martes, mayo 02, 2017

La bondad es el punto más elevado de la inteligencia

Obra de Alyssa Monks

Hace unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que el bienestar pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la gratitud. En la arquitectura afectiva coloco la bondad como contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para la extracción de un beneficio), la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser. 

La bondad coaliga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro. Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos también tienen razón, serían los dispositivos afectivos de apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción. Ser bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas palabras. Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor.  Luego amplían el foco a personas que no les importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se puede sintetizar en qué consiste humanizarnos. 

Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadadas en otros contextos, como por ejemplo en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con la persona conocida que con la desconocida, con los miembros de nuestro círculo electivo y de sangre que con los que conforman el regido por lo azaroso y lo interino. Homologar ambos comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos hacer para pasar del círculo íntimo  la arena pública con la misma actitud empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al ámbito de la plaza donde el afecto pierde irradiación. He intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del sentimiento. En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos atañe a todas como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar: «Las virtudes no se aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder aprenderlas». He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje social. Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos ejemplificar. En el plano ético la teoría especulativa es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero para aprenderla necesitamos atestiguarla en personas consideradas valiosas por la comunidad y replicarla con asiduidad en nuestra vida. Pocas tareas precisan tanta participación de la inteligencia, pero pocas agradan tanto cuando se automatizan a través del hábito. Cuando alguien lo logra estamos ante un sabio.


martes, abril 25, 2017

Nunca discutas con un idiota



Obra de Alex katz
Se le atribuye a Kant la genial sentencia en la que se aconseja que «nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Hace unos años parafraseé esta prescripción de mi filósofo favorito alertando del peligro connatural que supone discrepar con un estólido, porque «en cuestión de uno o dos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Admito públicamente que yo muchas veces he sido víctima de este mecanismo, es decir, he sido muy idiota. Lo más grave, y lo que habla muy mal de mí, es que era muy consciente de que lo iba a ser. Presagiaba que en un minúsculo lapso de tiempo me iba a mimetizar en el idiota con el que libremente había decidido practicar un diálogo podado de los mínimos protocolarios para poder llamarlo así. Igual que una pregunta jibariza o amplifica la lucidez de la respuesta, el necio logra ahormarte a su discurso. Ahora se entenderá esta otra celebérrima afirmación, cuya autoría pertenece al novelista  Mark Twain: «No discutas con un estúpido, te hará descender a su  nivel y ahí te vencerá por experiencia». El nivel de una discusión lo instaura siempre el que menos recursos cognitivos, retóricos y sentimentales posee. Si uno acepta que un estulto lo ponga a su altura, debería saber anticipadamente que acabará cayendo muy bajo. El idiota posee la capacidad divina de moldearte a su imagen y semejanza.

Flaubert comentaba que identificamos como tonto a todo aquel que no piensa como nosotros, pero no creo que sea exactamente así. A mí me gusta calificar como idiota a todo aquel cuyo resorte identitario más radical es su impermeabilidad a evaluar los argumentos de su interlocutor, negar la predisposición a intentar comprender al otro, impugnar los argumentos de la contraparte con ocurrencias en las que no hay ni un solo argumento. Los argumentos llevan en germen capacidad demiúrgica y movilizadora, y quien desea amputársela no escuchándolos, cercenándolos con ideas peregrinas,  desdeñándolos y basculándolos hacia el desprecio porque no son suyos, o  subvalorándolos porque otorga una primacía omnímoda a sus ideas, es tonto. En las antípodas se aposenta la actitud del que decide escuchar otras visiones y abrazarse a una evidencia nueva si mejora la anterior. Una mala pedagogía nos hace creer que cambiar de opinión nos degrada. Cambiar de opinión es abyecto cuando significa el incumplimiento de una promesa, pero denota abundante inteligencia cuando uno abandona un argumento esquelético porque ha encontrado otro de aspecto mucho más saludable.

Es una pérdida de tiempo exponer argumentos a aquel que no argumenta sus ideas. Este despilfarro de energía y tiempo ocurre muy a menudo. El dogma económico, el credo religioso, las exterioridades sobrenaturales, los prejuicios, las cosmovisiones sesgadas, son sistemas de creencias que se utilizan como argumentos irrefragables cuando sin embargo son tan refutables como cualquier otro. No es una buena idea dialogar con quien en vez de argumentos utiliza creencias tan naturalizadas que las eleva al rango de certezas. Las creencias no se piensan, en las creencias se habita, y es imposible el juego dialéctico de los argumentos con quien prescinde de ellos para acomodarse en el mundo. Podríamos agregar que necio es aquel que niega que la realidad siempre es una interpretación subjetiva y por tanto expuesta a sufrir la oposición de cualquier otra interpretación sin que ocurra nada trágico porque sea así. En otros textos he definido como tolerante al que admite que todo argumento se puede objetar, frente al que defiende que todo argumento por el hecho de serlo debe ser respetado y no criticado. Hay que respetar el derecho a opinar, pero sin que ese derecho obstaculice la posibilidad de refutar el contenido de la opinión. Voy a ir más lejos todavía. En un juicio deliberativo no existe la verdad, ni tan siquiera se puede demostrar si el enunciado es cierto o es falso. En el cosmos de la deliberación solo se puede argumentar. En este universo tan particular el idiota se arroga el monopolio de la verdad. Es amo y señor de ella. Quien se cree propietario de la verdad está incapacitado para enriquecerse del poder transformador de los argumentos del otro. Está esculpido en una creencia. Está petrificado. Momificado. Fanatizado. Ya sabemos anticipadamente en qué nos convertiremos si discutimos con él. 



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