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martes, junio 14, 2022

Todo se reduce a sentirnos queridos

Obra de Andrea Piccardo

La mayoría de nuestras energías las empleamos en persuadir a los demás de que somos una existencia valiosa que merece estar al lado de la suya. Los seres humanos somos cautivos de una plétora de necesidades materiales que cubrir en tanto que nuestra constitución es biológica y nuestra corporeidad requiere ingentes cantidades de cuidado y atención, pero simultáneamente tenemos otras necesidades que cursan con la intimidad, la ternura, la comunicación, el cariño, el reconocimiento, los afectos. Albergamos necesidades materiales, pero también de contacto humano, de construcción de nexos relacionales y sentimentales profundos y significativos. El lazo afectivo imprime sentido a la vida, del mismo modo que la soledad involuntaria la mineraliza y la metamorfosea en sinsentido y absurdidad. Las personas tanto próximas como distales son nuestro medio de vida, el ecosistema merced al cual nuestro cerebro se hace cerebro. El cerebro humano no opera como cualquier otro órgano. Los pulmones, el páncreas, o el estómago, por ejemplo, no necesitan entrar en contacto con otros pulmones, otros páncreas, u otros estómagos para ejecutar su actividad de un modo óptimo, pero nuestro cerebro sí. El cerebro se desarrolla cuando interacciona con otros cerebros. «El cerebro es un órgano que funciona en red», advierte en El crepúsculo de Prometeo el filósofo francés François Flaulet.  El sociólogo alemán Heinz Bude escribió que «el yo no se las arregla sin vincularse». Es fácil colegir y verificar con el radar empírico que nuestra inteligencia se vuelve más inteligente cuando se relaciona con otras inteligencias que se desenvuelven inteligentemente. En alguna ocasión he escrito que para ser humano antes hay que ser ciudadano, y para ser ciudadano hay que pertenecer a una comunidad, a unas prácticas, unas tradiciones, un lenguaje, un entorno material y simbólico compartido, una red de acuerdos tácitos y explícitos en los que la convivencia es posible. La fantasía autárquica del «sálvese quien pueda» ultraliberal omite la necesidad de estas tramas relacionales sin las cuales el animal humano seguiría siendo un animal, pero no humano. La cultura neoliberal intenta mejorar el mundo del individuo incentivándole a que se preocupe egoísta y atomizadamente por su interés, pero esta máxima cumplida con rigor por todas y todos empeoraría notablemente la biosfera relacional en la que solo ese mundo concreto e individual que es cada existencia puede plenificarse.

La fantasía individual (título del perspicaz ensayo de Almudena Hernando) opaca nuestro tejido vincular. En cambio, se insiste en hablar de un sujeto insular que sin embargo la cotidianidad de cualquier persona desdice con cada decisión que adopta y transforma en acción. Basta con fijarnos en los grandes volúmenes de energía y de planificación estratégica que destinamos a demostrar a quienes nos rodean de que somos dignos de ser queridos para de este modo colmar nuestra imantación hacia el afecto y el vínculo. Lola López Mondéjar afirma que «no tenemos personalidad si no hay nadie que nos conozca, si no hay personas a las que aspiramos a convencer de que merecemos existir». Estoy de acuerdo con esta preciosa aserción, pero ese existir ameritado no es un existir cualquiera, sino un existir deseable y significativo. Somos una existencia humana y por tanto acreedora de una dignidad que debe ser cuidada, y que a la vez debe autoimponerse el cuidado de la dignidad que porta cualquier persona prójima, porque es en la reciedumbre de esta circularidad donde el valor irreal de la dignidad se convierte en funcional gracias a la maleabilidad de nuestra conducta en la realidad. Hace unos días preguntaba a niñas de once y doce años que señalaran en qué acciones sentían que su dignidad no era cuidada con el respeto que consideraban merecer. Sus respuestas tamizadas ahora por mi vocabulario se referían a cuando les hablaban con expresiones lacerantes y palabras sarcásticas que las ridiculizaban, cuando el tono verbal se elevaba y cercenaba la comunicación educada, cuando se sentían ninguneadas, cuando se las ignoraba para tomar decisiones que les atañían, cuando las minusvaloraban a propósito para que se sintieran insignificantes y prescindibles, cuando su alteridad era criticada simplemente por ser alteridad, cuando las humillaban con las múltiples formas que hemos inventado las personas para hacernos daño. Es decir, se sabían irrespetadas cuando la otredad significativa y afectivamente relevante demostraba con sus palabras, sus actos y sus omisiones que en ese instante su existencia no estaba entre sus preocupaciones. 

