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martes, octubre 15, 2024

Aprender a decir no sé

Obra de Javier Aquilue

Gabriel García Márquez afirmó en una ocasión que lo más crucial que le había ocurrido después de cumplir los cuarenta años fue aprender a decir no. A mí me gusta participarle a mis alumnas y alumnos que uno de los aprendizajes más nucleares que los seres humanos necesitamos incorporar a nuestras prácticas desde una edad temprana es aprender a decir no sé, y no sentir ni vergüenza ni desdoro por ello. Un no sé como aceptación de desconocimiento e ignorancia, pero también como expresión de titubeo, duda, fluctuación epistémica, como posición indeterminada en la que no nos atrevemos a afirmar algo ni tampoco a desestimarlo. Simplemente no lo sabemos o no lo tenemos claro. Manifestar nuestro desconocimiento debería ser la respuesta más recurrente ante la avalancha de temas que nos impactan en el día a día y desbordan el perímetro de nuestro saber. Por no decir no sé una persona puede animarse a proferir irracionalidades que, sumadas a las de otras muchas personas análogas, albergan la capacidad de convertir el espacio compartido en un espacio discursivamente insalubre. En los centros educativos es una divisa incuestionable que las personas tenemos que aprender a hablar, pero creo que habría que dedicar similar tiempo lectivo a aprender a callar cuando nuestra voz ensucia el espacio común de la palabra. El célebre «solo sé que nada sé» socrático debería devenir automatismo que nos protegiera de nuestra procacidad cuando nos aventuramos a hablar de aquello de lo que sin embargo solo disponemos de aproximaciones ambiguas y volátiles. Para aprender es condición insoslayable saber que no se sabe, y admitirlo, al menos en nuestro fuero interno. Quien está seguro de poseer conocimiento no necesita buscarlo, no le acucia el deseo de dialogar con la opinión divergente, de escuchar a la otredad, de confrontarse con la variedad de lo múltiple que le permita aprovisionarse de perspectivas hasta ese instante impensadas. «Sólo quien ama la verdad puede buscarla de continuo. Esta es la razón por la cual la duda no es enemiga de la verdad, sino un estímulo constante para buscarla». No es una ocurrencia propia. Lo asevera Nuccio Ordine en las páginas del hermosísimo La utilidad de lo inútil. 

En sus exploraciones sobre economía del comportamiento, Daniel Kahneman documentó una desconcertante limitación de nuestra mente: «Nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra aparente incapacidad para reconocer las dimensiones de nuestra ignorancia y la incertidumbre del mundo en que vivimos». Dicho de otra manera. Propendemos a sobrestimar lo que entendemos del mundo y a minusvalorar escandalosamente el papel del azar en el devenir de los acontecimientos. De este modo no atendemos a lo imprecisas que son muchas de nuestras opiniones.  A nuestro cerebro no le importa en absoluto la veracidad de lo que afirmamos, tan solo anhela pacer tranquilamente en un mullido campo de certezas. Este es uno de los motivos por el que nos abrazamos tan entusiasmadamente a prejuicios y estereotipos. El cerebro se siente cómodo y despliega estabilidad creyendo que sabe de aquello de lo que apenas tiene idea (que es una definición bastante fidedigna de qué es un prejuicio). Unos años más tarde de recibir el Nobel por estas investigaciones, Kahneman publicó el trabajo Ruido, junto a Olivier Sibony y Cass Sunstein, en el que defendía que, además de la ignorancia, un vector central en nuestras opiniones y decisiones era el ruido, la tamaña variabilidad a la que se enfrenta el juicio a la hora de adoptar una decisión. El Premio Nobel volvía a incidir en la ignorancia sobre la que se edifican nuestras certezas. «Paradójicamente, es más fácil construir una historia coherente cuando nuestro conocimiento es escaso, cuando las piezas del rompecabezas no pasan de unas pocas. Nuestra consoladora convicción de que el mundo tiene sentido descansa sobre un fundamento seguro: nuestra capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia»

En muchas más ocasiones de las que estaríamos dispuestos a admitir, nuestras afirmaciones se instituyen por preferencias emocionales e intuiciones prematuras que con el tiempo se cronifican y se invisten de una certidumbre que más tarde desestima con altanería cualquier evaluación crítica. La ausencia de escrutinio las perpetúa aún más y podemos llegar a estar persuadidos de certezas categóricamente disparatadas. La celeridad y la verborrea de un mundo saturado de agotadores estímulos se alía para que tendamos a reunir muy pocas observaciones y, provistos de juicios frugales y súbitos plagados de falibilidad, nos atrincheremos numantinamente en posturas como si detrás de ellas hubiese un poderoso respaldo epistémico. Rara vez reparamos que nuestros juicios y nuestros posicionamientos están claramente atravesados del sesgo de atribuir una excesiva confianza a nuestro propio criterio. Nos creemos preparados para emitir juicios sobre cualquier asunto que sintamos nos interpela. En las primeras páginas de su Discurso del Método Descartes compartía algo que le despertaba estupefacción, y que cuatro siglos después se mantiene vigente. El autor de la duda cartesiana escribió que nadie cree poseer un grado suficiente de belleza, pero todas las personas sí creen poseerlo cuando se refieren a su inteligencia. Esta falsa sensación de seguridad cognitiva favorece la paradoja de que el individuo contemporáneo sea muy desconfiado para unas cosas y a la par muy crédulo para otras. Los bulos, la posverdad, las mentiras, las medias verdades, la reproducción de fake news, los tópicos, los sofismas, la destrucción del lenguaje, la tergiversación de datos contrastados, las ideas conspirativas, el negacionismo de toda índole, los prejuicios, la aporofobia, la xenofobia, la homofobia, la emocracia, la arbitrariedad, el autoritarismo discursivo, los sentimientos de animadversión y miedo, etc., prenden con facilidad en las personas que subliman su conocimiento o muestran dogmática reticencia a aceptar la magnitud de su ignorancia. Frente al sabelotodo que dice ya lo sé, frente al indiferente que dice no me interesa, frente al soberbio que afirma ya lo sabía, el que ama el conocimiento dice no lo sé. Tres palabras que pronunciadas con más asiduidad embellecerían el mundo.   


