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Obra de William La Chace
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Hace unos días
trataba de explicar a niñas y niños de doce años la diferencia entre una
opinión y un hecho. Me parece medular abordar estos asuntos en el aula a edades
tempranas, porque provoca desaliento constatar cómo en el espacio cívico prolifera ciudadanía que no acota ambas dimensiones al exponer su parecer. Esta indistinción perjudica y encalla notablemente la conversación
pública, pero también las relaciones interpersonales. A mis pequeñas alumnas y alumnos les repito que cada vez
que expongan su voz públicamente procuren pasar por el tamiz reflexivo lo que van a decir para que quienes les atienden no se vean obligados al bochorno de escuchar opiniones sin ningún fundamento. Este deber personal requiere cuidado y consideración por lo que se ha decidido manifestar, pero también por la inteligencia que deberíamos presuponer siempre a las personas con quienes lo compartimos. Uno de los tropiezos más usuales que se producen en el régimen discursivo radica en convertir una opinión en un hecho. El otro es su inverso. Utilizar un hecho (sobre todo en diálogos muy agonales) para vindicar que la opinión mostrada es una entidad verificable. Vamos a desentrañar estos hábitos deletéreos y el deterioro discursivo que acarrean.
Una opinión es un punto de vista personal sobre un aspecto. Ortega y
Gasset escribió que cada persona es una perspectiva del universo, un aserto que
sintetiza con belleza y audacia lo que supone esgrimir valoraciones sobre
cualquier cuestión. Por el contrario, un hecho es algo que acontece o ha acontecido y que se puede demostrar. Si alguien informa de un hecho, o se
lo imputa a un tercero, ha de avenirse al deber de presentar las pruebas que confirman
que el hecho es cierto. Es muy sencillo demostrar y documentar hechos probados, lo que parece que resulta en extremo difícil es no
caer en la tentación de aliñarlos de opinión. Ocurre que la mayoría de las veces nuestras conversaciones no señalan hechos, sino sus interpretaciones, que no es otra cosa que la opinión que mantenemos sobre ellos. Las opiniones
no se pueden demostrar, aunque sí se pueden y se deben argumentar. Paradójicamente ocurre que tendemos a pedir
demostración a quien comparte una opinión, cayendo en un profundo principio de contradicción y, si la persona que opina no ve la aporía en la que se
le ha confinado discursivamente, la conversación devendrá bizantina y agotadoramente infinita.
Aquí radica el éxito de muchas tertulias deportivas (y por extensión también
políticas, literarias, artísticas, musicales). En ellas se demandan
juicios demostrativos a quienes simplemente han
compartido su punto de vista y por tanto solo pueden presentar juicios deliberativos. Esta es la fuente de muchos diálogos absurdos.
Pero aquí no termina el embrollo, simplemente acaba de empezar. Existe un tercer
vector cuyas fronteras se deberían delimitar con claridad para evitar la peligrosa depauperización de las ideas. Hay que separar con nitidez el derecho a opinar del
contenido de la opinión cuando se ejerce ese derecho. No es lesivo mostrar divergencia, pero puede ser muy dañino negar el derecho a expresarla. Conviene agregar que el derecho a opinar comporta el deber de consentir que pueda ser replicada sin que nadie se victimice por ello. En infinidad de ocasiones se escuchan en el ágora afirmaciones tan desatinadas como «es mi
opinión y tengo el derecho a que se respete», «respeto tanto tu opinión como el
derecho a opinar», «no comparto lo que dices, pero lo respeto»,
o la que suele desbaratar cualquier conversación que aspire a instaurar un ápice de racionalidad: «yo tengo mis razones y tú tienes las tuyas, y si respeto las tuyas, respeta tú las mías». La pedagogía del
diálogo nos precave que son dislates discursivos que convendría reemplazar por enunciaciones congruentes. Propongo algunas. «Es mi opinión, pero puesto que he hecho un uso público de ella, tienes
derecho a rebatirla si no la compartes». «Respeto que opines al margen de que
luego me adhiera o no a lo que contenga tu opinión». «No comparto lo que dices,
pero me parece fundamental que el derecho te ampare para que puedas decirlo». «Efectivamente tú tienes tus razones y yo
tengo las mías, pero las cuestionamos en común no para optar por las tuyas o las mías, sino
para que merced al diálogo nos procuremos recíprocamente unas mejores».
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