Leo al anteriormente citado François Flaulet que «estar aislados de los demás, ser un cero a la izquierda, a fortiori ser víctima de ostracismo es un sufrimiento tan real como los físicos. Investigaciones neurobiológicas, asistidas por la imaginería cerebral, han mostrado que cuando alguien se siente abandonado por personas con las que mantenía un vínculo, incluso ocasional, la zona del cerebro que se activa es la del dolor». El sufrimiento que se amontona en el cerebro cuando la soledad nos arponea duele tanto como el dolor que pueda padecer cualquier otra parte de nuestro cuerpo. La expulsión de la tribu en las sociedades arcaicas era el castigo más severo que se le podía infligir a sus miembros, dolor que se sigue reproduciendo en la sociedad contemporánea cuando sentimos que nuestra pertenencia al grupo se quebranta, o nos condenan a exiliarnos de un mundo común relacional. Para que los demás nos quieran, nos tengan en alta estima, se sientan orgullosos de nuestra amistad, nos consideren proveedores recíprocos de su bienestar afectivo, nos reconozcan, hemos inventado el estatus, la meritocracia, la posición social, la identidad laboral, la identidad adquisitiva, la identidad narrativa, la identidad comportamental, la identidad estética, la identidad cognitiva y artística, la identidad sentimental, etc. Son periferias destinadas a que alguien nos considere una persona valiosa y que de ese valor compartido podamos extraer un cariño con el que sentirnos cuidada y atendida. Paul Celan lo escribió en unos versos aparentemente herméticos que se esclarecen en este contexto: «Yo soy tú cuando yo soy yo». Cuando pensamos profundamente descubrimos que el yo que somos radica en un conglomerado de interacciones con las otredades, un nexo que para maximizarse nos insta al cuidado y al cariño. De este modo quedan definidas las dos grandes características de los animales humanos: estamos configurados para pensar y para amar, dos dimensiones yuxtapuestas. Al pensar descubrimos a las otredades que nos hacen ser un yo, y este descubrimiento nos inspira a amarlas para tejer vínculo y sentido. La posible absurdidad del mundo desaparece en el instante en que alguien nos susurra que nuestra existencia es importante para la suya. No encuentro mayor motivo para existir que el que te den las gracias por existir.


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martes, mayo 18, 2021

Imaginar para dirigirnos hacia allí

Obra de Serge Najjar

El pasado sábado se cumplieron diez años del 15M, el movimiento social y político que nació el domingo 15 de mayo de 2011. Si tuviera que definirlo brevemente diría que se trata de la visibilización en la plaza pública de un descontento social dirigido a una democracia infrarrepresentativa, al vaciamiento político del concepto de ciudadanía, y a la cada vez más exigua capacidad de decisión y autodeterminación sobre el devenir de nuestras vidas. Las plazas más emblemáticas se convirtieron en ágoras ocupadas para mostrar el dolor nacido de la constatación de que ya no era posible construir planes de vida, de cómo la existencia entendida como proyecto comunitario y empancipador se yugulaba por el dictado económico neoliberal y tornaba a mero lugar para la subsistencia. Toda la hominización y la humanización consistente en arrebatar espacios y tiempos a la supervivencia en favor de la autonomía y la dignidad se difuminaban. El 15M fue una poderosa conversación pública sobre el deber cívico de preguntarnos cómo queremos que sea una vida digna para cualquier ser humano.  

