Obra de Bob Bartlett |
Ayer se celebró el Día
Internacional de la Eliminación de la Violencia de Género. El motivo subyacente
de esta violencia es que muchos hombres no conciben que las mujeres puedan
adoptar decisiones por sí mismas, que se desplieguen como entidades autónomas
con capacidad de depositarse en acciones y fines elegidos sin su aquiescencia.
Recuerdo mi definición de violencia para unos antiguos manuales universitarios:
«Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el
concurso del diálogo con el fin de perjudicarle». Violencia es no aceptar que
una mujer pueda elegir libremente, y en tanto que esta unilateralidad no se
transige se la agrede o se conmina con agredirla, o con hacerle daño a través de
la poco enfatizada violencia vicaria. En su último artículo de su admirable
blog, el profesor Fernando Broncano habla de estas violencias como miedo a la
libertad, miedo a la autonomía del otro, en este caso de un otro mujer. No es
por tanto un problema de las mujeres, sino de los hombres y nuestras prácticas
patriarcales, que afectan tan gravemente a las mujeres que incluso son
asesinadas. Escribo esto porque es inusual poner el foco en los hombres, que
son los victimarios, y sin embargo es frecuente no quitarlo de las mujeres, que
son las víctimas. Este viraje para centrar el problema en quien realmente lo
tiene lo leí en una pancarta en una de las manifestaciones que se celebraron
ayer: «La escolta a él, que es al que hay que vigilar».
Kant afirmaba que el amor es
hacer propios los fines del otro, una definición preciosa que permite entender
cómo en el amor aparece el cuidado, el reconocimiento, la admiración, el
afecto, la complicidad, la confianza, todo lo que la acción machista
fractura. La violencia machista intenta quebrantar la autonomía de la mujer, dejarla sin fines para convertirla en un medio para los suyos. Es
sencillo colegir que el mayor acto en contra del amor es el acto violento. En
la violencia no se celebra la voluntad del otro, aquello por lo que los seres
humanos nos hemos dado el valor intrínseco y común de la dignidad. Respetar esa
voluntad es respetar la humanidad que hay en el otro y a la humanidad de la que
formamos parte. Recuerdo una conferencia que pronuncié hace dos años en la
facultad de Educación de la universidad de Santiago de Compostela. Estaba
reflexionando sobre cómo los seres humanos hemos inventado procedimientos que
posibiliten el entendimiento sin necesidad de agredirnos, y que esos hallazgos
compelidos por una vocación humanizadora son triunfos de la inteligencia sobre
la fuerza (que es como se titula mi último ensayo).
En un momento de mi intervención traté de exponer la relevancia de la voluntad
en la aventura humana y cómo la materialidad de la violencia consiste en devastarla. Señalé que un ejemplo paradigmático es una violación. Uno de los
más hermosos actos de amor y de degustación que los seres humanos podemos llevar
a cabo se convierte en el más despreciable y abyecto si no hay consentimiento,
o si lo hay forzado por el miedo al daño directo o vicario. Disponer de
capacidad volitiva no es ninguna broma en ninguno de los dominios de la vida
humana. Con un juego de palabras se puede construir otra definición de
violencia. La violencia es el acto con el que se intenta la abolición de la
volición. La pura cosificación.
Al desnaturalizarse el relato
secular de la dominación del hombre sobre la mujer, el maltratador necesita
mantener esa subyugación con la instrumentalidad habitual en los entornos
violentos, pero también con los micromachismos que seguro muchísimos practicamos
sin advertirlo y que producen hábitos y hermenéutica. Se agrede y se coacciona a la mujer que
no se domina, y se agrede y se sojuzga porque en la lógica patriarcal esa
dominación se da por supuesta. Precisamente mostrar insubordinación al no ejercer un papel congruente con las tesis del patriarcado se considera un acto subversivo porque cuestiona
la propia dominación, la consustancial idea de superioridad y sobre todo la de no convertirse en propiedad de nadie. Malentender
el amor con herramientas conceptuales herrumbrosas y con narraciones de poder y
sumisión subrepticios es un nutriente muy fértil para la violencia. Ayer asistí
a una obra de teatro que trataba este tema y, fuera de la estructura
caracterial del patriarcado, los testimonios de los personajes masculinos que
ejercían violencia sobre sus parejas femeninas eran tan burdos y caricaturescos
que era imposible no sentir vergüenza ajena. Uno de los mayores actos de amor
en el binomio sentimental es respetar la decisión de nuestra pareja sobre todo
cuando esa decisión malogra nuestros intereses de pareja. Se trata de respetar
la voluntad del otro, aquello por lo que los seres humanos nos hemos dado el
valor común de la dignidad. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos
elegir porque tenemos voluntad. Cualquier acto que la contravenga sin la
participación del diálogo y la deliberación es cualquier cosa menos amor.
Aprenderlo es aprender a amar.