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martes, abril 16, 2024

Llorar de alegría

Obra de James Coates

La alegría documenta nuestra afirmación a la vida. Es el sentimiento que aflora cuando la realidad se pone de acuerdo con nuestros propósitos y se aviene a llevarlos a cabo. Cuando ponemos todo nuestro denuedo en esa dirección reclamamos que la vida nos debe algo y fijamos todo nuestro empeño para que nos lo reembolse. Desbordamos alegría no solo cuando culminamos estos procesos, también cuando los desempeñamos y estimamos que tendrán el punto final o el punto y aparte que hemos soñado para ellos. Somos sujetos con agencia, con capacidad de autodeterminación, y la alegría adviene cuando la realidad colabora a articular el discurrir de nuestra vida conforme al dictado de nuestros intereses. Extraña que cuando la alegría se manifiesta relumbrante y poderosa recurra a las lágrimas que, sin embargo, suelen erigirse en la representación más fidedigna de toda persona azotada por la desventura y la desazón. Cuando nos asola la pena no reímos ni emplazamos una sonrisa en el rostro. En cambio, cuando la alegría destella intensamente nuestro cerebro se toma la libertad de regar con lágrimas la comparecencia de tanto júbilo. Es un evento humano fascinante, porque en el alfabeto sentimental las lágrimas parecen patrimonio privativo de la tristeza, y sin embargo también asoman cuando la alegría deviene honda e inmensa. Cuando «la emoción nos embarga».

Afirmar que una emoción intensa nos embarga es muy ilustrativo. Embargar significa dominar, paralizar, apoderarse, pero también confiscar, incautar, requisar. Cuando una emoción nos embarga se apodera de nuestra persona, nos desposee momentáneamente de ese control inhibitorio que la mayoría de las veces suele evitar que el flujo emotivo se exteriorice y se derrame. Sin embargo, si hay excedente emocional, lloramos impulsivamente para desaguarlo y volverlo a encauzar. La inaprehensibilidad de la vida queda atestiguada en el desbordamiento involuntario de estas lágrimas. Cuando lloramos de alegría una simultaneidad de narrativas engarza historias, significados, referencias, valoraciones, cronologías, biografías, visiones panorámicas, entrecruzamiento de vidas e ideas. El conocimiento de las significaciones que se entretejen en la situación dada inspira esa alegría que humedece los ojos. Todos los sentimientos poseen su correlato somático,  y en este caso al impulso energético del cuerpo y la luminosidad de la cara se le une la acuosa llegada de las lágrimas. El conocimiento transfigurado en aprendizaje permite detectar, codificar, juzgar, categorizar, expresar y reintegrar lo que nos sucede mientras nos está sucediendo. Llorar de alegría es el resultado de sofisticados ejercicios valorativos plenamente internalizados. Detrás de esas lágrimas que rocían la mirada hay una narración que relata hechos plausibles, encomiásticos, personales, vivenciales, nociones muy sutiles pero de una complejidad máxima para contornear nuestra biografía. 

Lloramos de alegría cuando coronamos algo que nos apasiona y que ha supuesto derribar adversidades y contratiempos, esos embates con los que la vida desobedece nuestras pretensiones y reafirma su indomabilidad. El logro que nos saca lágrimas de alegría no necesariamente es personal, su titularidad puede pertenecer a otra persona con la que nos anuden nexos afectivos, de lo que se desprende que las personas estamos dotadas del sentimiento de la compasión, sentir alegría porque nos reconforta la alegría de la persona próxima y nos entristece su tristeza, su dolor, o su sufrimiento.  Pero también pueden ser logros vicarios, celebraciones de creación colectiva que refrendan identidades, caracteres, afectividades, formas de entender, sentir y acomodar la existencia, y que refrendan con su presencia que la satisfacción de vivir se multiplica al compartirse. 

Otro motivo de estas lágrimas jubilosas sucede ante la contemplación de lo bello. La mirada no es un receptáculo en el que depositamos la belleza del exterior, sino el sumatorio de complejas operaciones de significado y sentido que otorgan valor a lo observado (un paisaje, una obra artística, un trabajo creativo, una gesta deportiva, o el comportamiento de un semejante) enalteciéndolo estética y axiológicamente. La belleza es una asombrosa creación de la inteligencia por la que percibimos en el exterior todo un conjunto de narrativas semánticas atesoradas con cuidado y aprecio en el interior. Hay que apresurarse a añadir que asimismo lloramos cuando el caudal de la risa inunda todo nuestro ser. Una sobreexposición de hilaridad nos arrebata lágrimas que acompañan nuestras carcajadas, o las soltamos ante la exposición de una inteligencia jocosa con capacidad de releer las cuestiones desde ángulos imprevistos y desternillantes. Quien intelige que lo valioso está en todas partes con tal de saber mirar propende a llorar de alegría más a menudo. Llorar de alegría respalda que la alegría es el fin último por el que los seres humanos no cejamos de hacer cosas. y que su amistad precisa aprendizaje y práctica. Llorar de alegría es una manera silente de decir sí a la vida.


