Obra de Walid Ebeid |
Recuerdo que hace unas semanas una lectora me lanzó una sugerente pregunta
vinculada con la presencia de la incertidumbre cotidiana y la conversación que
entablamos con ella para más o menos hacerla llevadera y compatible con una
vida no yugulada por los sentimientos que acabo de citar en el párrafo anterior.
Su interrogación era muy interpeladora. «¿Es
posible que viviendo el tiempo suficiente con miedo, inseguridad o rabia exista
algo parecido a la inmunización (convivir con estos sentimientos como parte de tu organismo
sin que lo ocupen por completo)?». La pregunta es tan potente que prefiero ceder la respuesta a André Comte Sponville, uno de los filósofos que más
me hace amar la vida cada vez que lo leo. En su ensayo
El amor, la soledad comenta en un determinado y luminoso momento: «Tengo
demasiada conciencia de lo poco que somos y podemos, demasiada conciencia de
nuestra miseria, como dice Pascal, demasiada conciencia de nuestra debilidad,
demasiada conciencia de los determinismos que pesan sobre cada uno de nosotros,
del azar que nos hace y nos deshace, como para poder detestar verdaderamente».
Se puede parafrasear, y en vez del verbo detestar colocar otras disposiciones del sentir humano. «Soy demasiado consciente de nuestra debilidad como
para estar amedrentado, inseguro, encolerizado, excesivamente abatido».
A pesar de que no podemos jamás inmunizarnos de lo que nos afecta porque de lo contrario se disiparía nuestra condición de seres afectivos, acaso cierta inmunización radique en la sana aceptación de nuestra fragilidad.
Aceptar nuestra fragilidad sin sentirnos víctimas es lo que nos puede hacer más fuertes y más creativos en aras de buscar alianzas para remitirla. Platón escribió que la ciudad nació porque el ser humano no se bastaba a sí mismo. El torbellino de lo cotidiano y los tiempos productivos en los que se centrifuga la vida nos hacen olvidar con mucha mas frecuencia de la deseable que somos una transitoriedad efímera y
singularizada, una existencia que limita por todos lados con todas las demás existencias
en una red que acoge a la vez que provoca el nacimiento de la vida humana. Somos
seres humanos, es decir, somos humus, tierra, poca cosa, insignificancia que
los días desplazan de un lado a otro con una indolencia que nos duele admitir. De este humus del que participa nuestra textura humana derivan dos palabras cardinales
en el vocabulario de las interacciones: humildad y humillación. Cuando alguien señala nuestra
pequeñez sin nuestro consentimiento nos está humillando. Cuando somos nosotras
las que lo señalamos deletreándola con nuestros actos, mostramos humildad. Ambas
acciones indican la fragilidad, la vulnerabilidad, la debilitación humana, nuestra condición de seres que podemos ser afectados, heridos o lesionados en cualquier momento. Lo
aparentemente paradójico es que advertir nuestra vulnerabilidad en vez de hacernos débiles nos prodiga
fortaleza para tomar con mejor criterio nuestro lugar en el mundo. Somos tan poca cosa que inevitablemente también tiene que ser poca cosa el motivo de nuestro miedo, de nuestra tristeza, de nuestro enojo, de nuestro apocamiento. Nuestra fuerza es la admisión
de nuestra debilidad. No es una contradicción. Es un regalo de nuestra inteligencia para sentir mejor, el acto precursor de vivir mejor.