martes, noviembre 14, 2017

El texto de la bondad supera el millón de visitas

Quiero compartir un hecho insólito con todos los que pasean asiduamente por este Espacio Suma No Cero. Un artículo publicado aquí ha alcanzado hace unos días un millón noventa mil visitas. La cifra es más llamativa todavía si se añade que el artículo era de tinte filosófico y que solo se divulgó en una entradilla de cinco líneas en Facebook. El texto analizaba la arquitectura de la bondad, en qué consiste, por qué unas veces actuamos bajo su impulso y otras veces no. Su título era inequívoco: La bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Quien quiera leerlo puede hacerlo clickeando aquí. ¿Por qué este artículo ha logrado esta elevada audiencia cuando el promedio es infinitamente menor? Es evidente que un lector llama a otro lector y ahí reside el secreto de la viralidad del artículo, pero ¿por qué éste y no otros de escritura, estética y formato similares? Juguemos al juego de las hipótesis.

Aunque no tengo certezas de por qué el texto se ha convertido en un fenómeno viral, sospecho que el tema elegido tiene algo que decir. Tanto por la interacción con los lectores, como por las clases y los talleres que imparto, estoy cada vez más persuadido de que las personas anhelamos un mundo más bondadoso, más amable con nuestra condición de existencias frágiles e interdependientes. Suspiramos por un espacio compartido donde la vida de las personas y su relación con sus congéneres, los animales y la naturaleza que nos acoge no estén subyugados por la lógica económica que solo atiende a la optimización del lucro y a la dimensión competitiva como manera de satisfacerla. Escribía Kant que todo lo que tiene dignidad no tiene precio. El credo económico opera sobre lo que tiene precio, pero ha colonizado el imaginario y se ha extendido de manera omniabarcante como el criterio con más autoridad para orquestar también todo lo que no tiene precio en la experiencia humana. Que un texto sobre la bondad hipertrofie mágicamente el número de lectores es un buen sensor para admitir que somos muchos los que padecemos nostalgia por un mundo que no acepta que las cosas sean así. Estamos cansados de que la lógica de la vida sea la de una razón económica insensible con todo lo que nos importa a las personas cuando nos detenemos a dirimir qué es lo importante.

Quizá sí existe una explicación al crecimiento exponencial de la divulgación del texto. Es evidente que en la vastedad digital de la red proliferan muchos artículos sobre la bondad y otros sentimientos egregios del animal humano que somos, pero en éste el protagonismo no radicaba solo en la bondad, sino en su indisociable nexo con la inteligencia. Como el conocimiento cada vez es más instrumental, identificamos la inteligencia como una competencia también instrumental, cuando ante todo es práctica. La inteligencia no sólo produce y manipula conocimiento, regula nuestro comportamiento. De ahí que su participación sea crucial para nuestra necesidad de un mundo más acogedor y humano. Etimológicamente bondad proviene de bonitas, un término latino que anuda la palabra bonus (bueno) con el sufijo itas (cualidad). Significaría la cualidad de lo bueno y, como adjetivo, la inclinación a actuar bien. La bondad es ayudar a que la felicidad pueda comparecer en la vida del otro, y es la medida más inteligente para que también pueda irrumpir en la nuestra con la ayuda de los demás. No me atrevo a afirmarlo con rotundidad, pero intuyo que la bondad sublima la reciprocación: tratar al otro como me gustaría que el otro me tratara a mí, si yo estuviera en su lugar. Acabo de glosar la regla de oro de las religiones en su sentido positivo. O una versión del imperativo kantiano: «Actúa de tal modo que la ley por la que tú te rijas sea a la vez y al mismo tiempo universal». Pero yo quiero incursionar un poco más lejos, alcanzar quizá ese lugar que inspiró a Kant una de las más hermosas frases de la historia del pensamiento: «Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi corazón».

El ser humano dio un paso de gigante en el uso de su inteligencia al descubrir la intencionalidad compartida y concretarla en la expectativa de reciprocidad indirecta: tratar al desconocido como me gustaría que me trataran a mí los que no me conocen; ayudar al otro con el que no tengo relación afectiva para que, cuando yo la necesite, a mí me ayuden otros que no mantienen relación afectiva conmigo. A primera vista nuestra acción aislada acarrearía un coste absurdo no reembolsable en un primer momento (de ahí ese discurso que señala como tonto al bondadoso), pero desde un prisma social y el deseo ético de universalizar la norma es una acción sublime, y la más inteligentemente óptima si todos la clonamos y la incorporamos en nuestras prácticas comportamentales. La reciprocidad tematizada es pura cooperación, pero cuando se internaliza y se despliega en la espontaneidad se convierte en bondad. Cuando se actúa bondadosamente uno no reflexiona sobre estos engranajes, quizá tampoco advierta que lleva a cabo una actitud tremendamente audaz para enaltecer nuestra humanidad y fomentar el ideal de una convivencia que satisfaga los intereses concomitantes de todos nosotros en tanto que somos existencias al unísono (así se titula la trilogía que completaré en la primavera del próximo año -ver-). En la bondad no hay un buenismo estéril, que es la crítica más socorrida que arguyen sus detractores. La bondad es empática y la actitud empática y el sentimiento compasivo prologan la idea de justicia y su encarnación en instituciones. El bondadoso es tremendamente inteligente sin acaso ser consciente, y el texto que yo escribí visibilizó este aspecto invisible. Más allá de esta hipótesis, para mí continúa siendo un enigma por qué ese artículo se ha viralizado. Como es un misterio, zambullámonos en él. Y disfrutémoslo.




