Obra de Alyssa Monks |
La semana pasada escribí un
artículo titulado La
bondad es el punto más elevado de la inteligencia. Muchos lectores comentaron (ver aquí) y compartieron conmigo la alegría que les había supuesto leer que la bondad cursaba con la
inteligencia. Afirmaban que en un mundo cada vez más competitivo y afanado en la lógica depredadora de la razón económica la conducta bondadosa
era catalogada de tonta, y les aliviaba toparse con un texto que defendía
rotundamente lo contrario. A mí me resulta muy paradójico comprobar cómo los
sentimientos de apertura al otro se malentienden como sentimientos ingenuos y poco
funcionales, pero siempre y cuando esos sentimientos broten en el segmento
público. En el reducto privado estos sentimientos (compasión,
bondad, generosidad, amor, perdón, concordia, gratitud) son festejados como lo más
excelso que anida en el alma humana. Me provoca perplejidad que, simplemente mutando el escenario, el mismo sentimiento pueda ser la aspiración más loable de un
ser humano y simultáneamente la más inocente.
«¿Se puede ser bondadoso sin ser inteligente?», me preguntaba una lectora. Para responder a una pregunta así no nos queda más remedio que definir qué es la inteligencia (la bondad la desentrañé en el artículo citado). Como todas las grandes palabras, la inteligencia guarda varias acepciones, y la respuesta varía según cuál de ellas utilicemos. La inteligencia puede ser entendida como la capacidad cognitiva que al desplegarse sobre una actividad nos permite hacer una tarea concreta de manera resolutiva. Es habilidad y proceso a la vez. Pero la inteligencia también es la capacidad afectiva que nos va constituyendo como la persona que somos y nos va acomodando sentimentalmente en el mundo. No se trata de una actividad destinada a hacer, sino a ser. No posee valor instrumental, sino vital. Teniendo en cuenta ambas dimensiones, mi tesis es que la bondad te hace afectivamente inteligente y la inteligencia afectiva bien empleada te hace bondadoso. Este es el motivo de que se pueda dar la paradoja de que una persona muy inteligente cognitivamente pueda ser poco o nada bondadosa. Para que la inteligencia, tanto la cognitiva como la afectiva, funcione correctamente es necesario que aplique en sus cálculos el pensamiento creativo, el pensamiento crítico y el pensamiento ético. Estos tres vectores marcan la diferencia entre el listo y el inteligente, según la elocuente terminología del lenguaje llano.
«¿Se puede ser bondadoso sin ser inteligente?», me preguntaba una lectora. Para responder a una pregunta así no nos queda más remedio que definir qué es la inteligencia (la bondad la desentrañé en el artículo citado). Como todas las grandes palabras, la inteligencia guarda varias acepciones, y la respuesta varía según cuál de ellas utilicemos. La inteligencia puede ser entendida como la capacidad cognitiva que al desplegarse sobre una actividad nos permite hacer una tarea concreta de manera resolutiva. Es habilidad y proceso a la vez. Pero la inteligencia también es la capacidad afectiva que nos va constituyendo como la persona que somos y nos va acomodando sentimentalmente en el mundo. No se trata de una actividad destinada a hacer, sino a ser. No posee valor instrumental, sino vital. Teniendo en cuenta ambas dimensiones, mi tesis es que la bondad te hace afectivamente inteligente y la inteligencia afectiva bien empleada te hace bondadoso. Este es el motivo de que se pueda dar la paradoja de que una persona muy inteligente cognitivamente pueda ser poco o nada bondadosa. Para que la inteligencia, tanto la cognitiva como la afectiva, funcione correctamente es necesario que aplique en sus cálculos el pensamiento creativo, el pensamiento crítico y el pensamiento ético. Estos tres vectores marcan la diferencia entre el listo y el inteligente, según la elocuente terminología del lenguaje llano.
El listo posee envidiables tasas de
inteligencia, pero está magnetizado para emplearla con pocos escrúpulos en
exclusivo beneficio propio. Nada de los otros que oblitere sus intereses le conmueve, o se muestra perezoso y empatícamente laxo. El inteligente también abriga altas tasas de esa misma inteligencia operativa,
pero, además de utilizarla para el interés propio, no se olvida de la
importancia que supone que los demás asimismo puedan alcanzar sus intereses. Se preocupa de la suerte colateral del prójimo con el
que le anuda la interdependencia. Por eso es mucho
más inteligente que el listo. Cuando esta inteligencia se imanta de mirada
ética hablamos de sabiduría. Michael Tomasello explica en las páginas de Por qué cooperamos el motivo para defender que estamos delante de una persona netamente inteligente: «Cuanto te brindo ayuda para que desempeñes tu rol también me estoy
ayudando a mí mismo, pues el feliz término de tu actividad es necesario
para el feliz término de la actividad común». El listo sufre miopía para avistar el rédito mutualista, o para desearlo en el espacio comunitario del que sin embargo se nutre. En su ensayo Supercooperadores,
el biólogo y matemático Martin Nowak postulaba que si en un ecosistema habitan muchos listos (él los denominaba parásitos, aquellos que solo aspiran
a satisfacer sus intereses aun a costa de perjudicar el interés de todos) los
inteligentes (los cooperadores) se acabarían convirtiendo en primos (aquellos que
piensan en el interés común en un contexto en el que la gran
mayoría intenta optimizar el interés privado). Con su conducta el listillo no transforma
en tonto al inteligente, como divulga cierto discurso social. Sin proponérselo,
el listo convierte al inteligente en un ser todavía más bondadoso y generoso.
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Sentir bien.
La inteligencia ejecutiva.
No hay nada más práctico que la ética.
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