Una de las pedagogías democráticas aprendida en las plazas consistió en la distinción entre lo apolítico y el apartidismo. Quienes se autodefínían como apolíticos siendo sin embargo apartidistas comprendieron enseguida que esa falla semántica les hurtaba de sus imaginarios muchas exigencias y prácticas democráticas para la posibilidad de agencia. Se politizó un malestar hasta entonces atomizado y su socialización horizontal se convirtió en energía disidente para imaginar otras opciones de mayor conveniencia para la vida compartida. Se desmintió la supuesta aceptación acrítica del estado de las cosas. Nos reconocíamos ciudadanos y no sujetos económicos subalternos, como recogía con esquemática literatura el celebrado eslogan «no somos mercancías en manos de políticos y banqueros». Se comprendió lo democrático como espacio de acogida de lo posible y por lo tanto como el frontal antónimo de lo excluyente. Con motivo de la efeméride, el sábado publiqué en mi perfil de Instagram la foto de una pancarta en la que se podía leer «Tenemos derecho a soñar… y que sea realidad».  Aunque soñar no es un derecho, sí es una posibilidad que deberíamos autoexigirnos como estructura cognitiva y postulado ético para construir mañanas mejores. Un prerrequisito desiderativo para crear sentido y cambio. Aunque rara vez se resalta, la imaginación es algo muy serio que no debería circunscribirse en exclusividad a la esfera artística.

Leo a la filósofa y activista Marina Garcés que «si el 15M de 2011 había lo que se llamaba indignación, ahora hay mucha desesperación. Agotamiento. Rabia. Depresión». En la conferencia que pronuncié hace una semana, La alegría ética, hablé de la tristeza como necesario contrapeso epistemológico de la alegría, y cité la indignación como una de sus imprescindibles ramificaciones. La indignación no es una emoción primaria, fácil de atizar y por lo tanto de una enorme y peligrosa idoneidad para la reacción impulsiva y la polarización artificial, sino un sentimiento mucho más sofisticado laborado por factores axiológicos y éticos. La indignación surge de la contemplación de la injusticia, pero no es un encono que mal articulado metamorfosea en resentimiento. Como bien analiza la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, es una irascibilidad en transición, es decir, un enfado que se dirige a la impugnación primero y a la restauración después, no a la retribución ni a la venganza transaccional. La indignación enfatiza el daño de un hecho porque imagina el contramodelo. La indignación bien entendida no es impulsividad súbita, sino un sentimiento que se alimenta de la reflexión de lo posible. Había sólidas razones lingüísticas cuando se denominaba indignados a los que formaban parte del 15M. Había lógica afectiva cuando el nonagenario Stéphane Hessel titulaba su célebre pequeño libro con un ¡Indignaos! destinado a movilizar sentimientos y argumentos.

Han pasado diez años y son multitud quienes creen que no ha cambiado nada en la morfología política, pero no es así. El 15M cambió el lenguaje (que es performativo), la mirada (que es selectiva) y la narrativa de la posibilidad (que es fosilizadora si se niega, o transformadora si se prefigura). Acaso la aportación más didáctica del movimiento quincemayista estribó en cómo la narrativa politizada del sentido común se empezó a releer como mera narrativa y por tanto como discurso que debe ser permanentemente deliberado y nunca dado por supuesto. El mundo siempre está inacabado y este inacabamiento es el que permite renovar la imaginación y los lenguajes que tratan de encapsular en palabras lo imaginado. A mis alumnas y alumnos les repito que la gran singularidad del animal humano es que habitamos en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento. Imaginar, lexicalizar lo imaginado y compartirlo en la ligazón social es el acto más educativo y subversivo que tenemos al alcance de nuestra mano y de nuestro cerebro. El acto fundacional de todo lo que pueda venir después.