 

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martes, abril 30, 2024

Pensar las ideas, no aceptarlas o rechazarlas sin más

Obra de Rui Veiga

Hace poco uno de mis mejores amigos me confesaba que ha declinado inmiscuirse en conversaciones en las que los interlocutores creen deliberar en torno a una idea. Su dimisión estaba férreamente fundamentada. Las personas no deliberamos, no acudimos al diálogo con el afán de que los argumentos de unos y otros polinicen y se mejoren en un ejercicio de racionalidad cooperativa, sino que la supuesta deliberación nace uncida al yugo de la adhesión incondicional «a los nuestros». Este «a los nuestros» no se restringe solo a la pertenencia política a unas siglas, sino que abarca todo aquello en lo que cada persona encuentra refugio, identificación y calor emotivo. Es indiferente qué idea se aborde y qué argumentos y contraargumentos entren en liza. Tanto el punto de partida como el punto de llegada discursivo es siempre el mismo: la opinión consiste en posicionarse al lado «de los míos». La soberanía del agente racional se disuelve en una servitud que rinde vasallaje intelectual a la idea que sostienen «los míos», que en esferas polarizadas suele tratarse de una idea diametralmente antagónica a la que postulan «los otros». Evidentemente esta predisposición a comulgar de forma incondicional con «los míos» cancela cualquier dimensión deliberativa, lo que anticipa la muerte del diálogo entre la ciudadanía y el funeral parlamentario en la arena política. El parlamento deviene estéril porque se le anula la actividad que le da nombre: parlamentar en torno a lo conveniente y lo justo. Descorazona advertir que en el parlamento no se dialoga porque se sabe de antemano que nadie aprobará ninguna idea proveniente de «los otros». Proliferarán apelaciones reiteradas a la fatalización de cualquier propuesta de «ellos» inflamadas con retórica apocalíptica y desconsiderada. Ocurre en cualquier parlamento, pero es fácilmente perceptible en las aulas, en los reductos laborales, en las ágoras digitales, en la conversación entablada en el espacio público. 

Esta mecánica discursiva encarna el pernicioso aunque muy poco conocido sesgo de la devaluación reactiva. La validez de una idea no está en su configuración y en su lucidez creativa, sino en quién la defiende. Una idea nos resulta convincente o desechable no por lo que proponga, sino por quién la propone. Es una deflación discursiva que verifica el poder de la emocracia frente al del pensamiento crítico y el juicio independiente. La devaluación reactiva se desata como potencia contaminante política a través del odio a «los otros» y militancia ciega a «los míos». Confundimos deliberación con adhesión u oposición, pero deliberar no consiste en aceptar o impugnar una idea en su totalidad, sino en diseccionarla, pensarla, matizarla, limarle aristas, encontrarle contradicciones, adjuntarle mejoras, perfeccionarla. No se trata de eludir la confrontación argumentada de puntos de vista divergentes, sino que lo que merece impugnación es que ese disenso emerge al saber que son  «los otros» quienes aportan la idea. La divergencia se zanja con una intransigencia absoluta no a admitir el punto de vista ajeno, sino ni tan siquiera a contemplarlo como posibilidad. Esta cerrazón a examinar propuestas de «los otros» trae consigo una pérdida de capital de confianza cuyos costes sociales precisarán de abundante energía política para poder ser reembolsados. Es muy barato hacer daño a la vida pública. Es costosísimo repararlo. 

Frente a la mostración de argumentaciones sólidas y educadas, se depauperan los razonamientos hasta simplificarlos y rebajarlos a eslóganes o mensajes que no sobrepasen los pocos caracteres con los que las comunidades digitales constriñen los pronunciamientos. La encarnizada competición por el voto y la escasez de atención o la inducida despolitización entre quienes votan favorecen un ecosistema en el que se sustituye la crítica razonada en favor del exabrupto y la afirmación inexacta pero estridente para producir ambivalencia y crispación mediáticas. La omisión de deliberación deviene en un preocupante déficit democrático con graves efectos contaminantes sobre la conversación pública. Fomenta un pensamiento dicotómico («o con los míos o contra mí») que empobrece una convivencia necesitada de inexorables interdependencias para su despliegue y mejora. Lo he escrito más veces, aunque no me importa caer en la repetición. Un argumento confiere fortaleza cívica a la ciudadanía que lo escucha, un eslogan la rebaja a la condición de hooligan instigado a gritar más que sus rivales. Y una buena noticia entre tanta desazón. Del mismo modo que se elige tratar como hinchas a los electores, también se puede elegir tratarlos como ciudadanía con capacidad de discernimiento. Para esto último basta con  que cualquier propuesta esté empaquetada con educación, inteligencia argumentativa y bondad. Y que exista por parte de todas las personas implicadas la voluntad de escucharla al margen de su procedencia.  

 
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