Obra de Malcolm Liepke |
Este jueves 25 de noviembre es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Hace ya unos cuantos años tuve que definir violencia para unos manuales de un curso universitario. Mi definición se propuso abarcar todas las violencias, tanto las sibilinas y subterráneas como las más palmarias y flagrantes, las estructurales y las instrumentales. Después de muchas vueltas elaboré una que asumía las muchas aristas que alberga todo episodio violento: «Violencia es todo acto encaminado a doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo con el fin de perjudicarlo». El violento detenta poder, pero una noción de poder en su magnitud más envilecida. Posee la capacidad de modificar la conducta, pero no la voluntad. Por eso la contraviene y actúa sin su consentimiento. El genuino poder es el que muta la voluntad del otro y lo hace esgrimiendo argumentos tan sólidos y bien configurados que el interpelado se adhiere a ellos y los hace suyos. Se convence. Es una buena noticia contra cualquier violencia. El violento tiene vetada la paz, porque no hay paz sin convencimiento. La violencia consigue la coerción de un sujeto, pero no su convicción. La convicción solo se alcanza con la comparecencia del diálogo.
Acabo de concluir la lectura del ensayo La palabra que aparece de Enrique Díaz Álvarez, galardonado hace unas semanas con el Premio Anagrama de Ensayo. Es un trabajo que reivindica la política del testimonio, el desvelamiento de la perspectiva omitida, acallada o vencida en los contextos de violencia cronificada. En un determinado momento el autor se pregunta y nos pregunta: «¿A qué se debe que un niño de este país (México) aspire a convertirse en secuestrador, torturador o sicario? ¿Qué responsabilidad tenemos en una realidad social que los cultiva y los reproduce?». Estos interrogantes se pueden extrapolar a la violencia contra las mujeres, interpelaciones que, por cierto, intentan escamotear quienes niegan esta violencia arrinconándola a actos atomizados y homologándola con cualquier otra agresión de las muchas que decoran el paisaje humano.
Cada vez que se
informa de un nuevo y horrísono asesinato de una mujer, o de sus
criaturas, trato de imaginarme
las narrativas sentimentales y sociales con las que el victimario activó
la agresión. ¿Qué dictado siguió para actuar
así? ¿Qué le han relatado a ese hombre desde que era un niño y en qué
gramática recaló para que ahora desee sojuzgar a una mujer, agredirla e
incluso llegar a consumar su
asesinato en el caso de que ella no acepte la dialéctica de la
subyugación? ¿Ningunea la voluntad de la mujer al cosificarla, o la
cosifica porque minusvalora su consentimiento? ¿Es un impulso fugaz e
irreprimible o
es el cúmulo de elucubraciones rumiadas culturalmente durante años en
las que se
legitima su poder machista y por consiguiente las formas de represalia
con que aplacar la insubordinación femenina? ¿Hay sadismo, o miedo, o uso
instrumental de la agresión, o la erotización
del poder que es atacar e incluso matar a una mujer en un ámbito
que considera privado y por tanto impune, donde cualquier llamada de
atención
es considerada una irrespetuosa injerencia? ¿En qué ficciones con
capacidad de
inspirar comportamiento habita para agredir o asesinar a una
mujer a la que tiempo atrás le declaró su amor?
Quizá enunciar
estos interrogantes supone adentrarnos en la zona gris delimitada por Primo
Levi, ese terreno atravesado de aporías y ambivalencias en que el victimario además de
seguir siéndolo deviene asimismo en víctima. Estas
zonas suelen omitirse en los relatos oficiales de violencia porque
escamotean la lectura maniquea y tranquilizadora de buenos y malos.
También porque es
fácil tergiversar comprensión con justificación. Y finalmente porque las
víctimas y sus allegados, y es muy humano que sea así, consideran indignante y oprobioso tratar de
comprender
algo que les ha infligido un dolor insondable. Estudiar y tratar de
entender epistémicamente la violencia enquistada no es justificarla, ni
excusarla ni pretextarla. Es intentar esclarecer qué humus social y
cultural moviliza sentimentalmente al perpetrador, y analizarlo y
escrutarlo con el propósito de eliminarlo. Es la misma
tesis que sostiene Edurne Portela en el esclarecedor y reflexivo El eco de los disparos.
Acaso para el victimario una relación no es una negociación que requiere ser revisada cada día y por lo tanto cada día pueda ser revocada, sino un lugar de sometimiento donde el hombre detenta un poder que no necesita discusión plebiscitaria y la mujer la obligación de acatar órdenes. El victimario sería víctima de un patriarcado que relee los desacuerdos que puedan desplegarse en la relación como un desacato a la autoridad, y que por lo tanto merecen ser castigados, o considera la finalización unilateral de la relación como un rechazo frontal a su poder, y no una posibilidad de la biodegradación del amor que mueve a cancelar el proyecto afectivo. La pérdida de poder patriarcal redobla la apuesta: «Si no tengo poder para que permanezcas en la relación, te voy a demostrar que lo ostento para hacerte daño, directo o vicario, o incluso tengo el sumun del poder que es quitarte la vida si así lo decido». Para mantener estas tremebundas ideas en pie se necesitan narrativas de una potente permeabilidad en los imaginarios, narrativas tentanculares y de un secular consenso que inducen a comportarse así. Quizá el victimario emula las lógicas de sumisión del capital y todo lo que se deriva de esta hegemonía que coloniza ubicuamente la realidad: quien posee capital monopoliza la capacidad de decisión, y quien no lo posee interioriza sumisamente la obediencia debida. Sustituyamos la palabra capital por poder, fuerza o patriarcado, y quizá podamos comprender algo mejor la violencia de género. El primer paso para erradicarla yendo a sus profundas causas.