 
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martes, diciembre 08, 2020

Cuidar la salud pública

Obra de Serge Naijar

En el primer libro serio publicado en pleno confinamiento domiciliario, En tiempos de contagio (Salamandra, 2020), el escritor Paolo Giordano acentuaba la idea comunitaria que trae implícita la pandemia: «En tiempos de contagio, somos un solo organismo, una comunidad». Zizek escribe en Pandemia (Anagrama, 2020) que una de las ironías del coronavirus es que a las personas «nos ha unido evitar la proximidad con los demás». Yayo Herrero también subraya esta paradoja: «el aislamiento ha sido el desencadenante para reconocer la interdependencia». Como escribí en Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento (CulBuks, 2020) «la vida humana es humana porque es compartida, y al compartirse conforma un entrelazamiento gigantesco que no se puede eludir como si fuéramos entidades insulares». La enorme dificultad de entender que somos existencias al unísono (así se titula la trilogía que escribí hace unos años) se disuelve gracias al magisterio del planetario brote viral, aunque sea una lección pagada con dolor, como señala Boaventura de Sousa Santos en su ensayo de título elocuente, La cruel pedagogía del virus (Akal, 2020). No es que seamos existencias adyacentes, sino que somos existencias al unísono porque la existencia de los demás es un constituyente de la nuestra. 

El mundo está lleno de interdependencias, interrelaciones, puntos nodales. Nunca antes como en la civilización de la tecnología dependemos todos de todos, nuestras acciones y nuestros intereses redundan en las acciones y en los intereses de los demás al margen de en qué territorio radiquen.  Las sociedades son cada vez más complejas y sistémicas y por lo tanto cada vez se hallan más conectadas. Vivimos en estructuras de una interconexión espesa, y esta es una de las grandes demostraciones que esta ofreciéndonos la pandemia. Sin embargo, parece que solo en situaciones de marcada adversidad y riesgo somos capaces de inteligir que nuestro bienestar es subsidiario del bienestar de todos con los que compartimos el suelo social común. Esta idea comunitaria también se puede releer en un sentido inverso, un sentido que la institución de la competición nunca cita en sus discursos: desproteger a quien necesita cuidado es desprotegernos a todos. Es fácil entenderlo y sentirlo en una drástica experiencia pandémica, pero es que la vida humana es vida compartida siempre. 

Estos días se insiste mucho en la responsabilidad individual para disminuir el contagio del coronavirus en las celebratorias fechas de la Navidad. En vez de medidas restrictivas de obligado cumplimiento, se ofrecen prescripciones que cada uno debe sopesar en función de sus intereses y su compromiso cívico. Sin embargo, en tanto que situación de riesgo global, evitar el contagio coronavírico y salvaguardar la salud pública es un deber colectivo que no debería dejarse en exclusividad a la atención de la responsabilidad individual. Cuando la irresponsabilidad individual puede generar en cascada un daño comunitario de enormes consecuencias tanto sanitarias como económicas, quizá no sea una buena decisión reducir a la voluntariedad lo que corresponde a la arquitectura política e institucional. Secularmente toda cuestión ética cuya infracción entorpecía sobremanera la urbanización de la vida en común se acabó convirtiendo en norma jurídica. Se obligó a cooperar porque la desregulación de la conducta contraria convertiría la vida de todos en un episodio invivible.

Lo que afecta a las condiciones de vida de todas y todos no debería quedar al albur de la exégesis personal y de la decisión que se extraiga de esa interpretación. Evitar el contagio no es sortear el covid-19, es conducirse prudente y cívicamente para que el sistema público sanitario no colapse, porque si se colapsara de nuevo el problema ya no sería el coronavirus, sino cualquier enfermedad (y los pacientes aquejados por ella) que no podría ser tratada como se requiere. No releer sistémicamente un problema sistémico es no entender la genealogía del problema. Daniel Innerarity en las páginas de Pandemocracia (Galaxia Gutenberg, 2020) cita al pensador republicado John Elster para explicarnos algo esencial. «John Elster glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad era atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa».

 

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