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Obra de Mónica Castanys
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Lo que más nos
apasiona a los seres humanos es juntarnos con otros seres humanos. Nuestra
socialidad, el deseo de pertenencia, la membresía a grupos que proporcionan
acogimiento y orientación, la afiliación a un Nosotros del que sentirnos
orgullosos, el cultivo de nexos como mecanismos de génesis de afectos, resortes identitarios y
nitidez subjetiva, así lo indican. En
todas las encuestas sobre hábitos de ocio siempre figura en primer lugar que
lo que más nos gusta hacer a las personas fuera de los tiempos de producción es
quedar con los amigos. Parece un dato baladí, pero es una noticia maravillosamente
central que deberíamos recordar mucho más a menudo. A mí me gusta convertir
este dato en la máxima con la que titulo este artículo: «lo que más nos
gusta a las personas es estar con personas». Sin embargo, esta afirmación quedaría
sesgada si no se agrega que somos muy exigentes en la selección de esas
personas. Esta exigencia ante todo pretende que ese gustar no se deteriore.
Los animales eligen lo que les proporciona placer y sortean aquello que les encierra en una situación displacentera. Durante dos años estuve
educando a un gato especialmente díscolo y comprobé empíricamente que se regía por este filtro atávico. A los animales humanos nos ocurre lo
mismo en muchísimas ocasiones, incluidas aquellas en las que
deseamos estar junto con otras personas. Propendemos a establecer vínculos con
quienes nos devuelven una imagen favorable, y tendemos a separarnos
y poco a poco debilitar las interacciones con aquellas otras personas que nos devalúan,
o sentimos que nos desvalorizan. Este tropismo comportamental se activa para fortalecer y proteger nuestra estima, esa evaluación en permanente
transitoriedad que hacemos de nuestro propio valor. En Los
Narcisos, Marie-France Hirigoyen sostiene que «tendemos a utilizar nuestras
propias cualidades positivas como estándar para evaluar a los demás, lo cual
nos asegura una comparación favorable respecto a ellas». Quizá esto explique la génesis de la endogamia. Todas y todos
anhelamos juicios positivos sobre nuestro valor, formulaciones amables sobre el concepto que
tenemos respecto al ser que estamos siendo en la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. Y si no las recibimos nos entristecemos, nos sentimos desvalidos y orientamos nuestro rádar social hacia aquellas personas que nos juzguen y nos traten mejor.
Hirigoyen
cita dos maneras de evaluarse: embelleciendo la propia imagen o rehuyendo
aquella que la pueda poner en peligro. He aquí el criterio de selección de
nuestros vínculos electivos. Aunque en el ensayo la autora sostiene que todos
los narcisos están obsesionados con la desvalorización, conjeturo que esta preocupación, en gradientes inferiores, es extensible a la sensibilidad de cualquier persona. Nos duele que nos deprecien, que el valor
positivo y el amor que solicitamos no solo no sea expedido, sino que ese valor
sea mancillado y ese amor se degrade en desconsideración e irrespeto. Quererse a uno mismo es un mantra de la
literatura de autoayuda, pero ese querer requiere la ayuda de los demás, y no su desaparición, como ciertas miradas autárquicas parecen indicar. Los
juicios sobre nosotras y nosotros pueden ser internos y externos (aprobación
social, admiración, aplauso, publicidad, ejemplaridad, o los que figuran en su
reverso, desaprobación, crítica, ostracismo). No son dos continentes aislados,
sino que ambos juicios mantienen una relación simbiótica. Los juicios externos
condicionan la narrativa interna, y la narrativa interior determina el valor y la carga de persuasión que se le otorga a
los juicios externos.
Las personas
necesitamos cariño, reconocimiento y validación de nuestro grupo de referencia. Ahora bien, cuando ese reconocimiento se
vuelve compulsivo y competitivo nos adentramos en el engreimiento. Cuando nos
enoja cualquier elogio que no vaya dirigido a nuestra persona nos volvemos
soberbios, puesto que la soberbia es creerse ungido por una grandiosidad que
merece en exclusiva todas las alabanzas. Cuando hay un deseo vehemente de recolectar halagos
caemos en la vanidad. Cuando no se acepta la crítica amable y persistimos en
direcciones erráticas tropezamos con la esterilidad contumaz del amor propio. Cuando somos
incapaces de mirar y mirarnos con la benevolencia que se merecen nuestra fragilidad,
vulnerabilidad y labilidad, podemos despeñarnos fácilmente hacia el autoodio o
hacia un rencor que rumia el pasado, ensucia el presente y elimina el horizonte. Existir es habitar
momentáneamente en puntos cambiantes de este continuo sentimental y epistémico.
Existir es compartirse y confrontarse con otras
personas que nos alerten de estas desmesuras y nos quieran a pesar de
nuestros yerros y nuestras inconsistencias afectivas. Esas personas se llaman amigas y amigos. Normal que estar con ellas sea lo que más nos
gusta cuando disponemos de tiempo.
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