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| Obra de Marcos Beccari |
Resulta muy frustrante investigar en torno a las distintas definiciones de «cariño». Es fácil tropezar con la circularidad imprecisa de las palabras, significados que apelan a otros significados, términos que se sujetan en otros términos a través de una urdimbre que se sostiene a sí misma sin ofrecer nada clarividente. Pongo un ejemplo con mis propias definiciones. El cariño es una miscelánea sentimental de afinidad y conectividad hacia alguien. Un cariño es una atención destinada a mostrar afecto. El afecto es la manifestación de que se quiere a una persona y por la que una persona se siente querida. Queremos a alguien cuando nos afectan su alegría y su tristeza y colaboramos para multiplicar la primera y aminorar la segunda. Nos encariñamos con aquellas personas que nos muestran afecto, pero también por enseres que encarnan al ser que los utiliza, o los utilizó, y desde su deceso han quedado como evocaciones de su existencia. Nos afectan las personas que queremos. Las queremos porque nos une el cariño que nos profesamos. El cariño delata el efecto de los afectos. Los afectos anudan a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas, y que se materializa con la demostración iterada de cariño. Así podríamos proseguir eternamente.
Me apresuro a compartir una definición elogiosa del cariño. Matizo que es panegírica porque el cariño suele relegarse a esos vínculos infraordinarios que sin embargo son los que pueblan y hacen apetecible el día a día donde radica la vida. No es extemporáneo recordar que los hábitos hacen habitable la vida, así que habituarnos a la afirmación del cariño nos encariña con lo habitual. El cariño es el homenaje que el amor le rinde a la textura de lo cotidiano. Es la delicadeza sobre aquello que despierta en nuestra persona deseos de cuidado y ternura, esmero y miramiento. Cuando decimos que alguien nos ha tratado sin miramientos estamos protestando por haber sido los perceptores de un trato áspero, sin cariño alguno, lo que significa que el cariño es una forma de mirar que asigna ternura e importancia a lo mirado. Frente a la indiscutida respetabilidad del amor, el cariño está injustamente minusvalorado. Si el amor es una inagotable fuente poética de belleza e insondabilidad, el cariño es literatura menor, una disposición sin aparataje conceptual en la filosofía y sin apenas indagación creadora en las artes. Abundan las teorizaciones acerca del amor, pero no sobre el cariño. En una taxonomía de la esfera afectiva, el cariño quedaría investido como una simpática irrupción en la que se mezclan los afectos y el buen trato, pero nada más. Algo pequeño carente de aura.
Rebelémonos a esta injusta subestimación. El cariño es el acto reflejo de la inclinación amorosa, la praxis con la que el amor se hace atención y cuidado. Si ese cariño se torna muy intenso puede acarrear amor, un sistema de motivación que desencadena la proeza de que las personas hagan que los fines propios y ajenos terminen ensamblándose hasta ser exactamente los mismos. Cuando sentimos este afecto en nuestra interioridad una voz nos susurra: «esta persona te importa y por lo tanto hay que cuidarla más incluso que a todas las demás». Se suele decir que el roce hace este cariño, pero creo que no es exactamente así. El roce gesta un vínculo que puede tomar direcciones tan dispares y antagonistas como el amor, la fricción, la simpatía, la animadversión, la placidez, el odio, la hospitalidad, el interés, la apatía, el sosiego, la incertidumbre, la preocupación, la indolencia, la generosidad, la envidia, o cualquiera de las muchas trayectorias y gradaciones de estas disposiciones impresas en mixturas difíciles de delimitar. Hace ya tiempo comprendimos con Borges que el verbo amar no admite el imperativo, y al cariño le ocurre lo mismo. Tener un cariño desatiende cualquier dictado salvo los del corazón. Tener un cariño es una expresión preciosa y fascinantemente contradictoria. Tenemos un cariño cuando damos afecto. La aporía emerge porque cuando lo damos es cuando lo tenemos. Algo incomprensible para la lógica expansiva del capital. Una obviedad para la lógica de los afectos.

