Obra de Serge Najjar |
Recuerdo
que de adolescente me impactó la lectura de un verso de Baudelaire cobijado en El esplín de París. Escrito con una musicalidad hipnotizante rezaba así: «Nunca
estoy bien en ninguna parte y siempre creo que estaría mejor en el lugar en el
que no me encuentro». Lo escribió en 1869, pero es el epítome perfecto
para explicar en qué consiste la subjetividad neoliberal que coloniza el siglo XXI. Del mismo
modo que el antónimo del capitalismo es suficiente, para la neoliberalización
del sujeto y su exacerbación del deseo lo pleno de la vida siempre está en el lugar que aún
no hemos arribado, siempre en cualquier ubicación menos allí donde nos encontramos. La lúcida prosa de Amador Fernández-Savater lo expresa con brillantez: «Ya nada es lo que es, sino lo que podríamos ganar con ello. Siempre puede haber algo más, algo mejor. Mejor que la persona que tengo al lado, mejor que que el lugar en el que me hallo, mejor que lo que estoy haciendo. Vivir aquí y ahora implica una renuncia insoportable a lo que podría ser, es
de losers». Sea lo que sea que dispongamos resulta anodino y mediocre en comparación con lo que podríamos conquistar. He aquí una de las razones de la consolidación del mundo líquido observado sagazmente por Zygmunt Bauman. No es solo que los vínculos afectivos con las personas tanto allegadas como distales se hayan debilitado, es que el vínculo con nuestro propio deseo se ha resquebrajado. El deseo no tiene límite. He aquí la neoliberalización del sujeto.
La ilimitación del deseo permite entender muchos de los enunciados que cercan nuestra vida compartida. El credo neoliberal reprobará cualquier atisbo de disfrute prolongado en el presente. Fiscalizará que consideremos que la materialidad o la intelectualidad de nuestras condiciones son suficientes para una vida buena («hay que salir de la zona de confort»). Criticará que nos entreguemos a la aceptación de nuestra vida tildándonos de conformistas, mediocres y adocenados. Frente al toda la vida es ahora que cantan los poetas, para el orden neoliberal toda la vida es luego y nunca suficiente. La vida es una subordinación a los mandatos productivos bajo la ilusa creencia de que algún día esa productividad será recompensada con el acceso a una vida plena. Emerge así un presente hipotecado por la ideación de un futuro mejor, y no como un momento en el que sentir la gozosa inconmensurabilidad de la existencia, percibir que cada acción en la que desplegamos el ser que estamos siendo a cada instante trae adjuntada su propia gratificación. Precisamente en Gozo, Azahara Alonso comparte una reflexión en la que es fácil encontrar sentimientos de pertenencia: «Cuando me pregunto por qué solo accedo a mi verdadera vida en vacaciones, hablo de una reconquista del tiempo». Esta reflexión me recuerda a un verso de Rimbaud: «La vida verdadera está ausente». ¿Ausente de dónde?, nos podríamos preguntar. De la propia vida, sería la descorazonadora respuesta.
«Lo importante nunca está aquí y ahora, en este pedazo de realidad concreta que comporta con estos otros también concretos, sino siempre “más arriba”, “más allá”, “más tarde», prosigue Amador Fernández-Savater en las páginas de su reciente ensayo, Capitalismo libidinal. El presente es un lugar vaciado de la palpitación de una vida que se mostrará plena cuando más adelante se cumplan los proyectos que hemos urdido para ella. Evidentemente esos proyectos se van aplazando y la vida es lo que vendrá después, la alegría es lo que está más al fondo, el bienestar lo proveerán los objetos que adquiriremos algún día, las experiencias que nos aguardan, los momentos que viviremos cuando estemos más desahogados, las elecciones que ahora no podemos tomar pero que adoptaremos en cuanto dispongamos de más tiempo y más recursos. Provoca una mezcolanza de extrañeza y aflicción constatar que la vida es aquello que se aloja en un futuro que nos gratificará por haber llevado una vida vaciada de lo que esperamos de la vida. Hemos hecho de la vida una ficción que se concreta vaporosamente en lo que vendrá luego y no en lo que acaece ahora. Hace poco leí a Marina Garcés que las personas somos muy descreídas, pero muy crédulas. Esta concepción de diferir la vida es una prueba de esta credulidad. La credulidad se sostiene en que parece que seamos seres inmortales y que por tanto es sensato postergar indefinidamente la vida.
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