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martes, noviembre 07, 2017

El afecto, o cómo pasar de pensar en singular a pensar en plural



Obra de Sean Cheetham
La manera de resolver diferencias con el otro correlaciona con cómo sentimos al otro. Los males del mundo no se deben a que no sepamos quedarnos quietos en una habitación, como defendía Pascal, sino más bien a que los seres humanos no hemos aprendido a compatibilizar pacíficamente la divergencia. Los profesores William Ury y Roger Fisher establecieron en los años setenta del siglo pasado unas pautas universales para resolver diferencias, el célebre método de  los cuatro principios: separar a las personas del problema, centrarse en los intereses en vez de la posición, inventar creativamente soluciones en beneficio mutuo, utilizar criterios objetivos. Más tarde Ury y Fisher ampliaron los principios y los sistematizaron. Surgió así el Modelo de los Siete Elementos. Los profesores descubrieron que el tipo de relación que mantengamos con quien hemos de limar la incompatibilidad marcará nuestra forma de afrontar esos principios. Como la diferencia percibida, sea real o apócrifa, no deja de ser una narración, como el conflicto no posee realidad extramental, ese relato tomará una u otra dirección en función de la cantidad y la calidad de afecto que presida la relación. 

Si hay afecto, presumiblemente la manera de compatibilizar la divergencia será pacífica e integradora. Si el afecto escasea, o si se ha volteado en animosidad, será beligerante y distributiva. Yo lo tengo empíricamente comprobado cada vez que explico en clase el dilema del prisionero. Propongo a los alumnos que elijan qué opción de las varias que se presentan tomarían si fueran ellos los protagonistas del famoso dilema. La policía arresta a dos sopechosos, los incomunica en celdas diferentes y les propone elegir entre confesarse culpables o inocentes de un delito. El trato es el siguiente. Si ambos confiesan, serán condenados a seis años de prisión; si ninguno confiesa, la condena será de un año; pero si uno de ellos confiesa y el otro no, el primero será liberado y el segundo sufrirá una pena de diez años. Cuando estamos prisioneros con alguien que no conocemos y hemos de adoptar una decisión que depende a su vez de la que tomará el otro prisionero con el que no podemos hablar, impera el recelo, la desconfianza, la defección. Los alumnos se decantan por la opción en la que ellos salen mejor parados relegando a la nada lo que le pueda ocurrir al otro prisionero. Compiten. Sin embargo, basta con permutar una variable para cambiar por completo la decisión. Si el otro prisionero es una persona con quien nos une un profundo afecto, todos elijen la opción que beneficia a ambos, a pesar de que esa elección empeora la que satisface el interés individual. Se coopera.

Cada vez albergo menos dudas de que la humanización se inauguró el día en que alguien en vez de pensar en singular pensó en plural. La cultura entendida como una segunda naturaleza (la segunda navegación aristotélica) se atarea en regular esa primera persona del plural para que gracias a la convivencia podamos combatir nuestras gigantescas limitaciones individuales y acceder a una vida buena. La aspiración humanizadora estriba en teñir de afecto la relación con los demás para tomar decisiones de índole cooperativa. Con el próximo nos alcanzan los sentimientos de apertura, el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, el perdón, el cuidado, el amor, pero con el lejano no, de tal modo que debemos establecer otra fórmula que pueda impregnar de algo parecido al afecto la relación en la que sin embargo es dificil que lo haya porque el planeta Tierra posee dimensiones inabarcables y somos casi ocho mil millones de seres humanos los que lo habitamos. Pues bien, hemos encontrado esa fórmula. Humanizarnos consiste en utilizarla y afinarla cada vez más. Hemos deducido que donde no llega el afecto sería bueno que nos alcanzara la conducta ética, que es la racionalización de ese afecto. Con el desconocido no podemos sentir el mismo afecto que con quien nos une la cariñosa familiaridad o la conexión que emana de compartir facultativamente nuestro tiempo y nuestras actividades, pero sí podemos comportarnos afectuosamente con él. Lo valoramos como un equivalente en la dignidad que demandamos para nosotros y nos comportamos con él en concordancia a esta estimación. Estamos delante de la convertibilidad del afecto en virtud. Cada vez estoy más persuadido de que el civismo y la cultura no persiguen otro fin.



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