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martes, marzo 19, 2024

Transformar la indignación en energía afirmativa

Obra de Tim Eitel

La indignación es el sentimiento que emerge ante la contemplación de lo que consideramos injusto, la respuesta inmediata que trata de restituir lo provocado por una situación que leemos como indebida y a la que atribuimos voluntad malevolente. Uno de los motivos por los que la indignación acapara tantos adeptos es porque quien se indigna se arroga una superioridad moral frente a quien se la ha inspirado. Me siento en sintonía con quienes sostienen que la indignación es un sentimiento enormemente útil cuando detona, pero muy insuficiente si se agota en la brevedad de su propia detonación. Es muy fácil ensuciarse en los barrizales de las diatribas y las acusaciones cuando una persona está enfadada, y muy difícil construir horizontes compartidos de posibilidad que desplacen la fricción hacia lugares imaginativos de mejora. Si la autonomía es la capacidad de posar la atención allí donde lo decide nuestra agencia y no una instancia ajena a ella, el enfado nos la resta, puesto que ponemos la atención allí donde otra voluntad lo ha determinado. Perdemos nuestra condición de agentes activos para pasar a ser meramente reactivos. El enfado no propone, reacciona. 

En la segunda parte de El murmullo, Belén Gopegui pone en boca de uno de los personajes que «la rabia a lo mejor no es buena todo el tiempo. Es como un desencadenante, ¿no? Está bien al principio, pero luego hay que ocuparse de lo que se haya desencadenado, y ahí ya no sirve siempre estar furioso». En esta aseveración no se deniega la operatividad instrumental de la ira, pero sí se la señala limitada para dictar el curso de lo que está por venir. La ira adormece la reflexión, es un deflagración de visceralidad que ocluye el buen discurrir del pensamiento tanto en su vertiente crítica como autocrítica. El enojo es la encarnación de la protesta, siempre roma en la elaboración de aspiraciones que extiendan el imaginario de lo posible, pero febril para inculpar a las demás personas y agitar sentimientos con los que beligerar contra ellas. Nadie se inculpa cuando está enfadada, aunque se le agudiza la vista y la suspicacia para ver culpables por todos lados. La ira es muy ágil para detectar chivos expiatorios, pero es muy obtusa para encontrar soluciones.

El malestar es fuente epistémica para desvelar los engranajes que lo provocan si no se detiene en el enojo y pasa a lo que Martha Nussbaum denomina ira en transición. Este desplazamiento sucede cuando «una persona racional abandona este terreno en favor de pensamientos productivos con miras al futuro, se pregunta qué se puede hacer verdaderamente para incrementar el bienestar personal o social». Esta ira de transición engarza con el malestar democrático que Amador Fernández-Savater propone revertir como energía transformadora. Aunque pueda parecer contraintuitivo, en esa ira en transición teorizada por Nussbaum hay más tristeza que enfado, pero una tristeza que una vez aflora se encamina hacia la alegría. La tristeza alberga la capacidad alquímica de que todo lo que toca lo convierte en alma, objeto de análisis introspectivo con el fin de esclarecer lo ocurrido y favorecer la experiencia del encuentro con la atención del otro. Una tristeza que como emoción básica de las que conforman el repertorio afectivo humano solicita la atención vinculada para construir en alianza horizontes de posibilidad. Se trata de una tristeza que desea la comparecencia de lo alegre  y que para ello urde estrategias de apoyo mutuo.

A diferencia de la ira, que es centrífuga y nos saca de nosotros, y de la tristeza, que es centrípeta y nos confina en lo más recóndito del ser, la alegría es centrípeta y centrífuga a la vez, nace en lo más profundo del núcleo mismo del ser, pero siempre se encamina a la confluencia creativa con otros seres. Creo que la energía deseante referida por Amador Fernández-Savater en su nuevo libro Capitalismo libidinal conexa con las pasiones alegres tan desacreditadas en la esfera política y tan poco proclives entre quienes han hecho de la indignación la estrella polar de sus vidas. Como bien esgrime en sus incisivas páginas, «no necesitamos crítica victimista y resentida, sino fuerza afirmativa y de transformación. Otra relación, pues, con nuestro malestar. Es lo más difícil porque apenas nada en nuestra cultura occidental nos educa para ello». La articulación política de la convivencia remite a una negociación entre lo deseable y lo posible, pero para que lo deseable sea posible se necesita la condición de desearlo, que a su vez requiere el concurso de una imaginación alegre y alineada con la celebración de la vida. La alegría nace en lo más profundo del núcleo mismo del ser, pero la energía resuelta que desprende siempre va al encuentro de otros seres por la mágica razón de que la alegría cuando se comparte se multiplica y deviene experiencia completa. No creo que haya mejor aliado para convivir, acompañarnos y soñar juntos formas mejores de instalación en el mundo.  


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