Obra de Brooke Shaden |
A veces se nos olvida lo evidente precisamente por serlo. Un
conflicto siempre provoca la obstrucción de un interés, y ese revés hipertrofia la
labilidad emocional. Tendemos a tener miedo, o a entristecernos o a enfadarnos, o a todo a la vez cuando algo o alguien obtura nuestros intereses. A pesar de la infinita casuística existente, yo no conozco ni un solo
caso en el que la llegada de un conflicto provoque alegría. Cuando uno se enfada, o se adentra en gradaciones más elevadas como la ira, que es enfado
huracanado, ningunea la intervención de la racionalidad y polariza el escenario de la fricción. La ira es una de las seis emociones básicas y su función adaptativa es revolvernos contra la contemplación de lo que creemos es una injusticia e intentar restaurar la equidad perdida. Pero la ira mal regulada es muy nociva:
desprecia el análisis sosegado, execra el cálculo
de pros y contras, se olvida de las consecuencias, elimina el trato considerado, flirtea peligrosamente con
la pulsión de la agresividad, decreta el exilio de la inteligencia. Bajo la égida de la ira instrumentalizamos la escoria, la
inmundicia, la podredumbre, exhumamos viejos agravios, todo aquello que creemos
puede dañar al otro y simultáneamente defendernos a nosotros. Aquí conviene
introducir un inciso que no es nada periférico. Para exhumar agravios previamente hay que saber con
bastante precisión dónde se hallan enterrados. Me explicaré mejor. Que una de
las partes en conflicto se dedique a almacenar agravios como quien apila palés
y cajones es un predictor bastante fiable de la quebrada salud de esa relación.
Hay otro sensor inequívoco. En un conflicto mal gestionado la palabra ayer (que
no deja de ser otro ejercicio de exhumación) se pronuncia muchas más veces que
la palabra mañana.
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