, a la hora de connotar motivaciones y comportamientos, tanto los propios como los ajenos. Este magma siempre hirviente en el interior de cada uno de nosotros configura una mirada que al mirar ve cosas diferentes a las que ve otra mirada sobre un mismo objeto, situación o persona. Imposibilita la lectura unívoca. Esta frondosa variedad explica que lo que para una persona puede ser una conducta que oposita a la torpeza estrafalaria para otros es el paradigma de la sensatez.

Esta gigantesca melé que opera en el cerebro de cada una de las alteridades que hormiguean en el planeta tierra (incluida la nuestra) debería empujarnos a convertir la duda no en un esporádico lugar de paso sino en nuestra residencia habitual, a desconfiar de la auditoría con la que solemos contabilizar y enjuiciar de un modo rápido y sobre todo económico la conducta de los otros, o directamente a prescindir de realizarla. Si  no lo hacemos, es muy fácil caer en la trampa de conclusiones tan compartimentadas que desdicen la humana situación de interinidad permanente en que se traduce la experiencia de vivir de cualquiera de nosotros. Cierto que necesitamos recurrir a las generalidades y su séquito de imprecisiones fragmentadas para evitar ralentizar el sentido práctico que solicita la vida en el tumulto social, pero hacerlo en aras de esa funcionalidad no debería hacernos olvidar que hemos aceptado conducirnos así. Como no hay dos personas iguales, como en el interior de cada una de ellas opera un complejo sistema inextricable para los ojos ajenos, no nos queda más remedio que asumir que en nuestros análisis (siempre tan proclives a extrapolar la valoración de nuestras vivencias a las vivencias de los demás) no hay certezas, sólo y en el mejor de los casos inconcretas aproximaciones a ellas. Si nos preguntáramos por qué alguien hizo lo que hizo y decidiéramos que la honestidad presidiera la respuesta, solo podríamos mascullar un abreviado «no sé». O un coloquialmente llano «vete tú a saber».



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